El corazón del daño

Written in Spanish by Maria Negroni

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Voy a crear lo que me sucedió.
-Clarice Lispector

Advertencia 

La literatura es la prueba de que la vida no alcanza, dijo Pessoa.

Puede ser.

Más probable es que la vida y la literatura, siendo ambas insuficientes, alumbren a veces –como una linterna mágica— la textura y el espesor de las cosas, la asombrada complejidad que somos.

Es lo que busqué, Madre.

Darte, como en el Apocalipsis, un libro a comer.

Un pequeño libro de mi puño y cuerpo, seguramente errado en su tristeza, que fielmente fuera un censo de escenas ilegibles.

Algo así como un compendio abstracto donde yo misma pudiera entrar, lo menos tímida del mundo, a preguntar a nadie qué hacer.

Pensé tal vez que, en las bifurcaciones del camino, recordar podía equivaler a unir (y a perdonar).

Entonces valdría la pena.

Por los vericuetos de las páginas, yo podría mirar las cosas que ni siquiera acaban, sin caer a asustarme, sin renunciar del todo a la intuición.

No sé si logré morder lo que buscaba.

No sé, lo que es peor, si era imperioso iluminar cada rincón del miedo.

¿No dijo Emmanuel Hocquard que lo que importa en todo artista es un problema gramatical, no un problema de memoria?

Me queda el consuelo de haber dejado cosas sin aclarar, algo que fructifique en el futuro como esas profecías que tardan años en ser alcanzadas.

A ese futuro, que puede estar en el pasado, lo apuesto todo.

No existe más fidelidad a los hechos que equivocar el rumbo o divagar.

M.N.

 

 

En la casa de la infancia no hay libros.

Patines hay, bicicletas, cajas de cartón con gusanos de seda, pero no libros.

Cuando le digo esto a mi madre, se enfurece.

Por supuesto había libros, dice.

No sé. En todo caso, no hay una biblioteca de ejemplares ingleses como la que tuvo Borges.

También de otra cosa estoy segura: una mujer difícil y hermosa ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños.

En una escena interminable, la miro maquillarse en el baño.

Un hechizo de ver esa mujer. A las veces, hambre y golosía.

Adentro puro, enigma puro.

Mi fascinación la divierte. De vez en cuando, mira hacia abajo y me ve. Sólo de vez en cuando.

Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida.

Nunca amaré a nadie como a ella.

Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza.

Preguntas que no formulo, no entonces.

Solo intento adivinar lo siguiente vivo de las cosas.

Mi madre ante el espejo, igualita a Joan Fontaine.

Será coqueta hasta el final. Nunca le faltará el rouge en los labios, ni siquiera cuando su historia clínica compute 23 fracturas, cuando depure su estética de la enfermedad.

Mi madre afirma que había libros en la casa de la infancia.

Quién sabe.

¡Mirá qué suavita estoy!

Hay invitados a cenar y yo me embadurné el cuerpo con tu crema francesa.

Había una vez un antes, se perdió.

¿Alguien olvida una cosa así?

¿O la esconde en el regazo para siempre?

En ese antes hay marcas, gruesas como cicatrices, dispuestas a ser leídas, una y otra vez.

El rayo tiene una sola función: quemar.

Quema ilustrado, feroz.

La palabra tupadre.

La expresión No contestes.

Cuestas del mundo.

Vi vago el adelante de la noche.

 

Un libro no tiene ni pies ni cabeza, escribió Hélène Cixous.

No hay una puerta de entrada.

Se escribe por todas partes, se entra por mil ventanas.

Un libro es, al principio, algo redondo.

Después se ajusta.

En cierto momento se corta la esfera, se aplana, se la transforma en rectángulo o paralelepípedo.

Se da al planeta forma de tumba.

Se le pone un gabán de madera.

Al libro le basta con esperar la resurrección.

 

La casa de la infancia no figura en los mapas.

Muy cerca: acequias, terremotos, nieve, un río de piedras que se desborda en verano y se calcina en invierno. Árboles del paraíso y una calle cortada, donde no pasan autos: los chicos andan en bici, juegan a la mancha, al tinenti, al poliladron, las escondidas.

Incluso yo, cuando no estoy haciendo deberes, o escribiendo la palabra necesidad, primero con “c”, después con “s”, en mi cuaderno de castigo.

Hay también la cantidad de pájaros felices, posados en las ramas.

Enorme y fría la casa de la infancia: mi madre prende estufas de kerosén que apestan.

(El comedor, dice, es una tumba; cuando me muera, pónganme calefacción en el cajón.)

Tenías asma. No respirabas bien, nunca todavía no aliviada.

Una aridez progresiva, un clima de invencible soledad.

Te venían unos rugidos de pronto, te ponías de nervios, yo te miraba, quería comprobarte con qué ojos.

Te preguntaba adentro: ¿Comiste, lobo?

Como si fuera a sublevarme.

Qué esperanza.

Enseguida obedecía. Como antes y después, como la hija modelo y lisiada que era, como la nena más dulce del mundo, obedecía.

No sé hacer otra cosa.

Nunca supe.

Y al final, quedéme no sabiendo.

Con lo huérfano, allí abierto.

La palabra bigudíes. La expresión humor de perros.

 

Se escribe en soledad.

También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas.

Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virginia Woolf, puede echar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.

El oído se afina en el encierro; lo que pedimos al texto también.

Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire: Divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad.

Quien escribe calla.

Quien lee no rompe el silencio.

El resto es vicio.

Disposición a enfrentar lo que somos; lo que, tal vez, podríamos ser.

 

Ella escribió:

Querida hija, mi gran ilusión realizada,

mi única posesión enteramente mía.

Mi padre, en cambio, me llevaba al zoológico, me protegía del hombre de la bolsa, organizaba rifas, partidos de fútbol, murgas de Carnaval con los chicos del barrio. También lideraba a la banda de primos en Rosario cuando, a las 12 de la noche de Fin de Año, asaltábamos la cocina de la abuela Tarsila y salíamos a la calle con ollas y cucharones, en medio de los cohetes, las luces de bengala, las cañitas voladoras.

Amor que amé.

Cerro de la Gloria.

Su eterno recitado del poema de Garrick, actor de la Inglaterra.

Y, además, me cuenta cuentos antes de dormir.

El Rey Narigón es de una inventiva frondosa. Cuando al hermoso Rey le crece la nariz por culpa de la Bruja Rompevientos y se asoma al balcón (¿como Perón?), los súbditos le tiran tomates, zanahorias, cebollas y nabos, que la Reina junta para hacer el puchero de la noche. En otro episodio, el joven médico, que quiere curarlo para casarse con la princesa, escala el Aconcagua, le arranca la pluma de la cola a un águila, galopa hasta el Paraná, se hunde en el río, le pincha la panza a un cocodrilo que duerme en el agua y consigue que salga de su boca la poción mágica en una botellita de Seven-Up.

También me lleva al hipódromo, donde tiene un caballo, Yugo, y a visitar a Juan Gómez, su cliente más rico, que tiene un Cadillac amarillo y es dueño del primer canal de televisión de la ciudad.

Curioso, a veces también me lleva al cine.

Dice:

Las doce de la noche y todavía por la calle, ¿no te da vergüenza?

Vemos “El hombre del brazo de oro” y “El millonario”, donde Marilyn Monroe, su actriz favorita, canta My heart belongs to Daddy.

 

Un libro es una perplejidad de la claridad, anotó Edmond Jabès.

Escribir sería, en tal sentido, enfrentarse a un rostro que no amanece. O, lo que es igual: esforzarse por agotar el decir para llegar más rápido al silencio.

Saber o no saber. Saber y no saber.

Sobre esa paradoja y sus desvíos, se pregunta Juan Gelman:

¿Se le ve algo al poema? Nada. Tiende una / mano para aferrar / las olitas del tiempo que pasan / por la voz de un jilguero. ¿Qué / agarró? Nada. La / ave se fue a lo no soñado / en un cuarto que gira sin / recordación ni espérames. / Hay muchos nombres en la lluvia. / ¿Qué sabe el poema? Nada.

 

De noche, en la cama, escucho a mi madre ir y venir por el pasillo.

Del comedor helado a la puerta de mi habitación, kilómetros.

Al fondo, el jardín: un cuadrado verde con una parra y pensamientos multicolores.

Conocía esos caminares largos, sin detenencia alguna.

La escucho ahogarse, parar un segundo y recomenzar.

Una vez me despierta de madrugada.

Me pone el tapado sobre el pijama y me lleva a buscar a mi padre al club donde juega al póker con sus amigos.

Tendría, qué, seis años.

A los gritos, desencajada, conmigo de la mano, se abre paso entre las mesas, el humo, el vaho a alcohol.

No sé cómo nos dejan entrar.

Uno que está apostando en la mesa de mi padre la frena en seco: Señora, ningún caballero que se precie abandona una mesa de juego.

No veo aquí a ningún caballero, dice mi madre.

 

Si no hubiera otro episodio en mi infancia, con éste alcanzaría.

Están ahí la realidad como huella, la deducción pura, y el supuesto reino de mi omnipotencia.

¿Es la tristeza noticia?

No que no.

Más bien parece música galopando.

Llanura que se llena de un suceder, novedad quieta.

Con ese material escribo.

Matorral del alma.

También con ese material vivo, entreverando, desvalijando mundos.

Pongo en primer plano la intriga, le sumo el ángulo paranoico, le resto el error de entender. El resultado es un cuento gótico, a medio camino entre el cementerio y el monólogo interior.

Una pasión que incluye todos sus desvíos, sus trastornos, su distorsión.

¿De dónde sacás esas cosas? preguntaría mi madre.

Mirá bien las fotografías, ¿querés?

(Ella siempre se remite a las pruebas.)

Hay una nena ahí.

No una niña del misterio sino una nena bien comida, bañada, peinada que es un primor.

Su mamá la cuida, la protege contra las paperas, la varicela, la rubeola, el sarampión.

Le pone un delantal blanco para ir a la escuela.

La ayuda a soplar las velitas.

La nena tiene un vestido de plumetí, con botones de nácar y una cinta de gros rosada, haciendo juego con el moño del pelo.

Madre de mí: nada me convence.

Yo insisto en lo vivido (un suponer); le ajusto su relación con el lenguaje.

La rabia me salva de la vida.

Published June 7, 2023
© Maria Negroni

 

Heart of Damage

Written in Spanish by Maria Negroni


Translated into English by Michelle Gil-Montero

I am going to create what happened to me.
-Clarice Lispector

 

Warning

Literature is proof that life is not enough, said Pessoa. 

That could be.

It’s more likely that life and literature, both lacking, sometimes illuminate—like a magic lantern—the texture and thickness of things, the startling complexity that we are. 

That’s what I was looking for, Mother.  

To give you, like in Revelations, a book to devour.

A tiny book, in my own hand and body, no doubt mistaken in its sadness, that would be a faithful census of illegible scenes. 

Something like an abstract compendium that I myself could enter, the least bashful creature in the world, to ask nobody what to do.

 I thought that maybe, along those forking roads, remembering could be equivalent to reuniting (and forgiving).

So, it would be worth it. 

Along the twists and turns of those pages, I could look at things that never even end, without falling into fear, without forsaking my intuition. 

I don’t know if I ever sunk my teeth into what I was looking for.

Worse, I don’t know if it was necessary to illuminate every corner of my fear. 

Didn’t Emmanuel Hocquard say that for every artist what really matters is a problem of grammar, not a problem of memory?  

I have a lingering sense of consolation in having left things unclear, things that might bear fruit in the future, like those prophesies that take years to materialize. 

On that future, which might very well exist in the past, I wager everything. 

There is no greater fidelity to facts than wandering off course, or detouring. 

M.N.

 

In the house of childhood, there are no books.   

Skates, sure, bicycles, cardboard boxes with silkworms inside, but no books. 

When I mention this to my mother, she’s furious.  

Of course there were books, she says. 

I don’t know. In any case, there is no library with English editions, like Borges had. 

Of another thing I’m also sure: a difficult, beautiful woman occupies the center and circumference of that house. She has big eyes, red-painted lips. Her name is Isabel, but they call her Chiche, which means toy, trinket, an object that children entertain themselves with. 

In one endless scene, I watch her put on her makeup in the bathroom. 

That woman was witchcraft to see. By turns, hunger and fullness. 

Pure interior, pure enigma. 

My fascination amuses her. Occasionally, she looks down and sees me. Only occasionally. 

My mother: the most fervent and damaging occupation of my life. 

I will never love anyone like her. 

I will never know why my life is not my life but a counterpoint to hers, why nothing I do is enough for her.  

Questions I never ask, not back then. 

I’m just trying to guess the next thing to stay alive. 

My mother in front of the mirror, the spitting image of Joan Fontaine. 

A flirt to the very end. Never without her red lipstick, not even when her medical chart lists 23 fractures, when she’d perfect her new aesthetics of illness. 

My mother claims there were books in the house of childhood. 

Who knows.

Look, I’m so soft and silky! 

There are guests for dinner, and I’ve slathered myself with your French cream.

Once upon a time, there was before. It disappeared. 

Is it possible to forget a thing like that? 

Or do you just hide it in your lap forever? 

In that before, there are marks, thick as scars, ready to be read, over and over. 

Lightning has a single function: to burn. 

It burns, enlightened, vehement.  

The word yourfather. 

The expression don’t answer.

The cost of the world. 

I saw vague the night ahead. 

 

A book has no head or feet, wrote Hélène Cixous. 

There is no front door. 

You write it in all directions, enter it through a thousand windows. 

A book is, at first, something round.

Then it’s adjusted. 

At a certain point, the sphere is sliced, flattened, transformed into rectangle or parallelepipid. 

You work the planet into the shape of a tomb. 

You put it in a wooden overcoat. 

For the book, it’s enough to wait for the resurrection. 

The house of childhood doesn’t show up on any maps.    

Very nearby: ditches, earthquakes, snow, a river of stones that overflows in summer and scorches in winter. Trees of paradise, and a cul-de-sac, closed off to cars: kids ride their bikes, play tag, jacks, cops and robbers, hide-and-go-seek. 

Even I, when I wasn’t doing homework, or writing the word necesidad, first with a “c,” then with an “s,” in my punishment notebook. 

There is also a constant quantity of happy birds, perched on the branches.

Enormous and cold, the house of childhood: my mother lights kerosene stoves that stink. 

(The dining room, she says, is a tomb; when I die, turn up the heat in my coffin.) 

You had asthma. You didn’t breathe well, nothing ever relieved you.

Progressively stifling, a climate of invincible solitude. 

Suddenly a rumbling ran through you, it rattled your nerves, I looked at you, I needed to see you with my own eyes.

Inside myself, I asked you: Have you eaten, wolf?

Like I was ready to revolt.

Not on your life.

I obeyed immediately. Like every time before and after, like the model, crippled child I was, like the sweetest little girl in the world, I obeyed. 

I don’t know how to do anything else. 

I never knew. 

And in the end, I stayed still and forgot myself. 

With orphan things, left open.

The word curlers. The expression bitchy mood.

 

One writes in solitude. 

Also, Proust added, one cries in solitude, reads in solitude, exercises voluptuousness, safe from the gazes of others.

Even folding the bedsheets (something as trivial as that), as Virginia Woolf specified, can ruin everything, chase away the silent listening from which all writing comes.  

The ear sharpens in confinement; what we demand of the text, as well.

One day, the entertaining books begin to bore us (Baudelaire warned as much: Amusement is boring), and we become addicted to disobedient writing, writing that accentuates its strangeness, centers on the story of no one, the problems of no one, the meaning of the world and eternity.

Whoever writes, goes quiet. 

Whoever reads does not break the silence.

Everything else is vice. 

The willingness to face what we are; what, maybe, we could be. 

 

She wrote: 

Dear daughter, my great illusion realized, 

my one belonging fully mine.

My father, by contrast, took me to the zoo, protected me from the bogeyman. He organized raffles, soccer games, street bands for Carnaval with the neighborhood kids. Also, he led our band of cousins in Rosario when, at midnight on New Year’s Eve, we stormed abuela Tarsila’s kitchen and ran out into the street with pots and ladles, through the firecrackers, sparklers, bottle rockets. 

Love of my love.    

Cerro de la Gloria.

His eternal recitation of the poem by Garrick, English actor.

And, on top of that, he tells me bedtime stories.

El Rey Narigón is lushly inventive. When the handsome King’s nose grows, because of the Windbreaking Witch, and he gazes out over the balcony (like Perón?), his subjects pelt him with tomatoes, carrots, onions, and turnips, which the Queen gathers to cook the night’s stew. In another episode, the young doctor, who wants to cure him for permission to marry the princess, scales the Aconcagua, plucks out an eagle’s tailfeather, gallops all the way to Paraná, plunges into the river, stabs the belly of a crocodile asleep in the water and manages to extract from his mouth a magic potion encased in a bottle of Seven-Up. 

Also, he takes me to the racetrack, where he has a horse, Yugo, and to visit Juan Gómez, his richest client, who has a yellow Cadillac and owns the city’s first TV channel.  

Odd, sometimes he also takes me to the movies. 

He says:

The middle of the night, and you’re still out on the street, aren’t you ashamed? 

We see The Man with the Golden Arm and Let’s Make Love, where Marilyn Monroe, his favorite actress, sings “My Heart Belongs to Daddy.” 

 

A book is a perplexity of clarity, noted Edmond Jabès.  

Writing would be, in this sense, standing before a face that never dawns. Or, what is the same: pressuring speech to its point of exhaustion, in order to arrive more quickly at silence. 

Knowing or not knowing. Knowing and not knowing. 

About this paradox and its derivatives, Juan Gelman asked: 

Can anything be seen in the poem? Nothing. It extends one / hand to grasp / the ripples of time passing / in the voice of a goldfinch. What / did it grab? Nothing. The / bird went to the undreamed-of / in a room that spins with no / remembrances nor wait-for-me’s. / There are many names in the rain. / What does the poem know? Nothing.

At night, in bed, I hear my mother come and go through the hallway. 

From the frozen dining room to the door of my bedroom, kilometers. 

In the background, the garden: a green square with a vine and multicolored pansies. 

I knew those long walks, not a break. 

I hear her wheeze, stop for a second, then start again. 

One day she wakes me in the middle of the night. 

She puts my coat over my pajamas and takes me to find my father at the club where he plays poker with his friends.

I would have been, maybe, six years old.

Yelling, unhinged, with me by the hand, she navigates her way around tables, smoke, the waft of alcohol. 

I don’t know how they let us in.

One of the men gambling at my father’s table stops her cold: Ma’am, no self-respecting gentleman ever leaves a gaming table. 

I don’t see any gentlemen here, my mother says.

 

If there were no other scenes in my childhood, this one would suffice. 

It encompasses reality as a trace, pure deduction, and the supposed kingdom of my omnipotence. 

Is sadness news? 

Not at all.

It’s more like a galloping tune. 

A flatness that fills up with event, quiet novelty. 

That is the material I write with. 

Thicket of the soul. 

And that is the material I live with, intermingling, ransacking worlds. 

I foreground the intrigue, add the paranoid angle, subtract the error of understanding. The result is a gothic tale, halfway between the cemetery and the inner monologue. 

A passion containing all its deviations, upheavals, distortion. 

Where do you get those things? My mother would ask. 

Take a good look at the photographs, will you?

(She always refers back to the evidence.)

There’s a little girl there.

A little girl well fed, bathed, and brushed, looking adorable. 

Her mother takes care of her, protects her from the mumps, chicken pox, rubella, measels. 

She puts her in a white school-coat and sends her to school. 

She helps her blow out her candles.

The little girl in a Plumeti dress with mother-of-pearl buttons and a pink grosgrain ribbon, toying with the bow in her hair. 

Mother mine: nothing convinces me. 

I insist on lived experience (let’s say so); I adjust its relationship to language. 

My rage saves me from life.

Published June 7, 2023
© Specimen

 

O coração do dano

Written in Spanish by Maria Negroni


Translated into Portuguese by Wilson Alves-Bezerra

Vou criar o que me aconteceu.
-Clarice Lispector

 

Advertência

A literatura é a prova de que a vida não basta, disse Pessoa.

Pode ser.

O mais provável é que a vida e a literatura, sendo ambas insuficientes, às vezes alumbram – como uma lanterna mágica – a textura e a espessura das coisas, a assombrosa complexidade que somos.

Era isso que eu procurava, Mãe.

Te dar, como no Apocalipse, um livro para comer.

Um pequeno livro de meu punho e de meu corpo, seguramente equivocado em sua tristeza, que fielmente fosse um censo de cenas ilegíveis.

Algo assim como um compêndio abstrato onde eu mesma pudesse entrar, sem a menor timidez do mundo, para perguntar a ninguém o que fazer.

Pensei que talvez, nas bifurcações do caminho, recordar pudesse equivaler a unir (e perdoar).

Então valeria a pena.

Pelos recônditos das páginas, eu poderia olhar as coisas que sequer terminam, sem cair e me assustar, sem renunciar totalmente à intuição.

Não sei se consegui morder o que eu queria.

Não sei, o que é pior, se era imperioso iluminar cada canto do medo.

Emmanuel Hocquard não disse que o que importa para todo artista é um problema gramatical, não um problema de memória?

Resta-me o consolo de ter deixado coisas sem esclarecer, algo que frutifique no futuro como aquelas profecias que demoram anos para serem alcançadas.

Nesse futuro, que pode estar no passado, eu aposto tudo.

Não existe outra fidelidade aos fatos que não errar o rumo ou divagar.

M.N.

 

Na casa da infância não tem livros.

Tem patins, bicicletas, caixas de papelão com bichos da seda, mas não livros.

Quando eu falo isso para minha mãe, ela fica furiosa.

Claro que tinha livros, ela diz.

Não sei. Em todo caso, não uma biblioteca de livros ingleses, como a que o Borges tinha.

Também estou certa de outra coisa: uma mulher difícil e bela ocupa o centro e a circunferência daquela casa. Ela tem olhos grandes, os lábios pintados de vermelho. Ela se chama Isabel, mas todos a chamam de Chiche, que significa brinquedo, um pequeno brinco, objeto com o qual as crianças se distraem.

É uma cena interminável, eu a vejo se maquiando no banheiro.

Um feitiço ver aquela mulher. Às vezes, fome e gula.

Pura interioridade, puro enigma.

Minha fascinação a diverte. De vez em quando, olha para baixo e me vê. Só de vez em quando.

Minha mãe: a ocupação mais fervorosa e mais prejudicial da minha vida.

Nunca amarei ninguém como a amei.

Nunca saberei por que minha vida não é minha e sim um contraponto à dela, por que nada do que eu faço chega basta.

Perguntas que eu não formulo, não naquele momento.

Só tento adivinhar o próximo vivo das coisas.

Minha mãe diante do espelho, igualzinha à Joan Fontaine.

Será sedutora até o final. Nunca vai faltar a ela o rouge nos lábios, nem mesmo quando seu histórico clínico computar 23 fraturas, quando depurar sua estética da doença.

Minha mãe afirma que tinha livros na casa da infância.

Quem sabe?

Olha como eu estou maciazinha!

Tem convidados para jantar e eu besuntei meu corpo todo com seu creme francês.

Teve uma vez antes, mas se perdeu.

Alguém se esquece de uma coisa dessas?

Ou deixa ela escondida no regaço, para sempre?

Naquele antes tem marcas, grossas como cicatrizes, dispostas para leitura, continuamente.

O raio só tem uma função: queimar.

Queima ilustrado, feroz.

A palavra teupai.

A expressão Não retruque.

Costas do mundo.

Vi vagamente o depois da noite.

 

Um livro não tem pé nem cabeça, escreveu Hélène Cixous.

Não tem porta de entrada.

Escreve-se por toda parte, entra-se por mil janelas.

Um livro é, no começo, uma coisa redonda.

Depois é ajustado.

Em certo momento a esfera é cortada, aplainada e transformada em retângulo ou paralelepípedo.

Daí o planeta ganha forma de túmulo.

Botam nele um sobretudo de madeira.

E o livro só tem que esperar pela ressureição.

 

A casa da infância não aparece nos mapas.

Muito perto: canais, terremotos, neve, um rio de pedras que transborda no verão e seca no inverno. Árvores do paraíso e uma rua interrompida, onde não passam carros: os meninos andam de bicicleta, brincam de pega pega, polícia e ladrão, esconde esconde.

Até eu, quando não estou fazendo o dever, ou escrevendo a palavra necessidade, primeiro com “c”, depois com “ss”, no meu caderno de castigo.

Tem também a quantidade de passarinhos felizes, pousados nos galhos.

Enorme e fria a casa da infância: minha mãe liga aquecedores de querosene que fedem.

(A copa, ela diz, é um túmulo; quando eu morrer, liguem o aquecedor no meu caixão).

Você tinha asma. Não respirava direito, nunca ainda não aliviada.

Uma aridez progressiva, um clima de invencível solidão.

Apareciam uns rugidos, você ficava nervosa, eu olhava para você, eu queria me certificar com que olhar.

Eu te perguntava por dentro: Já comeu, seu lobo?

Como se eu fosse me sublevar.

Que esperança!

Em seguida, obedecia. Como antes e como depois, como a filha modelo e aleijada que eu era, como a menina mais doce do mundo, obedecia.

Não sei fazer outra coisa.

Nunca soube.

E, no fim das contas, continuei não sabendo.

Com a orfandade lá, aberta.

A palavra bigudis. A expressão humor do cão. 

 

Escreve-se em solidão.

Também, acrescentou Proust, chora-se em solidão, lê-se em solidão, exerce-se a volúpia, no resguardo dos olhares.

Até dobrar os lençóis (algo tão mínimo como isso), indicou Virginia Woolf, pode botar tudo a perder, afugentar a escuta silenciosa da qual surge toda a escritura.

O ouvido apura-se no recolhimento; o que pedimos ao texto também.

Um dia começam a nos entediar os livros que nos distraem (Baudelaire já advertiu: Divertir-se entedia) e nos tornamos viciados na escritura indócil, aquela que sublinha a estranheza, concentra-se na história de ninguém, nos problemas de ninguém, no significado do mundo e da eternidade.

Quem escreve, cala.

Quem lê não quebra o silêncio.

O resto é vício.

Disposição para enfrentar o que somos; o que, talvez, poderíamos ser.

 

Ela escreveu: 

Filha querida, meu grande sonho realizado,

minha única posse inteiramente minha.

Meu pai, por outro lado, me levava ao zoológico, me protegia do homem do saco, organizava rifas, jogos de futebol, desfiles de carnaval com os meninos do bairro. Também liderava a banda dos primos em Rosário quando, à meia noite do Reveillon, assaltávamos a cozinha da vó Tarsila e saímos para a rua com as panelas e conchas, no meio dos rojões, fogos e morteiros.

Amor que amei.

Cerro da Glória.

Seu eterno recital do poema de Garrick, ator da Inglaterra.

E, além disso, me conta contos antes de dormir.

O Rei Narigudo é de uma invenção frondosa. Quando o nariz do belo Rei crescia por culpa da bruxa Quebra-Ventos e ele saia na sacada (como Perón?), os súditos atiravam tomates, cenouras, cebolas e nabos, que a Rainha recolhia para preparar uma sopa à noite. Em outro episódio, o jovem médico, que queria curar o Rei para se casar com a princesa, escala o monte Aconcágua, arranca uma pena do rabo de uma águia, galopa até o Paraná, entra no rio, espeta o bucho de um crocodilo que dorme na água e faz sair da boca dele uma poção mágica numa garrafinha de Seven-Up.

Ele também me leva ao hipódromo, onde ele tem um cavalo, Yugo, e também para visitar Juan Gómez, o cliente mais rico, que tem um cadilaque amarelo e é dono do primeiro canal de televisão da cidade.

É curioso, às vezes ele também me leva ao cinema.

Ele diz:

Meia-noite e você ainda pela rua. Você não tem vergonha?

Assistimos “O homem do braço de ouro” e “Adorável pecadora”, onde Marilyn Monroe, sua atriz favorita, canta My heart belongs to Daddy.

 

Um livro é uma perplexidade da lucidez, anotou Edmond Jabès.

Escrever seria, nesse sentido, enfrentar um rosto que não amanhece. Ou, o que seria a mesma coisa: esforçar-se para esgotar o dizer para chegar mais rápido ao silêncio.

  Saber ou não saber. Saber e não saber.

Sobre esse paradoxo e seus desvios, perguntou-se Juan Gelman:

Se vê algo no poema? Nada. Estende uma / mão para agarrar / as marolas do tempo que passam / pela voz de um pintassilgo. Pegou / o quê? Nada. A / ave partiu ao não sonhado / em um quarto que roda sem / recordações nem espera-aís / Tem muitos nomes na chuva. / O poema sabe do quê? De nada.

  

De noite, na cama, escuto minha mãe indo e vindo pelo corredor.

Da copa gelada até a porta do meu quarto, quilômetros.

No fundo, o jardim: um quadrado verde com uma parreira e pensamentos multicores.

Conhecia aqueles passeios longos, sem contenção alguma.

Ouço ela ficando sem ar, parando um momento, recomeçando.

Uma vez ela me acorda de madrugada.

Veste um casaco em cima do meu pijama e me leva para pegar meu pai no clube onde ele joga pôquer com os amigos.

Eu teria, acho, uns seis anos.

Aos gritos, fora de si, me levando pelo braço, abre caminho entre as mesas, a fumaça, os vapores de álcool.

Não sei como deixaram a gente entrar.

Um homem que está apostando na mesa do meu pai freia em seco a minha mãe: Senhora, nenhum cavalheiro que se preze abandona a mesa de jogo.

Não estou vendo nenhum cavalheiro aqui, responde minha mãe.

Se não houvesse mais nenhum episódio na minha infância, bastaria esse.

Nele estão a realidade como marca, a dedução pura e o suposto reino da minha onipotência.

A tristeza é notícia?

Não.

Mas parece uma música a galope.

Planície que se enche de uma sucessão, novidade quieta.

Com esse material eu escrevo.

Matagal da alma.

Também com esse material eu vivo, entreverando, desempacotando mundos.

Coloco a intriga em primeiro plano, acrescento um ângulo paranoico, subtraio o erro de compreender. O resultado é um conto gótico, a meio caminho entre o cemitério e o monólogo interior.

Uma paixão que inclui todos seus desvios, seus transtornos, sua distorção.

De onde você tira essas coisas? – perguntaria a minha mãe.

Olhe bem para as fotos. Você quer?

(Ela sempre se remete às provas).

Tem uma menina lá.

Não é uma menina do mistério mas uma menina bem alimentada, de banho tomado, penteada, um primor.

A mamãe cuida dela e a protege contra caxumba, catapora, rubéola e sarampo.

Veste o avental branco para ela ir para a escola.

Ajuda a menina a soprar as velinhas. 

Ela tem um vestido bordado, com botões de nácar e um laço de fita rosado, combinando com o adorno do cabelo.

Mãe de mim: nada me convence.

Eu insisto no vivido (uma suposição); ajusto a relação dela com a linguagem.

A raiva me salva da vida.

Published June 7, 2023
© Wilson Alves-Bezerra


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