From El factor Borges
Written in Spanish by Alan Pauls
No todo el mundo ha leído a Borges. Todos, sin embargo, lo han oído. Todos saben cómo hablaba, todos sabrían reconocer su voz. A cierta altura de sus vidas, cuando los toca la fama, los escritores, por lo general ya algo cansados, tienden a relajarse y a compendiar su identidad –todo lo que son, todo lo que los ha hecho célebres– en un álbum de estampas representativas. Gestos, posturas del cuerpo, accesorios que se repiten de una foto a otra, expresiones… El ceño, la boca fruncida y los anteojos oscuros de Sabato; Cortázar y su cigarrillo, sus guayaberas, su eterno aire adolescente; los blazers, las pecas sonrientes de Bioy Casares. Cada una de esas señas particulares es como el logotipo del escritor, la clave que lo resume y lo identifica. Borges, naturalmente, no es una excepción, y también tiene su pequeño tesoro de iconos alusivos: los ojos estrábicos; las manos, cruzadas sobre el puño del bastón o apoyadas sobre el lomo de Beppo, el gato de angora más famoso de las letras argentinas; el pelo blanco y lacio, finísimo, como de sabio lunático de historieta… Todos esos lugares comunes de la iconografía son populares y ya están instalados en la memoria social, pero ninguno ha colonizado esa memoria con la sutileza, la eficacia y la persistencia con que la colonizó la voz de Borges. Por una curiosa paradoja, el escritor más «libresco» de la literatura argentina, el más aferrado a los protocolos de lo escrito, es también el que mejor aprovechó las posibilidades del registro sonoro, el escritor más oral, más hablado de la literatura argentina.
¿Por qué el decir de Borges es más popular que su literatura? En parte porque la voz viaja más y mejor que lo escrito, y porque es un material más sensible a la lógica reproductiva de los medios de comunicación de masas. De las primeras conferencias públicas, a mediados de los años cincuenta, hasta las conversaciones radiofónicas con Antonio Carrizo de principios de los setenta, la voz de Borges cruza los límites de una intimidad relativamente académica y pasa a animar el aire de uno de los programas más masivos de la radio argentina. Pero también, y sobre todo, porque en más de un sentido la voz de Borges funcionó siempre como una versión amable, «humana», de su literatura. Mientras sus libros parecían inmortales, su voz era histórica y emanaba, frágil y vulnerable, de un cuerpo; mientras los libros afirmaban el mecanismo de un estilo sin fallas, modelo de una lengua perfecta, la voz actuaba el traspié, el olvido o el trabajo del recuerdo, y en cada vacilación ponía en escena ese pequeño drama que consiste en articular ideas y palabras; mientras la prosa borgeana parecía hermética y autosuficiente, la voz de Borges sonaba diáfana, porosa, casi alarmada por la presencia de un interlocutor o la amenaza de una pregunta; mientras el Borges escrito proyectaba la imagen de una autoridad soberana (el Gran Acreedor de la literatura argentina), el Borges hablado, como un Gran Deudor gradecido, prefería deshacerse en el arte del temblor, la duda y la falsa modestia. La voz de Borges también tuvo éxito porque, oyéndola, todos de algún modo nos vengábamos de Borges: cada balbuceo dramatizaba un pensamiento que parecía desplegarse ahí mismo, ante nuestros oídos, pero también nos indemnizaba por las heridas que su presencia escrita nos había infligido. El Borges escrito fascinaba pero era inapelable; el Borges oral proponía un hechizo menos costoso y tal vez más conmovedor, el de una voz expuesta, siempre en peligro, desnuda. Dulce revancha del lector humillado: Borges, al hablar, se daba el lujo de necesitarnos.
[…]
Aunque hay muchas razones literarias que traman ese destino, Borges, en rigor, se ve obligado a descubrir (a redescubrir) su propia voz cuando pierde definitivamente la vista. Como en la infancia, la voz y los ojos vuelven a soldarse. De algún modo, toda la obra posterior a 1955 lleva la marca del oscurecimiento del mundo, de la desaparición de la página, del reemplazo forzoso de la escritura por la voz. Borges, que siempre le agradeció al peronismo el haberlo obligado a ganarse la vida hablando, ahora también depende de ese soplo tenue para hacer las únicas dos cosas que sabe y le gusta hacer en el mundo: leer y escribir.
«En aquellos últimos años de la década de los cincuenta era patético verlo tomar un libro de un estante; lo acercaba tanto a los ojos que rozaba la tapa con la nariz. Luego de un rato, trabajosamente desentrañaba el título y, cuando lo había logrado, exteriorizaba una alegría casi infantil», recuerda su biógrafa María Esther Vázquez. Imposibilitado de leer y escribir por sus propios medios, Borges necesita imperiosamente de los otros (su madre, sus amigas, su corte de admiradores, las empleadas de la Biblioteca Nacional, que el escritor ha pasado a dirigir, a modo de desagravio, desde la Revolución Libertadora): necesita de la voz de los otros para que le lean, del oído de los otros para que transcriban lo que su voz ha empezado a dictar. Es el último gran punto de inflexión que sufre, un giro cuyos efectos se prolongarán hasta su muerte y diseñarán, de algún modo, la imagen del Borges pop: el escritor público, asimilado y deseado por el sentido común, crecientemente masivo, condenado a terminar menos en un libro que en los suplementos culturales de los diarios, la radio o la televisión. Como Gardel o Perón (dos antecedentes que sin duda no habría elegido como colegas de nada), Borges termina identificándose con su propia voz. Es su propia voz y consuma, de algún modo, ese peculiar destino musical al que parece condenada históricamente cierta «argentinidad ».
Published May 3, 2019
Excerpted form El factor Borges, EDITORIAL ANAGRAMA, Barcelona 2004
© Alan Pauls 2000, 2004
© EDITORIAL ANAGRAMA 2004
Not everyone has read Borges. Everyone, however, has heard him. Everyone knows how he spoke, everyone would recognise his voice. At a certain point in their lives, when they’ve reached fame and are generally feeling rather tired, writers tend to relax and condense their identity – all that they are, all that has made them famous – into a set of defining features. Gestures, poses, accessories that reappear from one photo to the next, facial expressions . . . Sabato’s furrowed brow, pursed lips and dark glasses; Cortázar and his cigarette, his guayabera shirt, his permanently teenage look; the blazers and smiling freckles of Bioy Casares. Each of those details is like the writer’s logo, the key which encapsulates and identifies him. Borges, of course, is no exception, and he too has his little treasure trove of symbols: the squinting eyes; the hands, clasped over the handle of his cane or resting on Beppo, the most famous angora cat in Argentine literature; the straight, white and extremely fine hair, like a wise comic-strip lunatic . . . All those clichés of iconography are well-known and firmly lodged in social memory, but not one has colonised that memory as subtly, effectively and persistently as Borges’ voice. In a strange paradox, the most ‘bookish’ writer in Argentine literature, the most attached to the rituals of writing, is also the one who made the most use of sound recording; the most oral, most spoken writer in Argentinian literature.
Why is Borges’ speech more popular than his literature? In part, because the voice travels further and better than the written word, and because its substance is more susceptible to the reproductive logic of mass media. From the first public lectures, midway through the fifties, to the radio interviews with Antonio Carrizo in the early seventies, Borges’ voice goes beyond the limits of a fairly academic private sphere and bursts onto one of the most listened-to programs on Argentine radio. But also, most importantly, because Borges’ voice, in more ways than one, always served as a friendly, ‘human’ version of his literature. While his books seemed immortal, his voice was historical, and emanated, fragile and vulnerable, from a body; while his books were a testament to his faultless style, a model of linguistic perfection, the voice enacted the stumbles, the forgetting or the work of remembering, and in every hesitation it staged the minor drama of articulating ideas and words; while Borgesian prose seemed reserved and self-sufficient, Borges’ voice sounded diaphanous, porous, almost alarmed at the presence of an interlocutor or the threat of a question; while the written Borges projected an image of proud authority (the Great Creditor of Argentine literature), the spoken Borges, like a thankful Great Debtor, preferred to come undone in the art of trembling, doubt and false modesty. Borges’ voice was successful, too, because, as we listened to it, we were all somehow avenged of Borges: every stutter dramatised a thought that seemed to be right there, before our very ears, but at the same time it compensated us for the wounds his written presence had inflicted on us. The written Borges captivated yet never gave way; the oral Borges had a less challenging and perhaps more moving charm, that of a voice exposed, always in danger, naked. The humiliated reader’s sweet revenge: Borges, when he spoke, could afford to need us.
[…]
Although there are many literary reasons behind this destiny, Borges only finds himself obliged to discover (to rediscover) his own voice when he loses his sight once and for all. As in childhood, the voice and eyes are inextricably linked. In a way, all his work after 1955 is marked by the darkening of the world, the disappearance of the page, the inevitable replacement of writing with the voice. Borges, who was always grateful to Peronism for forcing him to earn a living by speaking, now relies on that same faint breath for the only two things in the world he can do and enjoy: reading and writing.
‘In those last years of the fifties it was terribly sad to see him take a book from a shelf; he would hold it so close to his eyes that his nose would brush the cover. After a while, he would laboriously decipher the title and, once he’d succeeded, display an almost childlike joy,’ his biographer María Esther Vásquez recalls. Unable to read or write by himself, Borges desperately needs other people (his mother, his female friends, his court of admirers, the staff of the National Library, where the writer was appointed director, by way of recompense, after the Liberating Revolution): he needs other people’s voices to read to him, and other people’s ears to transcribe what his voice has begun to dictate. This is his last great turning point, a change whose effects will last until his death and, in a sense, forge the image of the pop Borges: the public writer, assimilated and welcomed by common sense, increasingly mainstream, condemned to live out his days not so much in a book as in the cultural supplements of newspapers, radio or television shows. Like Gardel or Perón (two predecessors he would never have chosen as companions in anything), Borges ends up being identified with his own voice. He is his own voice, and he fulfils, in a way, that peculiar musical destiny to which a certain ‘Argentinianness’ appears historically to be condemned.
Published May 3, 2019
© Specimen 2019
Tout le monde n’a pas lu Borges. Mais tout le monde l’a entendu. Tout le monde sait comment il parlait, tout le monde saurait reconnaître sa voix. À certains moments de leur vie, quand ils deviennent célèbres et sont déjà quelque peu fatigués, les écrivains tendent à se relâcher et à résumer leur identité – tout ce qu’ils sont, tout ce qui les a rendus célèbres – en un album d’images représentatives. Gestes, postures du corps, accessoires qui reviennent d’une photo à l’autre, expressions… Les sourcils, les lèvres plissées et les lunettes noires de Sabato; Cortázar et sa cigarette, ses chemises brodées et son éternel air adolescent; les blazers et les taches de rousseur souriantes de Bioy Casares. Chacun de ces signes particuliers constitue en quelque sorte le chiffre de l’auteur, la clé qui le résume et l’identifie. Borges ne fait naturellement pas exception et a lui aussi son petit trésor d’icônes suggestives : le strabisme; les mains croisées sur le pommeau de sa canne ou posées sur l’échine de Beppo, le chat angora le plus célèbre des lettres argentines; les cheveux blancs, raides et très fins, tels ceux d’un savant fou de bande dessinée… Tous ces lieux communs de l’iconographie sont populaires et déjà installés dans la mémoire collective, mais aucun n’a colonisé cette mémoire avec la subtilité, l’efficacité et la persistance avec lesquelles l’a colonisée la voix de Borges. En un curieux paradoxe, l’écrivain le plus « livresque » de la littérature argentine, le plus attaché aux protocoles de l’écrit, est aussi celui qui a le mieux su tirer parti du registre sonore, l’écrivain le plus oral, le plus parlé de la littérature argentine.
Pourquoi le parler de Borges est-il plus populaire que sa littérature ? En partie parce que la voix voyage mieux et plus vite que l’écrit, et parce que c’est un matériau plus en phase avec la logique reproductive des moyens de communication de masse. Des premières conférences publiques, au milieu des années cinquante, aux conversations radiophoniques avec Antonio Carrizo au début des années soixante-dix, la voix de Borges franchit les frontières d’une intimité plutôt académique et vient animer les ondes d’un des programmes les plus connus de la radio argentine. Mais aussi, et surtout, parce que, en plus d’un sens, la voix de Borges a toujours fonctionné comme une version aimable, « humaine », de sa littérature. Tandis que ses livres semblaient immortels, sa voix était historique et émanait, fragile et vulnérable, d’un corps : alors que ses livres exposaient le mécanisme d’un style sans faille, modèle d’une langue parfaite, la voix jouait le faux pas, l’oubli ou la mémoire au travail, et à chaque hésitation mettait en scène ce petit spec diaphane, poreux, était presque alarmée par la présence d’un interlocuteur ou par la menace d’une question. Quand le Borges écrivain projetait une image d’autorité souveraine (le Grand Créancier de la littérature argentine), le Borges parlé, tel un Grand Débiteur reconnaissant, préférait s’abandonner à l’art du tremblement, du doute et de la fausse modestie. La voix de Borges a également eu du succès parce qu’en l’écoutant nous nous vengions tous de Borges, d’une façon ou d’une autre : chaque balbutiement dramatisait une pensée qui semblait se déployer ici même, entre nos oreilles, mais nous indemnisait aussi après les blessures que sa présence écrite nous avait infligées. Le Borges écrit fascinait, mais il était intouchable ; le Borges oral proposait des sortilèges moins coûteux et peut-être plus émouvants, ceux d’une voix exposée, lecteur humilié : quand il parlait, Borges s’offrait le luxe d’avoir besoin de nous.
[…]
Bien qu’il y ait de nombreuses raisons littéraires qui tissent ce destin, au fond Borges se voit contraint de découvrir (de redécouvrir) sa propre voix quand il perd définitivement la vue. Comme pendant l’enfance, la voix et les yeux se ressoudent. D’une certaine façon, toute l’oeuvre postérieure à 1955 porte la marque de cet obscurcissement du monde, de la disparition de la page, du remplacement forcé de l’écriture par la voix. Borges, qui fut toujours reconnaissant au péronisme de l’avoir obligé à gagner sa vie en parlant, dépend à présent aussi de ce maigre souffle pour faire les deux seules choses au monde qu’il aime faire : lire et écrire.
« Dans les dernières années de la décennie 1950, c’était pathétique de le voir prendre un livre sur une étagère : il l’approchait si près de ses yeux qu’il effleurait la couverture du nez. Au bout d’un moment, il déchiffrait péniblement le titre et, cela fait, il manifestait une joie d’enfant », se souvient sa biographe María Esther Vázquez. Désormais incapable de lire et d’écrire par ses propres moyens, Borges a impérieusement besoin des autres (sa mère, ses amies, sa cour d’admirateurs, les employées de la Bibliothèque nationale, que Borges dirige désormais, à titre de compensation, depuis la révolution libertarienne) : il a besoin de la voix des autres pour qu’ils lui lisent, de l’oreille des autres pour qu’ils transcrivent ce que sa voix a commencé à dicter. C’est le dernier grand point d’inflexion qu’il connaît, un virage dont les effets se prolongeront par-delà sa mort et dessineront d’une certaine façon l’image du Borges pop : l’écrivain public, assimilé et voulu par l’opinion publique, de plus en plus massif, condamné à finir moins dans un livre que dans les suppléments culturels des journaux, à la radio ou à la télévision. Comme Gardel ou Perón (deux précédents qu’il n’aurait sûrement pas choisis comme collègues), Borges finit par s’identifier avec sa voix. Il est sa voix, il embrasse et consomme d’une certaine façon ce destin musical si particulier auquel semble historiquement destinée une certaine « argentinité ».
Published May 3, 2019
Excerpted from Alan Pauls, Le Facteur Borges, Christian Bourgois éditeur, 2006
© Christian Bourgois éditeur, 2006
Non tutti hanno letto Borges. Tutti, però, lo hanno sentito. Tutti sanno come parlava, tutti saprebbero riconoscere la sua voce. A un certo punto della loro vita, quando raggiungono la fama, gli scrittori, in genere già un po’ stanchi, tendono a rilassarsi e a compendiare la loro identità – tutto quello che sono, tutto quello che li ha resi celebri – in un album di immagini rappresentative. Gesti, atteggiamenti, accessori che ritornano da una fotografia all’altra, espressioni… Il cipiglio, la bocca imbronciata e gli occhiali scuri di Sabato; Cortázar e la sua sigaretta, le sue camicie cubane, la sua eterna aria da adolescente; le giacche inglesi, le sorridenti lentiggini di Bioy Casares. Ciascuno di questi segni particolari è come il logotipo dello scrittore, il marchio che lo riassume e lo identifica. Borges, naturalmente, non fa eccezione, anche lui ha il suo piccolo tesoro di icone allusive: gli occhi strabici; le mani, incrociate sull’impugnatura del bastone o posate sul dorso di Beppo, il gatto d’angora più famoso della letteratura argentina; i capelli bianchi e lisci, finissimi, da scienziato pazzo dei fumetti… Tutti questi elementi ricorrenti dell’iconografia sono popolari e già sedimentati nella memoria sociale, ma nessuno si è imposto con il potere insinuante, l’efficacia e la persistenza della sua voce. Per un curioso paradosso, lo scrittore più «libresco» della letteratura argentina, il più legato ai cerimoniali della scrittura, è anche quello che meglio approfittò delle possibilità della registrazione sonora, lo scrittore più orale, più parlato, della letteratura argentina.
Perché il dire di Borges è più popolare della sua letteratura? In parte perché la voce viaggia meglio della scrittura, e perché è un materiale più sensibile alla logica riproduttiva dei mezzi di comunicazione di massa. Dalle prime conferenze pubbliche, a metà degli anni Cinquanta, fino alle conversazioni radiofoniche con Antonio Carrizo dei primi anni Settanta, la voce di Borges varca i confini di un’intimità relativamente accademica e passa ad animare uno dei programmi maggiormente seguiti della radio argentina. Ma anche, e soprattutto, perché in più di un senso la voce di Borges funzionò sempre come una versione amabile, «umana», della sua letteratura. Mentre i suoi libri sembravano immortali, la sua voce era storica e promanava, fragile e vulnerabile, da un corpo; mentre i libri affermavano il meccanismo di uno stile senza cedimenti, modello di una lingua perfetta, la voce di Borges metteva in scena l’inciampo, la dimenticanza o la fatica del ricordo, e in ogni sua esitazione traspariva il piccolo dramma che consiste nell’articolare idee e parole; mentre la prosa borgesiana sembrava ermetica e autosufficiente, la voce di Borges suonava esile e disseminata di vuoti, quasi allarmata dalla presenza di un interlocutore o dalla minaccia di una domanda; mentre il Borges scrittore proiettava l’immagine di un’autorità sovrana (il Grande Creditore della letteratura argentina), il Borges parlato, come un Grande Debitore Riconoscente, preferiva profondersi nell’arte del tremore, del dubbio e della falsa modestia. La voce di Borges aveva successo anche perché ci bastava udirla per sentirci tutti in qualche modo vendicati: ogni suo balbettio metteva in scena un pensiero che sembrava farsi proprio lì, davanti ai nostri orecchi, e ci ripagava delle ferite che la sua presenza scritta ci aveva inflitto. Il Borges scritto affascinava ma era inattaccabile; il Borges orale proponeva un incantamento meno costoso e forse più commovente, quello di una voce esposta, sempre in pericolo, nuda. Dolce rivincita del lettore umiliato: Borges, parlando, si concedeva il lusso di aver bisogno di noi.
[…]
Benché siano molte le ragioni letterarie che contribuiscono a creare questo destino, Borges, in realtà, è costretto a scoprire (a riscoprire) la propria voce quando perde definitivamente la vista. Come nell’infanzia, la voce e gli occhi tornano a saldarsi. In un certo senso tutta la sua opera successiva al 1955 porta il segno dell’oscurarsi del mondo, della scomparsa della pagina, della sostituzione forzata della scrittura con la voce. Borges, che ha sempre ringraziato il peronismo di averlo costretto a guadagnarsi da vivere parlando, ora dipende dal tenue soffio della voce per fare le due sole cose al mondo che sa e ama fare: leggere e scrivere.
«In quegli ultimi anni Cinquanta era patetico vederlo prendere un libro dallo scaffale; lo avvicinava così tanto agli occhi che sfiorava la copertina col naso. Dopo un po’, faticosamente, decifrava il titolo e quando c’era riuscito manifestava una gioia quasi infantile», ricorda la sua biografa María Esther Vázquez. Impossibilitato a leggere e a scrivere da solo, Borges ha imperiosamente bisogno degli altri (sua madre, le sue amiche, la sua corte di ammiratori, i dipendenti della Biblioteca Nacional, della quale è stato nominato direttore, a titolo di risarcimento, dopo la Revolución Libertadora): ha bisogno della voce degli altri che leggono per lui, dell’udito degli altri che trascrivono quello che la sua voce ora comincia a dettare. È l’ultima grande svolta cui deve far fronte, un cambiamento i cui effetti si protrarranno fino alla sua morte e disegneranno, in un certo senso, l’immagine del Borges icona pop: lo scrittore pubblico, assimilato e venerato dal senso comune, sempre più noto alle masse, condannato a finire sui supplementi illustrati dei giornali, alla radio e in televisione, più che a essere letto. Come Gardel o Perón (due precedenti che certo lui non si sarebbe scelto come colleghi), Borges finisce per essere identificato con la sua voce. Diventa la sua voce, e condivide anche lui, in un certo senso, il peculiare destino musicale cui pare storicamente condannata una certa «argentinità».
Published May 3, 2019
Excerpted from Alan Pauls, Il fattore Borges, SUR, 2016
© SUR 2016
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In collaboration with L’AutoreInvisibile, Specimen dedicates a full Dossier to some of the writers and translators attending this unique, translation focused space. You will find here gathered a wide range of thoughts and reflections on literature, languages and translation by Enrique-Vila Matas, Juan Villoro, Jhumpa Lahiri, Alan Pauls, Fernando Savater, and Adrian Bravi, with an introduction by Laura Pugno. Check the program of the industry talks, curated by Ilide Carmignani at bit.ly/AutoreInvisibileSalTo19
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