El hombre sirena
Written in Spanish by Samanta Schweblin
Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre sirena mirarme desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigón, donde el agua todavía no llega a la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan hombre de la cintura para arriba, tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado, después tranquilamente hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá. Mi primer impulso es pararme. Pero sé que el tano, el dueño del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra. Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café, como si de un momento a otro hubiera optado por irme. El tano se acerca para ver que todo esté bien, insiste en que debo quedarme, que Daniel ya debe estar por llegar, que debo esperar. Le digo que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco pesos sobre la mesa, tomo mi cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre sirena, simplemente dejo el bar y camino en su dirección. Contra la idea que se tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, éste no solo es del otro sexo sino que es bastante pálido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza de brazos —las manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba—, y sonríe. Me parece un gesto demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando hacia él con tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estúpida. Pero ya es tarde para volver. Él espera a que yo me acerque y entonces dice:
— Hola.
Me detengo.
— ¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?
— Pensé que quizá… —no sé que decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas manos, colgando frente a mis rodillas, como una nena—, pensé que quizá necesitaba algo, como usted…
— Tuteame, preciosa —dice y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.
Miro sus piernas, o mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigón. Le paso la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pié contra el muelle y tomo la mano que vuelve a ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador. Pero el sol está alto y fuerte, y el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio, y para cuando me acomodo junto a él siento que la frescura de su cuerpo me llena de una felicidad vital. Me da vergüenza y me suelto. No sé que hacer con las manos. Sonrío. Él se arregla el pelo —tiene un jopo muy a lo americano— y pregunta si traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un solo pelo en todo el cuerpo, y llena de pequeñas aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos. Tiene los abdominales marcados, nunca vi una panza así.
— Podés tocarme —dice, acariciándose los abdominales—; no hay así en el centro ¿o sí?
Acerco una mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales también helados. Me tiene así algunos segundos, y después dice:
— Contame de vos —y me suelta con suavidad—. ¿Cómo va todo?
— Mamá está enferma, los médicos dicen que va a morirse pronto.
Miramos juntos el mar.
— Qué mal… —dice él.
— Pero ese no es el problema —digo—, el que me preocupa es Daniel. Daniel está mal y eso no ayuda.
— ¿Le cuesta asumir lo de su madre?
Asiento.
— ¿Son dos hermanos?
— Sí.
— Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo único y mi madre es muy absorbente.
— Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo permitirme emociones fuertes. Tengo un problema, acá, en el corazón; yo creo que es del corazón. Así que mantengo distancia. Por mi salud…
— ¿Y dónde está Daniel ahora?
— Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá. Tiene un gran problema con la organización de sus tiempos.
— ¿De qué signo es? ¿Leo?
— Tauro.
— ¡Uff! Qué signo.
— Tengo pastillas de menta —digo—, ¿querés?
Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.
— Está todo el día pensando de dónde va a sacar dinero para pagar esto, de dónde para lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dónde voy a estar, con quién…
— ¿Vive con tu madre?
— No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro espacio. Él considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomás me lo dice: —yo creo que es peligroso que una chica como vos viva sola—. Quiere pagarle a una mujer para que esté todo el día detrás mío. Por supuesto que nunca acepté.
Le paso una pastilla y tomo otra para mí.
— ¿Vivís por acá?
— Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho más seguro. Y se hace amigos por acá, habla con los vecinos, con el tano, quiere saber todo, controlar todo, es realmente insoportable.
— Mi padre era así.
— Sí, pero él no es papá. Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá-hermano si papá está muerto?
— Bueno, quizá sólo intenta cuidarte.
Me río pero sarcásticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo que él alcanza a darse cuenta.
— No, no. No se trata de cuidarme, es más complicado de lo que pensás.
Se queda mirándome. Tiene ojos celestes, muy claros.
— Contame.
— Ah, no. Creéme, no vale la pena: es un día hermoso.
— Por favor.
Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un ángel a punto de llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en las puntas y me roza los tobillos. Aunque son ásperas, las escamas no me lastiman, es una sensación agradable. Yo no digo nada, y las aletas se acercan cada vez más.
— Contame…
— Es que mamá… Ella no sólo está enferma: la verdad es que la pobre está totalmente loca…
Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por primera vez reparo en sus labios. ¿Serán también helados? Me toma de las manos, las besa y dice:
— ¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al cine, me encanta el cine.
Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como una bebida helada en pleno verano. No es sólo una sensación, es una experiencia reveladora, porque siento que ya nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle que lo amo: no todavía, debe pasar más tiempo, debemos hacer las cosas paso a paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero ya tomé una decisión, irrevocable, ya nada me separará de él. Yo, que toda la vida creí que se vive por un único amor, encontré al mío en el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira con sus ojos transparentes, y me dice:
— No sufras más, morocha, ya nadie va a hacerte daño.
Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida: es el auto de Daniel. Miro por sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va directo hacia el bar. No parece haberme visto.
— Ahora vuelvo —digo.
Me abraza, vuelve a besarme —te espero—, dice, y me presta su brazo como soga para que pueda bajar más cómoda.
Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el tano y me ve. Parece aliviarse.
— ¿Dónde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.
No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.
— Necesito hablarte —digo.
— Vamos al auto, hablamos en el auto.
Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me enerva, y salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.
— Soltame.
Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.
— Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.
— No voy a ningún lado, Daniel.
Daniel se detiene.
— Voy a quedarme acá —digo—, con el hombre sirena.
Se queda mirándome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. Él, hermoso y plateado sobre el muelle, levanta su brazo para saludarnos. Daniel, como si al fin saliera de su estupor, entra al auto y abre la puerta de mi lado. Entonces no sé qué hacer, y cuando no sé qué hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo, y me siento muy triste. Por eso pienso: es solo un hombre sirena, es solo un hombre sirena, mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañana, esperándome.
Published March 11, 2021
From Samanta Schweblin, Pájaros en la boca y otros cuentos, Literatura Random House, 2018
© Samanta Schweblin
L’homme sirène
Written in Spanish by Samanta Schweblin
Translated into French by Sarah Laberge-Mustad
Je suis assise au bar du port à attendre Daniel, quand je vois l’homme sirène me regarder depuis le quai. Il se trouve sur le premier bloc de béton, là où l’eau n’arrive pas encore, à une cinquantaine de mètres. Je mets du temps à le reconnaître, à comprendre ce qu’il est exactement, tellement homme de la ceinture à la tête, tellement sirène de la ceinture à la queue. Il regarde d’un côté, puis tranquillement de l’autre et regarde finalement de nouveau de mon côté. Ma première réaction est de me lever. Mais je sais que l’Italien, le propriétaire du bar, est un ami de Daniel et qu’il me surveille de derrière son comptoir. Je fais semblant de chercher la note du café parmi les choses sur la table, comme si j’étais sur le point de partir. L’Italien s’approche pour voir si tout va bien, insiste pour que je reste, Daniel doit être sur le point d’arriver, je dois attendre. Je lui dis de ne pas s’inquiéter, que je reviens tout de suite. Je laisse cinq pesos sur la table, prends mon sac et sors. Je n’ai pas de plan pour cet homme sirène, je quitte simplement le bar et marche dans sa direction. Contrairement à l’idée qu’on se fait des sirènes, belles et bronzées, celle-ci n’est pas seulement de l’autre sexe, mais aussi plutôt pâle. Pâle et baraqué, musclé. Quand il me voit, il croise les bras – les mains sous les aisselles, les pouces vers le haut – et sourit. Son geste me semble trop prétentieux pour un homme sirène, et je m’en veux de marcher vers lui avec tant de confiance, avec une telle envie, et je me sens stupide. Mais il est déjà trop tard pour faire demi-tour. Il attend que je m’approche et dit alors :
– Bonjour. »
Je m’arrête.
– Que fait une belle brunette si seule sur le quai ?
– J’ai pensé que peut-être… » Je ne sais pas quoi dire. Je laisse glisser mon sac, le retiens des deux mains, et le laisse pendre devant mes genoux, comme une petite fille. « J’ai pensé que j’avais peut-être besoin de quelque chose, comme vous… »
– Tutoie-moi, ma belle », dit-il et il me tend la main pour m’inviter à monter.
Je regarde ses jambes, ou plutôt sa queue brillante qui pend sur le béton. Je lui passe mon sac. Il le prend, le pose près de lui. Je pose un pied contre le quai et je prends la main qu’il m’offre à nouveau. Il a la peau glacée, comme du poisson congelé. Mais le soleil est haut et fort, le ciel d’un bleu intense et l’air sent le propre, et quand je m’installe contre lui, je sens que la fraîcheur de son corps me remplit d’un bonheur vital. Je suis gênée et je m’écarte. Je ne sais pas quoi faire de mes mains. Je souris. Il se remet les cheveux en place – il porte un toupet très à l’américaine – et demande si j’ai des cigarettes. Je lui dis que je ne fume pas. Il a la peau lisse, pas un seul cheveu sur tout le corps, et couverte de petites auréoles de poudre blanche, à peine visibles, peut-être formées par le sel. Il voit que je le regarde et se frotte un peu les bras pour les enlever. Ses abdominaux sont marqués, je n’ai jamais vu un ventre pareil.
– Tu peux me toucher », dit-il, en se caressant les abdominaux, « il n’y en a pas de pareils en ville, ou si ? »
J’approche une main, il me devance, l’emprisonne entre la sienne et ses abdominaux tout aussi glacés. Il me tient ainsi quelques secondes, puis dit :
– Parle-moi de toi », et il me lâche la main avec douceur, « comment vont les choses ? »
– Maman est malade, les médecins disent qu’elle va bientôt mourir. »
Nous regardons la mer ensemble.
– Que c’est triste… », dit-il.
– Mais le problème n’est pas là », dis-je, « celui qui m’inquiète, c’est Daniel. Daniel ne va pas bien et ça n’aide pas.
– Il a de la peine à accepter ce qui arrive à votre mère ? »
J’acquiesce.
– Vous êtes frère et sœur ?
– Oui.
– Au moins, vous pouvez vous partager les choses. Je suis fils unique et ma mère est très exclusive.
– Nous sommes deux, mais il fait tout. Je dois rester calme, je ne peux pas me permettre de fortes émotions. J’ai un problème, ici, au cœur, je crois que c’est au cœur. Alors je garde mes distances. Pour ma santé…
– Et où est Daniel maintenant ?
– Il n’est pas ponctuel. Il court toute la journée d’un bout à l’autre. Il a beaucoup de mal à organiser son temps.
– Quel est son signe ? Lion ?
– Taureau.
– Ouille, quel signe !
– J’ai des bonbons à la menthe », dis-je, « tu en veux ? »
Il dit oui et me passe mon sac qui est resté de son côté.
– Il passe sa journée à se demander où il va trouver l’argent pour payer ceci, pour payer cela. Il veut constamment savoir ce que je fais, où je vais, avec qui…
– Il vit avec ta mère ?
– Non. Maman est comme moi, nous sommes des femmes indépendantes et nous avons besoin de notre espace. Il pense que c’est dangereux que je vive seule. Il me le dit comme ça : “Je crois que c’est dangereux qu’une fille comme toi vive seule.” Il veut payer une femme pour me surveiller toute la journée. Je n’ai jamais accepté, bien sûr. »
Je lui donne un bonbon et j’en prends un autre pour moi.
– Tu vis par ici ?
– Il loue pour moi une petite maison, à quelques coins de rue d’ici, il croit que ce quartier est plus sûr. Et il se fait des amis ici, il parle avec les voisins, avec l’Italien, il veut tout savoir, tout contrôler, il est vraiment insupportable.
– Mon père était comme ça.
– Oui, mais il n’est pas Papa. Papa est mort. Pourquoi est-ce que je dois supporter un frère-papa, si Papa est mort ?
– Bon, peut-être qu’il essaie seulement de prendre soin de toi.
Je ris, mais mon rire est sarcastique. Son commentaire a presque gâché mon humeur, et je crois qu’il s’en rend compte.
– Non, non. Il ne s’agit pas de prendre soin de moi, c’est plus compliqué que tu le penses. »
Il me regarde fixement. Il a les yeux bleu ciel, très clairs.
– Raconte-moi.
– Oh, non. Crois-moi, ça n’en vaut pas la peine, c’est une journée magnifique.
– S’il te plaît. »
Il joint les paumes de ses mains et me supplie en faisant une drôle de moue, comme un ange sur le point de pleurer. Parfois, quand il me parle, le bout de sa nageoire argentée ondule un peu et m’effleure les chevilles. Bien qu’elles soient rugueuses, les écailles ne me font pas mal, c’est une sensation agréable. Je ne dis rien, et les nageoires se rapprochent de plus en plus.
– Raconte-moi… »
– C’est que Maman… Elle n’est pas seulement malade : la vérité, c’est que la pauvre est complètement folle… »
Je soupire et regarde le ciel. Le ciel bleu, absolu. Ensuite, nous nous regardons. Pour la première fois, je remarque ses lèvres. Seront-elles aussi glacées ? Il me prend la main, l’embrasse et dit :
– Penses-tu qu’on pourrait sortir ? Toi et moi, un de ces jours… On pourrait aller souper ou au cinéma, j’adore le cinéma. »
Je lui donne un baiser et sens le froid de sa bouche réveiller chaque cellule de mon corps, un peu comme une boisson glacée en plein été. Ce n’est pas juste une sensation, c’est une expérience révélatrice, parce que je sens que maintenant plus rien ne sera pareil. Je ne peux pas lui dire que je l’aime ; pas encore, plus de temps doit passer, nous devons faire les choses pas à pas. D’abord lui au cinéma, ensuite moi au fond de la mer. Mais j’ai déjà pris une décision, irrévocable. Plus rien ne me séparera de lui. Moi, qui ai cru toute ma vie qu’on ne vit qu’un seul amour, j’ai trouvé le mien sur le quai, près de la mer, et il me tient maintenant vraiment par la main et me regarde de ses yeux transparents et me dit :
– Ne souffre plus, belle brunette, plus personne ne te fera de mal. »
Un klaxon retentit au loin, dans la rue. Je le reconnais tout de suite : c’est la voiture de Daniel. Je regarde par-dessus l’épaule de mon homme sirène. Daniel descend rapidement et va directement vers le bar. Il ne semble pas m’avoir vue.
– Je reviens », dis-je.
Il me serre dans ses bras, m’embrasse encore. « Je t’attends », dit-il et il m’offre son bras en guise de corde pour que je puisse descendre plus facilement.
Je cours jusqu’au bar. Daniel parle avec l’Italien et me voit. Il semble soulagé.
– Où étais-tu ? Nous avions rendez-vous chez toi, pas au bar. »
Ce n’est pas vrai, mais je ne lui dis rien, cela n’a maintenant aucune importance.
– Je dois te parler », dis-je.
– Allons dans la voiture, on parlera dans la voiture. »
Il me prend le bras avec délicatesse mais aussi avec cette attitude paternelle qui m’énerve tellement, et nous sortons. La voiture se trouve à quelques mètres, pourtant, je m’arrête.
– Lâche-moi. »
Il me lâche, mais continue vers la voiture et ouvre la portière.
– Viens, il se fait tard. Le médecin va nous tuer.
– Je ne vais nulle part, Daniel. »
Daniel s’arrête.
– Je vais rester ici, dis-je, avec l’homme sirène. »
Il me regarde un moment. Je me retourne vers la mer. Lui, beau et argenté sur le quai, lève une main pour nous saluer. Daniel, comme s’il sortait enfin de sa stupeur, entre dans la voiture et ouvre la portière de mon côté. Alors, je ne sais pas quoi faire, et quand je ne sais pas quoi faire, le monde me semble un endroit terrible pour quelqu’un comme moi et je me sens très triste. C’est pourquoi je me mets à penser : ce n’est qu’un homme sirène, ce n’est qu’un homme sirène, tout en montant dans la voiture et en essayant de me calmer. Demain il sera peut-être de nouveau là, à m’attendre.
Published March 11, 2021
© Sarah Laberge-Mustad
Sono seduta al bar del porto ad aspettare Daniel, quando vedo l’uomo sirena che mi guarda dal molo. È seduto sul primo pilastro di cemento, dove l’acqua non arriva ancora alla spiaggia, a una cinquantina di metri da me. Ci metto un po’ a riconoscerlo, a capire che cosa sia esattamente, così uomo dalla vita in su, così sirena dalla vita in giù. Lui guarda da una parte, poi tranquillamente dall’altra, e alla fine si volta di nuovo verso di me. Il primo impulso è quello di alzarmi in piedi, ma so che l’Italiano, il padrone del bar, è amico di Daniel e mi sta tenendo d’occhio dal bancone. Faccio finta di niente e cerco lo scontrino sul tavolo. L’Italiano viene a chiedermi se va tutto bene, mi ripete che Daniel dovrebbe già essere qui, che devo aspettarlo. Gli dico di stare tranquillo, che torno subito. Lascio cinque pesos sul tavolino, prendo la borsa ed esco. Non ho un piano preciso riguardo all’uomo sirena, semplicemente esco dal bar e mi incammino verso di lui. Contrariamente a quel che si pensa delle sirene, belle e abbronzate, questo non solo è dell’altro sesso, ma è abbastanza pallido. Però è robusto, muscoloso. Quando mi vede incrocia le braccia – mani sotto le ascelle, i pollici in su – e sorride. Mi sembra un atteggiamento troppo spaccone per un uomo sirena e non so se faccio bene ad andare verso di lui così sicura, con tanta voglia di parlargli, e mi sento una stupida. Lui aspetta che mi avvicini – ormai è tardi per tornare indietro – e poi dice:
«Ciao».
Mi fermo.
«Cosa ci fa una bella moretta come te tutta sola sul molo?»
«Pensavo che magari…», non so cosa dire. Lascio cadere la borsa, la tengo con tutte e due le mani, appesa davanti alle mie ginocchia, «pensavo che magari aveva bisogno di qualcosa, dato che…»
«Dammi del tu, bellezza», dice, e mi tende la mano invitandomi a salire.
Gli guardo le gambe, o meglio, la coda scintillante che pende sul cemento. Gli passo la borsa. Lui la prende, la posa accanto a sé. Punto un piede contro il molo e prendo la mano che lui mi offre. Ha la pelle gelata, come un pesce uscito dal freezer. Ma il sole è alto e forte, e il cielo è di un azzurro intenso, e l’aria sa di pulito, e quando mi siedo vicino a lui sento che il fresco del suo corpo mi riempie di una felicità vitale. Mi vergogno e mi stacco. Non so cosa fare con le mani. Sorrido. Lui si sistema i capelli – ha un ciuffo molto americano – e mi chiede se ho delle sigarette. Dico che non fumo. Ha la pelle liscia, non un pelo in tutto il corpo, e piena di piccoli cerchi di polverina bianca, appena visibili, forse lasciati dal sale marino. Vede che lo guardo e se li scrolla un po’ dalle braccia. Ha gli addominali marcati, non ho mai visto un torace così.
«Puoi toccarmi» dice, accarezzandosi gli addominali, «in centro non se ne vede di roba così, o no?»
Avvicino una mano, e lui mi anticipa, la afferra e me la imprigiona contro i suoi addominali gelidi. Mi tiene così per qualche secondo e poi dice:
«Raccontami di te». E mi lascia andare dolcemente. «Come va la tua vita?»
«Mia madre è malata, i medici pensano che non ne avrà per molto».
Guardiamo insieme il mare.
«Che brutta cosa…», dice lui.
«Ma non è questo il problema», dico, «quello mi preoccupa è Daniel. Daniel sta male e questo non aiuta».
«Non riesce ad accettare la malattia di sua madre?»
Annuisco.
«Siete fratelli?»
«Sì».
«Almeno potete dividervi il peso. Io sono figlio unico e mia madre è molto impegnativa».
«Siamo in due ma fa tutto lui. Io ho bisogno di stare tranquilla, non posso permettermi emozioni forti. Ho un problema qui, al cuore; credo sia il cuore. Così mi tengo alla larga. Per la mia salute…»
«E dov’è Daniel adesso?»
«Non è mai puntuale. Corre tutto il giorno di qua e di là. Ha un grosso problema con la gestione del tempo».
«Di che segno è? Pesci?»
«Toro».
«Uh! Che segno».
«Ho delle caramelle alla menta», dico, «ne vuoi?»
Dice di sì e mi passa la borsa, che era rimasta dalla sua parte.
«Non fa altro che pensare a come tirerà fuori i soldi per pagare questo, per pagare quello. Vuole sempre sapere che cosa sto facendo, dove sono, con chi…»
«Abita con tua madre?»
«No, mia madre è come me, siamo due donne indipendenti e abbiamo bisogno dei nostri spazi. Lui è convinto che per me sia pericoloso vivere da sola. E me lo dice pure: “Credo che per una ragazza come te sia pericoloso vivere da sola”. Vuole pagare una signora perché mi stia dietro tutto il giorno. Ovviamente non ho mai accettato».
Gli passo una mentina e ne prendo una per me.
«Abiti da queste parti?»
«Lui mi ha preso in affitto una casetta a qualche isolato da qui: è convinto che questa zona sia molto più sicura. E si è fatto degli amici qui intorno, parla con i vicini, con l’Italiano, vuole sapere tutto, controllare tutto, è veramente insopportabile».
«Mio padre era così».
«Sì, però lui non è papà. Papà è morto. Perché devo sopportare un papà-fratello, se papà è morto?»
«Forse cerca solo di proteggerti».
Rido con sarcasmo. In realtà quello che ha detto rischia di rovinarmi l’umore, e credo che lui se ne accorga.
«No, no. Non si tratta di proteggermi, è più complicato di così».
Lui mi guarda. Ha gli occhi celesti, molto chiari.
«Raccontami».
«Ah, no. Credimi, non ne vale la pena: è una bella giornata».
«Per favore».
Unisce i palmi delle mani e mi prega con una smorfia buffa, come un angelo che sta per mettersi a piangere. Ogni tanto, mentre mi parla, la sua coda argentata ondeggia un po’ sulle punte e mi sfiora le caviglie. Anche se sono ruvide, le squame non mi fanno male, è una sensazione piacevole. Non dico niente, e le punte della sua coda si avvicinano sempre di più.
«Raccontami…»
«Il fatto è che la mamma… Non solo è malata: in realtà è completamente pazza, poverina…»
Sospiro e guardo il cielo. Il cielo azzurro, assoluto. Poi ci guardiamo. Per la prima volta noto le sue labbra. Saranno gelate anche quelle? Mi prende le mani, le bacia e dice:
«Credi che potremmo uscire insieme? Io e te, una sera di queste… Potremmo andare a cena, o al cinema, a me piace il cinema».
Gli do un bacio e sento il freddo della sua bocca risvegliare ogni cellula del mio corpo, come una bibita ghiacciata in piena estate. Non è solo una sensazione, è un’esperienza rivelatrice, perché so che niente sarà più come prima. Ma non posso dirgli che lo amo, non ancora, deve passare più tempo, dobbiamo fare le cose un passo dopo l’altro. Prima il cinema, e poi io in fondo al mare. Ma la decisione è presa, è irrevocabile. Io, che per tutta la vita ho pensato che si vive per un unico amore, ho trovato il mio sul molo, in riva al mare, e adesso lui mi prende apertamente per mano e mi guarda con i suoi occhi trasparenti, e mi dice:
«Non ci pensare, moretta, nessuno ti farà del male».
Suona un clacson lontano, dalla strada. Lo riconosco immediatamente: è la macchina di Daniel. Guardo da sopra la spalla del mio uomo sirena. Daniel scende velocissimo e si affretta verso il bar. Non sembra che mi abbia vista.
«Torno subito», dico.
Mi abbraccia, mi bacia di nuovo. «Ti aspetto», dice, mi porge il suo braccio come una fune perché io possa scendere più facilmente e mi allunga la borsa.
Corro verso il bar. Daniel sta parlando con l’Italiano e mi vede.
«Dov’eri? Dovevamo vederci da te, non al bar».
Non è vero, ma non dico niente, tanto adesso non importa.
«Ho bisogno di parlarti», dico.
«Andiamo in macchina, parliamo quando siamo in macchina».
Mi prende per un braccio, con delicatezza, ma con quel modo di fare paterno che mi dà tanto sui nervi, e usciamo dal bar. La macchina è a pochi metri, ma io mi fermo.
«Lasciami».
Mi lascia il braccio ma prosegue verso la macchina e apre la portiera.
«Andiamo, è tardi. Il medico ci ammazzerà».
«Io non vado da nessuna parte, Daniel».
Daniel si ferma.
«Io rimango qua», dico, «con l’uomo sirena».
Mi guarda interdetto per un attimo. Mi volto verso il mare. Lui, bello e argentato sul molo, alza un braccio per salutarci. Ma Daniel sale lo stesso in macchina e apre la portiera dalla mia parte. Allora non so cosa fare, e quando non so cosa fare trovo che il mondo sia un posto orribile per una persona come me e mi sento molto triste. Quindi penso: è solo un uomo sirena, è solo un uomo sirena, mentre salgo in macchina e cerco di calmarmi. Può darsi che domani sia di nuovo lì, ad aspettarmi.
Published March 11, 2021
From Samanta Schweblin, Pájaros en boca y otros cuentos, di prossima pubblicazione per edizioni SUR, nella traduzione di Maria Nicola
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