Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso

Written in Spanish by Juan Villoro

Add

A los cuatro años me encontré ante una disyuntiva que decidió mi vida. En el Colegio Alemán de la ciudad de México fui sometido a una prueba que no recuerdo pero que provocó que yo quedara en el Grupo A, es decir, en el de los alemanes. Durante nueve años sólo llevé una materia en español: Lengua Nacional. En las clases de matemáticas había que resolver problemas de este tipo: «La abuela de Udo tiene en el sótano de su casa cinco frascos de manzanas que cultivó en su huerta. Con ellos piensa hacer apfelstrudel. Si para cada pastel se requiere una manzana y media y en cada frasco hay quince, ¿cuántos puede hacer la abuela de Udo?» Además de las imposibles matemáticas, me desvelaban otros enigmas: en México las casas no tienen sótano y las abuelas no cultivan manzanas ni preparan apfelstrudel. La escuela logró que el conocimiento me pareciera una insuperable forma de la dificultad. Como mi primer idioma leído y escrito fue el alemán, saber algo significaba saberlo en extranjero. Esta educación extravagante tuvo dos resultados: nada me gusta tanto como el español y detesto cualquier idea reductora de la identidad nacional. 

El origen de mis padecimientos escolares se debió a una disposición del Colegio, acaso inducida por nuestra Secretaría de Educación Pública: evitar el racismo y la segregación en los salones. 

Debuté en las aulas del saber en 1960, cuando la Segunda Guerra Mundial todavía alimentaba las principales películas de acción. El Colegio Alemán había sido cerrado durante la contienda por su filiación nacionalsocialista, y se hablaba de un mítico sótano en el que se guardaban archivos del Tercer Reich. Como tantas escuelas bilingües, la nuestra siempre había tenido un grupo foráneo. Después de la guerra, el miedo al pangermanismo y el deseo de guardar las apariencias provocaron que en cada aula alemana hubiera dos o tres mexicanos capaces de garantizar la mezcla de culturas. Durante nueve años, mis malas calificaciones fueron toleradas por los maestros porque, a fin de cuentas, yo representaba a la sufrida raza vernácula que desconocía, no sólo el arte de transformar los sentimientos en apfelstrudel, sino las declinaciones del dativo y las frases con verbo al final. En ciertos días, los maestros me consultaban como si fuese un oráculo de las tradiciones populares: ¿tu abuela se frota mariguana en las piernas?, ¿es cierto que ustedes se ríen en los velorios?, ¿alguno de tus tíos saca su pistola en las fiestas y lanza tiros de alegría?, ¿por qué las sirvientas se van sin avisar, los policías piden limosna y los plomeros aciertan en el día pero no en el mes en que fueron llamados a una casa inundada? La vida tumultuosa, incomprensible y mexicana que rodeaba al Colegio llegaba en estas preguntas a los delegados folklóricos de cada salón. Con el tiempo, los temas aumentaron de complejidad: a los once años me sentí en la obligación no sólo de explicar sino de defender los sacrificios humanos de los aztecas. Puesto que yo representaba la otredad, nada podía beneficiarme tanto como las rarezas. Mientras más picaran nuestros chiles, mejor sonarían mis informes. Los maestros gozaban con las truculencias de su país de adopción. Su demanda de exotismo me hizo describir una patria exagerada, donde mis primos desayunaban tequila con pólvora, mis tías se encajaban espinas de agave para castigar sus malos pensamientos y sangraban por la casa, como si posaran para Frida Kahlo, mi abuelo era fusilado en la revolución y por todo legado dejaba el ojo de vidrio con el que yo jugaba a las canicas. 

«Ach so!», exclamaba el profesor al enterarse de que no había hecho la tarea porque pasé el día de muertos dedicado a comer una inmensa calavera de azúcar que llevaba mi nombre. Lo estrafalario siempre convencía. 

Los años en los que cumplí con las expectativas de la escuela me convirtieron en un autor del realismo mágico. Sin embargo, cuando empecé a escribir relatos no pensé que tuviera obligación de ser típicamente mexicano. De nueva cuenta, fue la mirada europea lo que me recordó la existencia de los patriotismos literarios. 

Los encuentros internacionales de escritores suelen ser una comedia de malentendidos culturales. En una ocasión participé en un congreso en Alemania y conocí a uno de los numerosos Helmuts que creen que América Latina es una oportunidad de ser gozosamente irresponsable. Lo primero que supimos de él fue que se había liberado de la condena europea de ser puntual. Nos hizo esperar una hora en el aeropuerto, a punto de desmayarnos por el jet-lag. En los siguientes cuatro días, Helmut nos convidó a deshoras un tequila japonés que venía en una botella en forma de pirámide y nos forzó a cantar «Cielito lindo» al final de cada reunión. De sobra está decir que hicimos el ridículo. A todas partes llegamos tarde, pero fuimos presentados por Helmut con un descaro desafiante, como si Europa nos debiera la invención del chocolate. Nuestro anfitrión estaba harto de los agravios sufridos por América Latina, esa selva insolada donde la cabeza sólo se soporta gracias a las aspirinas que vienen de Alemania. Cuando le dijimos que teníamos la vaga impresión de haber sido demasiado informales, nos vio con estudiado gesto guevarista y recordó que no teníamos por qué rendirle cuentas al racionalismo colonial. El público esperaba magia de nosotros. Con la mejor intención del mundo, Helmut convirtió nuestra estancia en un infierno en el que nos comportamos como los desmedidos personajes que yo inventaba en el Colegio Alemán. 

El exotismo existe para satisfacer la mirada ajena. Uno de los resultados más graves y más sutiles del eurocentrismo es que, en busca de lo «auténtico», privilegia lo pintoresco. No estamos ante los personajes de Kipling o Conrad donde lo blanco o lo occidental supera a lo aborigen, sino ante algo más complejo. En aras del respeto a la diversidad, ciertos discursos poscoloniales europeos incurren en un curioso fundamentalismo del folklor. Las novelas, las películas, los grabados y las instalaciones del Tercer Mundo se convierten en meros vehículos de identidad nacional. En esta perspectiva, los relatos de la otredad son significativos en tanto documentos: un argentino atrapado en un elevador o un boliviano deprimido en un Kentucky Fried Chicken sólo merecen tener historia si, de manera directa o simbólica, se relacionan con el rico arsenal de «lo latinoamericano», es decir, con las prenociones de diseño europeo. 

La «retórica de la culpa», como la llama Edward Said, ha provocado un peculiar viraje del eurocentrismo donde el respeto a lo otro pasa por nuevas y más complejas distorsiones. Viernes no se somete a Robinson sino que le vende chaquira y le enseña a meditar como un chamán. El aborigen no es un ser inferior, sino distinto. Sin embargo, está obligado a ser distinto en forma unívoca, como custodio y garante de la alteridad. No se espera que Viernes haga sumas y restas más precisas que las de Robinson, sino que lo adoctrine con saberes trascendentes, desconocidos, seductoramente prelógicos. El mito de Viernes sufre así una inversión antropológica: su superioridad se funda en la rareza. 

Atraídos por lo singular, numerosos espíritus bienpensantes desdeñan la ruta ilustrada de Alexander von Humboldt y se niegan a tocar con la razón un territorio que prefieren incomprensible. En nombre de la diversidad, América Latina es vista como un vivero del color local. En cambio, en Latinoamérica importa poco que un dibujante sueco refleje su condición escandinava en cada trazo. Desde un principio, estamos acostumbrados al arte que viaja y se mezcla; la geografía de nuestra imaginación supone por lo menos dos orillas: la cultura del origen y las muchas cosas venidas de lejos. 

Durante tres años trabajé en Berlín oriental como agregado cultural de mi país y en una ocasión recibí el encargo de organizar una muestra de serigrafías de Sebastián, quien se ha servido de la herencia de Josef Albers y la escuela Bauhaus. El director de la galería contempló los cuadros constructivistas con enorme escepticismo: «Me gustan, ¿pero qué tienen de mexicanos?», preguntó. En un arranque de desesperación, dije que los triángulos aludían al arco de las pirámides mayas; los rectángulos, a las grecas aztecas, y los colores, a las direcciones del cielo de la cosmogonía prehispánica. El curador cambió de opinión: Sebastián era un genio. 

Pero no sólo el eurocentrismo es responsable del folklor que sale de América Latina. Ante la demanda de un arte con legítimo pedigrí latino, ciertos artistas procuran ser propositivamente autóctonos. Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier no concibieron estrategia alguna para encandilar a la crítica extranjera; sus obras son el resultado natural de sus apuestas literarias. Cien años de soledad y Los pasos perdidos representan momentos culminantes del idioma y poderosas reinvenciones de la realidad. Nada sería tan mezquino como regatearles méritos. Sin embargo, es innegable que a la sombra de estas ceibas de fábula han florecido «plumas tutti-fruti» –para usar la expresión de Cabrera Infante– que desean repetir una fórmula de éxito, iluminar por números el desorbitado paisaje americano. La situación se presta para una farsa de las autenticidades cruzadas. En mi novela Materia dispuesta una compañía de teatro mexicana es invitada a una gira europea. Antes de la partida, el promotor hace una recomendación: para tener éxito en ultramar, deben lucir más mexicanos. Los actores caen en un vértigo de la identidad: ¿cómo pueden disfrazarse de sí mismos? El director contrata a unos percusionistas caribeños, que nada tienen de mexicanos pero que en Europa parecerán salvajemente oriundos, y los actores se someten a sesiones de bronceado para ser dignos representantes de la «raza de bronce». En un travestismo cultural, los actores de la novela integran una nueva tribu, de pieles infrarrojas, pigmentadas para no decepcionar a los extranjeros. Estamos ante la más absurda autenticidad artificial. 

Cada público tiene derecho a sus pasiones y nada sería tan arbitrario como proponer una tiranía del buen gusto. En un mundo que ha inventado formas de satisfacción que van de los cantos gregorianos a los calzones comestibles, no resulta particularmente escabroso que los lectores europeos pidan de América Latina generales que vivan ciento sesenta y ocho años, jaguares con ojos de jade o ninfas que levitan en los manglares. Lo grave es que la visión de conjunto de América Latina se someta a estas prenociones: el realismo mágico como explicación de un mundo que no conoce otra lógica. 

El contacto con América Latina no significa una amenaza directa para la ciudadela europea. Los peligros migratorios están en otras partes: los rusos que en el invierno de su descontento pueden esquiar de Moscú a Berlín, los árabes en busca de refugio y empleo, los chinos prósperos deseosos de conocer París y reservar medio millón de habitaciones. América Latina queda más lejos y llega en los cambiantes y coloridos envases de sus granos de café y sus discos de salsa. Esta lejanía hace que en el campo cultural satisfaga una curiosa necesidad del imaginario europeo: la utopía del atraso. Nada más sugerente en un mundo globalizado que una reservación donde se preservan costumbres remotas. Si los norteamericanos viajan a hoteles que les permiten sentir que Chichén Itzá es como Houston, pero con pirámides, los europeos suelen ser sibaritas de la autenticidad. Curiosamente, este apetito por lo original puede llevar a un hedonismo arqueológico, donde la miseria y la injusticia se convierten en formas del pintoresquismo. La selva común de las iguanas es vista como el fascinante hábitat de los dinosaurios, un Parque Jurásico que permite excursionar al pasado. 

Tanto en las guías de viaje que recomiendan no beber el agua de nuestras tuberías como en las superproducciones de Hollywood donde «el mexicano» es alguien de bigote ejemplar que se ríe mucho cuando mata a su mejor amigo, México semeja un parque de atracciones fuera del tiempo, un hirviente melting pot, ya olvidado por las naciones que sólo conocen las etnias y las razas por los anuncios de Benetton. 

Uno de los negocios más seguros del momento sería la construcción de una Disneylandia del rezago latino donde los visitantes conocieran dictadores, guerrilleros, narcotraficantes, militantes del único partido que duró setenta y un años en el poder, mujeres que se infartan al hacer el amor y resucitan con el aroma del sándalo, toreros que comen vidrio, niños que duermen en alcantarillas, adivinas que entran en trance para descubrir las cuentas suizas del presidente. 

Estamos ante un colonialismo de nuevo cuño, que no depende del dominio del espacio sino del tiempo. En el parque de atracciones latinoamericano, el pasado no es un componente histórico sino una determinación del presente. Anclados, fijos en su identidad, nuestros países surten de antiguallas a un continente que se reserva para sí los usos de la modernidad y del futuro. 

Conviene insistir en que la exigencia de una cultura que despida la turbadora fragancia de la guayaba no se basa en el egoísmo europeo sino en una peculiar distorsión de los «otros», en la necesidad de incluir una barbarie controlada en su imaginario. En El salvaje en el espejo, Roger Bartra estudia la función que en la Europa medieval desempeñó el mito del salvaje, el homúnculo cubierto de pelos y dominado por bajos instintos que animaba las novelas de caballería, el repertorio de los trovadores, los gobelinos donde aparecían princesas amenazadas, y que, por riguroso contraste, refrendaba la superioridad del hombre civilizado. De acuerdo con Bartra, el descubrimiento de América tuvo un efecto disolvente en esta tradición. Ante los «salvajes reales», no se requería de una figura de leyenda que amarrara doncellas de los árboles. El europeo podía medirse contra los incas o los aztecas. Con todos los matices del caso, es en esta línea donde se inscribe la sobrevaloración cultural del atraso latinoamericano. 

Durante nueve años salí de aprietos en el Colegio Alemán haciendo que las iguanas vulgares parecieran dinosaurios de feria. Mi infancia fue un país exótico por partida doble. Estaba preocupado por el apfelstrudel que sólo comía en la imaginación y por el folklor que debía garantizar en clase. No fue una enseñanza modelo, pero me dejó la certeza de que la única patria verdadera se asume sin posar para la mirada ajena. 

Published December 22, 2021
Excerpted from Juan Villoro, Efectos Personales, Anagrama, Barcellona 2001
© Juan Villoro, 2000
© Editorial Anagrama, S.A, 2001

Iguanas and Dinosaurs: Latin America as a Utopia of Backwardness

Written in Spanish by Juan Villoro


Translated into English by Ellen Jones

At the age of four, I reached a turning point that was to decide the course of the rest of my life. At the German School in Mexico City, I took a test that I don’t remember but whose results meant that I was to stay in Group A – which is to say, the German group. Over the next nine years I was taught only one subject in Spanish: Spanish itself, the national language. In maths classes I had to solve problems like the following: ‘Grandma Udo has five jars of apples in her basement that she grew in her orchard. She is thinking about making apfelstrudel. If she needs one and a half apples for each pastry and there are fifteen apples in each jar, how many pastries can Grandma Udo make?’ Besides the impossible maths, other mysteries kept me awake at night: in Mexico, houses don’t have basements and grandmothers don’t grow apples, nor do they make apfelstrudel. School succeeded in making the acquisition of knowledge seem insurmountably difficult. Since my first reading and writing language was German, knowing anything meant knowing it in a foreign language. This bizarre education had two consequences for me: it has meant I love nothing in the world more than I love Spanish, and that I abhor reductive understandings of national identity. 

My childhood suffering was brought on by a school rule, perhaps mandated by the then Secretary of Public Education, intended to avoid racism and segregation in the classroom. I made my debut in the hallowed halls of learning in 1960, when the Second World War was still thematic fodder for all major action films. The German School had been closed during the war because of its nationalist, socialist loyalties, and there was talk of a mythical basement housing archives from the Third Reich. Like many bilingual schools, ours had always included a group of foreigners. After the war, fear of pan-Germanism and the desire to keep up appearances meant every German class had to include a handful of Mexicans, to guarantee cultural mixing. For nine years teachers tolerated my poor marks because I represented the long-suffering vernacular race that was ignorant not only of the art of transforming sentiment into apfelstrudel but also of dative case noun declensions and verb-final constructions. Some days, teachers consulted me about popular traditions, as though I were an oracle: did your grandmother rub marijuana on her legs? Is it true that Mexicans laugh at funerals? Do you have an uncle who gets his gun out at parties to fire a couple of rounds in celebration? Why do domestic workers leave without notice, why do policemen take bribes, and why do plumbers get the day right but not the month in which they’re called to a flooded house? All the tumultuous, incomprehensible, Mexican life surrounding the school arrived in the form of these questions, directed at each classroom’s local colour delegation. With time, the topics became more complex: when I was eleven, I felt obliged not only to explain but to defend the human sacrifices made by the Aztecs. Seeing as I represented the ‘other’, being strange could only be of benefit to me. The spicier our chiles, the better my native informant’s reports sounded. The teachers took pleasure in the gruesomeness of their adopted country. Their demand for the exotic led me to describe an exaggerated homeland where my cousins had tequila and gunpowder for breakfast; where my aunts stabbed themselves with agave spines as punishment for thinking bad thoughts and bled all over the house like they were posing for Frida Kahlo; and where my grandfather was shot in the revolution, bequeathing me only his glass eye, which I often used in games of marbles. 

Ach so!’ exclaimed a teacher when he found out I hadn’t done the homework because I had spent Day of the Dead eating an immense sugar skull with my name on it. The more outlandish, the more convincing I was. 

Those years of trying to live up to the school’s expectations forced me to become a magic realist author. And yet, when I started writing stories, I didn’t think I was under any obligation to be typically Mexican. Once again, it was the European gaze that reminded me of the existence of literary patriotism. 

International writers’ conferences tend to be comedies of cultural misunderstanding. On one occasion I took part in an event in Germany where I met one of the many men named Helmut who believe Latin America is an opportunity to take pleasure in being irresponsible. The first thing we learned about him was that he had liberated himself from the European dictate of punctuality. He made us wait an hour at the airport, faint from jetlag. Over the next four days, Helmut treated us to a Japanese tequila that arrived in the wee hours in a bottle shaped like a pyramid, and forced us to sing ‘Cielito lindo’ at the end of every meeting. We obliged and thus, needless to say, made fools of ourselves. We arrived late to everything, but Helmut introduced us defiantly, daringly, as though Europe owed the invention of chocolate to us. Our host was fed up with the insults suffered by Latin America, that sunstruck jungle where headaches are only borne thanks to aspirin brought over from Germany. When we told him we had the vague sense that we’d been too informal, he looked at us with a studied expression designed to recall Che Guevara and reminded us that we didn’t owe colonial rationalism anything. That the audience expected magic from us. Despite the best will in the world, Helmut turned our trip into a nightmare in which we behaved like the overblown characters I had invented while enrolled at the German School. 

Exoticism exists to satisfy the gaze of the other. One of the most serious and subtle consequences of Eurocentrism is that the search for authenticity leads to a love of the picturesque. These aren’t Kipling or Conrad characters for whom anything white or western trumps all things Indigenous, but rather something more complex. In the name of respect for diversity, certain European postcolonial discourses fall into a strange kind of folkloric fundamentalism. Novels, films, recordings and exhibitions from the Third World become nothing more than vehicles for national identity. From this perspective, stories about otherness are meaningful insofar as they are documents, but an Argentine trapped in an elevator or a depressed Bolivian in a KFC only deserves a history if, in either a direct or symbolic way, they have a connection with the rich arsenal of ‘Latin Americanness’ – in other words, with preconceived notions dreamt up by Europeans. 

The ‘rhetoric of guilt’, as Edward Said calls it, has prompted a strange turn in Eurocentrism whereby respect for the other is distorted in new and even more complex ways. Friday doesn’t submit to Robinson but rather sells him chaquira beadwork and teaches him shamanic meditation. Indigenous people are not inferior beings, just different ones. However, they can only be different in a univocal way, as custodians and guarantors of alterity. We don’t expect Friday to add and subtract better than Robinson does, but to indoctrinate him in transcendental, mysterious, seductively prelogical knowledge. The myth of Friday thus undergoes an anthropological inversion: his superiority depends on his strangeness. 

Attracted by the unique, many self-righteous souls disdain Alexander von Humboldt’s path of enlightenment and refuse to apply reason to a territory they prefer to remain incomprehensible. In the name of diversity, Latin America is seen as a breeding ground for local colour. Meanwhile, in Latin America nobody cares much whether a Swedish artist’s Scandinavianness is reflected in their every brushstroke. From infancy, we are used to seeing art that travels and mixes; the geography of our imagination assumes at least two shores: a culture of origin and the many things that come from far away. 

For three years I worked in East Berlin as Mexican cultural attaché and was at some point tasked with organising an exhibition of screen prints by Sebastián, who draws on the legacy of Josef Albers and the Bauhaus school. The gallery director looked at his constructivist pieces with withering scepticism: “I like them, but isn’t there anything Mexican about them?” he asked. In desperation, I said that the triangles symbolised Mayan pyramids; the rectangles the Aztec step fret, and the colours heavenly mandates in pre-Hispanic cosmogony. The curator changed his mind: Sebastián was a genius. 

But Eurocentrism is not only responsible for all the folklore emerging from Latin America. Faced with the demand for art with legitimate Latin American pedigree, some artists deliberately try to appear autochthonous. It’s not that Gabriel García Márquez and Alejo Carpentier put together a strategy to dazzle foreign critics; their work was the natural result of their literary risk-taking. One Hundred Years of Solitude and The Lost Steps represent the culmination of their linguistic experimentation, of their powerful reinventions of reality, and nothing would be more churlish than to begrudge them their merits. That said, it cannot be denied that in the shadow of these fabulous ceibas we find, to use Cabrera Infante’s expression, a blossoming of ‘tutti-frutti feathers’ wanting to repeat a successful formula, to paint the extravagant American landscape by numbers. The situation lends itself to a farcical mix of authenticities. In my novel Material dispuesta, a Mexican theatre company is invited on a European tour. Before they set off, their publicist makes a recommendation: to ensure they are successful overseas, they should try to appear more Mexican. The actors fall into an identity-driven frenzy: how do we disguise ourselves as ourselves? The director hires some Caribbean percussionists who have nothing to do with Mexico but who will seem wildly native in Europe, and the actors are made to acquire tans in order to appear worthy representatives of the ‘bronze race’. In an act of cultural transvestism, the actors in the novel form a new tribe with infrared, pigmented skins, so as not to disappoint the foreigners. It is the most absurdly artificial authenticity

Every audience has a right to its passions and nothing would be more arbitrary than to propose a tyranny of good taste. In a world that has invented forms of satisfaction that range from Gregorian chants to edible underwear, it turns out it’s not actually that ludicrous for European readers to ask that Latin America give them generals who live to 168 years old, jaguars with jade eyes and nymphs levitating in the mangroves. The problem is that the overall view of Latin America is subjected to these preconceived ideas: magic realism as an explanation of a world that knows no other logic. 

Contact with Latin America doesn’t imply a direct threat to the European fortress. The dangers of migration are elsewhere: Russians who in the winter of their discontent can ski from Moscow to Berlin, Arabs in search of shelter and employment, well-off Chinese eager to see Paris and reserve half a million hotel rooms. Latin America is further away, arriving in the varied, colourful packaging of its coffee beans and salsa records. That remoteness means that in terms of culture it satisfies a curious need in the European imaginary: the utopia of backwardness. There is nothing more suggestive in a globalized world than a protected area where remote customs are preserved. While US Americans stay in hotels in Chichén Itzá that allow them to feel like they’re in Houston but with pyramids, Europeans tend to be connoisseurs of authenticity. Strangely, this appetite for originality can lead to a kind of archaeological hedonism, where poverty and injustice become picturesque. A jungle full of ordinary iguanas is seen as a fascinating dinosaur habitat, a Jurassic Park that allows you to travel back in time. 

Both in travel guides that recommend you don’t drink our tap water and in Hollywood blockbusters where ‘the Mexican’ has an exemplary moustache and laughs a lot as he kills his best friend, Mexico resembles an anachronistic theme park, a melting pot on the boil, already forgotten by nations whose only reminder of race and ethnicity are Benetton adverts. 

A sure-fire business opportunity these days would be to construct a Disneyland of Latin American backwardness where visitors could meet dictators, guerrilla fighters, drug traffickers, members of the only party that’s ever had 71 years in power, women who have heart attacks when they make love and are resurrected by the smell of sandalwood, glass-eating bull-fighters, children who sleep in sewers, fortune-tellers who enter into a trance to find out the president’s Swiss bank account details. 

This is a new kind of colonialism that thrives on dominating not space but time. In the Latin American theme park, the past is not historical; rather, it determines the present. Anchored, fixed in their identities, our countries supply antiquities to a continent that reserves modernity and the future for its own exclusive use.

It’s worth insisting that the demand for a culture that gives off the alarming smell of guava does not derive from European selfishness but from a peculiar distortion of ‘others’; from the need for the European imaginary to include a controlled form of barbarity. In El salvaje en el espejo, Roger Bartra studies the myth of the savage in medieval Europe, that hairy homunculus dominated by base instincts that animates chivalric romances, the repertoires of troubadours, and Gobelins tapestries depicting princesses under threat, and that, through sharp contrast, underscored the superiority of civilised Europeans. I agree with Bartra: the discovery of America had the effect of dissolving this tradition. When faced with ‘real savages’, a legendary figure who tied maidens to trees ceased to be necessary. Europeans could measure themselves against the Incas or the Aztecs now. Nuanced as this issue is, it’s here that we can register the cultural overvaluing of Latin American backwardness. 

For nine years I got myself out of trouble at the German School by making ordinary iguanas looked like theme park dinosaurs. My childhood was a doubly exotic country. I was concerned by apfelstrudel, which I only ever ate in my imagination, and by the folklore I was required to bring to the classroom. It wasn’t a model education, but it left me convinced that you’ll never manage to depict your homeland unless you stop posing for foreigners. 

Published December 22, 2021
© Juan Villoro, 2000
© Specimen 2021

Leguane und Dinosaurier: Lateinamerika als Utopie der Rückständigkeit

Written in Spanish by Juan Villoro


Translated into German by Susanne Lange

Im Alter von vier Jahren stand ich in meinem Leben an einem wichtigen Scheideweg. Im Colegio Alemán, der deutschen Schule in Mexiko-Stadt, unterzog man mich einer Prüfung, an die ich mich nicht mehr genau erinnere, die jedoch zur Folge hatte, dass man mich der Gruppe A zuteilte, der deutschen. Neun Jahre lang hatte ich nur in einem Fach Unterricht auf Spanisch: in Landessprache. In den Mathestunden mussten Aufgaben folgender Art gelöst werden: “Udos Großmutter hat in ihrem Keller fünf Körbe mit Äpfeln, die sie in ihrem Garten geerntet hat. Damit möchte sie einen Apfelstrudel backen. Wenn man für einen Strudel eineinhalb Äpfel braucht und sich in jedem Korb fünfzehn Äpfel befinden, wie viele Strudel kann Udos Großmutter backen?” Nicht nur solch unlösbare Rechenaufgaben quälten mich, sondern zusätzliche Rätsel: In Mexiko besitzen weder die Häuser einen Keller noch ernten Großmütter Äpfel in ihren Gärten oder backen Apfelstrudel. Die Schule brachte es fertig, Kenntnisse als unüberwindbare Hürde erscheinen zu lassen. Da ich zuerst auf Deutsch lesen und schreiben lernte, war jedes Wissen für mich ein fremdsprachiges. Diese sonderbare Schulbildung hatte zweierlei zur Folge: Nichts liebe ich mehr als das Spanische, und nichts verabscheue ich mehr als ein verengtes Bild der nationalen Identität.

Die Leiden meines Schulalltags waren auf eine Maxime des Colegio Alemán zurückzuführen, die vielleicht das Bildungsministerium ausgegeben hatte: Vermeidung von Rassismus und Abgrenzung im Klassenzimmer.

Als ich 1960 in die Hallen des Wissens einzog, lieferte immer noch der zweite Weltkrieg den bevorzugten Stoff der Action-Filme. Das Colegio Alemán war wegen seiner nationalsozialistischen Verbindungen während des Krieges geschlossen worden, und die Legende eines Kellers machte die Runde, in dem angeblich Archive des Dritten Reichs gelagert waren. Wie in vielen zweisprachigen Schulen hatte es auch in der unseren zunächst eine rein ausländische Gruppe gegeben. Nach dem Krieg griff die Furcht vor dem Pangermanismus um sich, und um den Schein zu wahren, musste es in jedem deutschen Klassenzimmer zwei oder drei Mexikaner geben, die die kulturelle Vielfalt gewährleisten sollten. Neun Jahre lang fanden sich die Lehrer mit meinen schlechten Noten ab, denn letzten Endes war ich ein Vertreter des leidgeprüften einheimischen Volkes, das nicht wusste, wie man Gefühle in Apfelstrudel verwandelte, ja nicht einmal, wie man den Dativ bildete und die Sätze mit Verb am Ende. An manchen Tagen befragten mich die Lehrer, als wäre ich ein Orakel der Volksbräuche: Reibt sich deine Großmutter die Beine mit Marihuana ein? Stimmt es, dass es auf euren Totenwachen lustig zugeht? Zieht einer deiner Onkel bei Festlichkeiten die Pistole und feuert Freudenschüsse in die Luft? Warum verschwinden eure Dienstmädchen plötzlich auf Nimmerwiedersehen, warum betteln die Polizisten um Almosen, warum kommen die Klempner bei Rohrbruch zwar am vereinbarten Wochentag, aber in einem anderen Monat? Das wilde, unbegreifliche mexikanische Leben, das das Colegio umtoste, erreichte über diese Fragen den Folklore-Abgeordneten in jedem Klassenzimmer. Mit der Zeit wurden die Themen komplexer: Im Alter von elf sah ich mich nicht nur verpflichtet, die aztekischen Menschenopfer zu erklären, sondern sie zu verteidigen. Da ich das Andersartige repräsentierte, war mir nichts so sehr von Nutzen wie Kuriositäten. Je schärfer unsere Chilis desto besser für meine Schulberichte. Die Lehrer genossen die Schauergeschichten über ihre Wahlheimat. Ihr Verlangen nach Exotik ließ mich ein übertiebenes Bild meines Landes zeichnen, in dem meine Cousins zum Frühstück Tequila mit Schießpulver tranken, meine Tanten sich als Strafe für schlechte Gedanken mit Agavendornen spickten und blutend durchs Haus liefen, als wollten sie für Frida Kahlo posieren, und mein Großvater während der Revolution standrechtlich erschossen worden war und uns nichts als sein Glasauge vermacht hatte, mit dem ich Murmeln spielte.

Ach so!”, rief der Lehrer, als er sah, dass ich ohne Hausaufgaben gekommen war, weil ich Allerseelen damit verbracht hatte, einen riesigen Totenkopf aus Zucker zu verspeisen, der meinen Namen trug. Skurriles überzeugte immer.

Während der Jahre, in denen ich die Erwartungen der Schule erfüllte, wurde ich zu einem Autor des magischen Realismus. Doch als ich anfing, selbst Erzählungen zu schreiben, kam es mir nicht in den Sinn, typisch mexikanisch sein zu müssen. Und wieder war es der europäische Blick, der mir in Erinnerung rief, dass es literarischen Patriotismus gab.

Internationale Schriftstellertreffen sind gewöhnlich eine Komödie kultureller Missverständnisse. Als ich einmal an einem Kongress in Deutschland teilnahm, lernte ich einen der zahllosen Helmuts kennen, für die Lateinamerika die Chance bedeutet, ihre Lust an der Unverantwortlichkeit auszuleben. Als Erstes erfuhren wir von ihm, dass er das europäische Joch der Pünktlichkeit abgeschüttelt hatte. Er ließ uns eine Stunde am Flughafen warten, bis wir wegen des Jetlags beinahe in Ohnmacht fielen. Während der folgenden vier Tage bedachte uns Helmut zu den unmöglichsten Zeiten mit japanischem Tequila aus einer pyramidenförmigen Flasche und zwang uns, am Ende einer jeden Zusammenkunft Cielito lindo zu singen. Es versteht sich von selbst, dass wir uns gründlich lächerlich machten. Überall kamen wir zu spät, aber Helmut stellte uns mit herausforderndem Trotz vor, als stünde Europa wegen der Erfindung der Schokolade noch immer in unserer Schuld. Unser Gastgeber war all das Unrecht leid, das Lateinamerika erlitten hatte, dieser Urwald unter brennender Sonne, wo man seinen Kopf nur mit Hilfe von deutschem Aspirin tragen kann. Als wir ihm sagten, wir hätten das unbestimmte Gefühl, recht unhöflich gewesen zu sein, musterte er uns mit einstudierter Ché-Guevara-Miene und erinnerte daran, dass wir dem kolonialen Rationalismus keinerlei Rechenschaft schuldig seien. Das Publikum erwartete Magisches von uns. So gut er es auch meinte, Helmut machte uns den Aufenthalt zu einer Hölle, in der wir uns genauso aufführten wie die grotesken Figuren, die ich im Colegio Alemán erfunden hatte.

Das Exotische soll den fremden Blick befriedigen. Es ist eine der bedenklichsten, subtilsten Erscheinungen des Eurozentrismus, dass er auf der Suche nach dem “Authentischen” dem Pittoresken den Vorzug gibt. Dabei haben wir es nicht mit Figuren von Kipling oder Conrad zu tun, bei denen das Weiße oder Westliche dem Eingeborenen überlegen ist, sondern der Fall liegt komplizierter. Vor lauter Respekt vor der Verschiedenartigkeit kippt der postkoloniale Diskurs in Europa bisweilen in einen merkwürdigen Fundamentalismus der Folklore. Die Romane, Filme, Illustrationen und Installationen der Dritten Welt werden zu einem bloßen Vehikel der nationalen Identität. In diesem Licht sind die Erzählungen über das Andersartige nur als Dokument von Bedeutung und ihre Handlungsstränge nichts als Archive des Volkstümlichen: Ein Argentinier, der im Fahrstuhl stecken bleibt, oder ein Bolivianer, der sich in einem Kentucky Fried Chicken in Depressionen ergeht, sind nur eine Geschichte wert, wenn sie sich direkt oder symbolisch mit dem reichen Repertoire des “Lateinamerikanischen” in Verbindung bringen lässt, das heißt, mit den vorgefassten Urteilen europäischen Zuschnitts.

Die “Rhetorik der Schuld”, wie es Edward Said nennt, hat dem Eurozentrismus eine eigentümliche Wendung gegeben, wobei sich der Respekt vor dem anderen nun in neuen, komplexeren Verrenkungen ausdrückt. Freitag unterwirft sich Robinson nicht, sondern er verkauft ihm bunte Glasperlen und bringt ihm bei, wie ein Schamane zu meditieren. Der Eingeborene ist jetzt kein niedrigeres Wesen mehr, sondern ein anderes. Aber er muss auf eindeutige Art anders sein, als Hüter und Garant der Unterschiedlichkeit. Man erwartet nicht von Freitag, dass er genauer addiert und subtrahiert als Robinson, sondern dass er ihn mit transzendentalen, neuen, verführerisch prälogischen Weisheiten belehrt. Der Mythos von Freitag erfährt somit eine anthropologische Umkehrung: Das Absonderliche an ihm macht seine Überlegenheit aus.

Vom Eigentümlichen angezogen, verschmähen zahllose Geister mit den besten Absichten Alexander von Humboldts Weg der Aufklärung und weigern sich, über die Vernunft ein Territorium zu betreten, das ihnen lieber unverständlich bleibt. Im Namen der Diversität wird ihnen Lateinamerika zu einem Freigehege für Lokalkolorit. In Lateinamerika spielt es dagegen kaum eine Rolle, ob ein schwedischer Zeichner mit jedem Strich seine skandinavische Eigenart verwirklicht. Von jeher sind wir an eine Kunst gewohnt, die auf Reisen geht und sich vermischt. Die Geographie unserer Vorstellungswelt hat mindestens zwei Ufer: die Ursprungskultur und all das, was von weither dazugekommen ist.

Drei Jahre lang war ich Kulturattaché meines Landes in Ostberlin und sollte dort auch eine Ausstellung mit Siebdrucken von Sebastián organisieren, ein Mexikaner in der Tradition von Josef Albers und des Bauhaus. Der Leiter der Galerie warf einen höchst skeptischen Blick auf die konstruktivistischen Bilder: “Sie gefallen mir schon, aber wo ist das Mexikanische?”, fragte er. In einem Anfall von Verzweiflung erzählte ich ihm, die Dreiecke spielten auf den Bogen der Maya-Pyramiden an, die Rechtecke auf die aztekischen Ornamente und die Farben auf die verschiedenen Himmelsrichtungen der prähispanischen Kosmogonie. Der Kurator änderte unverzüglich seine Meinung: Sebastián war ein Genie.

Aber der Eurozentrismus ist nicht allein verantwortlich für die Folklore aus Lateinamerika. Angesichts der Nachfrage nach Kunst und Literatur mit lupenreinem Latino-Stammbaum geben manche sich extra urwüchsig. Gabriel García Márquez und Alejo Carpentier hatten sich keinerlei Strategie zurechtgelegt, um die ausländische Kritik zu begeistern; ihre Werke sind das natürliche Ergebnis ihrer literarischen Ideen. Hundert Jahre Einsamkeit und Die verlorenen Spuren sind Höhepunkte unserer Sprachkultur, überwältigende Neuerfindungen der Wirklichkeit. Nichts wäre erbärmlicher als ihnen ihre Verdienste abzusprechen. Dennoch ist es nicht von der Hand zu weisen, dass im Schatten dieser phantastischen Kapokbäume “Tutti-frutti-Federn” gewachsen sind – um einen Ausdruck von Cabrera Infante zu benutzen –, die ein Erfolgsrezept wiederholen und die ausufernde amerikanische Landschaft in einem Malen-nach-Zahlen abbilden wollen. Eine Situation, die sich für eine Farce über gekreuzte Authentizitäten eignet. In meinem Roman Das Spiel der sieben Fehler wird eine mexikanische Theatertruppe zu einer Europatournee eingeladen. Vor ihrer Abfahrt gibt der Manager ihnen eine Empfehlung mit auf den Weg: Um jenseits des Atlantiks Erfolg zu haben, müssten sie noch mexikanischer wirken. Die Schauspieler stürzen in den schwindelerregenden Abgrund der Identität: Wie können sie sich als sie selbst verkleiden? Der Regisseur engagiert ein paar karibische Trommler, die rein gar nichts Mexikanisches an sich haben, in Europa jedoch immer den Eindruck einheimischer Wildheit vermitteln, und die Schauspieler legen sich unter die Höhensonne, um als würdige Repräsentanten des “bronzehäutigen Volkes” auftreten zu können. In einer Art kultureller Travestie gründen die Schauspieler einen neuen Stamm, die Infrarothäute, gebräunt, um die Fremden nicht zu enttäuschen. Die absurdeste Form künstlicher Authentizität.

Jedes Publikum hat ein Recht auf seine Leidenschaften, und nichts wäre willkürlicher als eine Tyrannei des guten Geschmacks errichten zu wollen. In einer Welt, die zu ihrer Befriedigung die ganze Palette vom gregorianischen Gesang bis zu essbaren Slips aufgeboten hat, ist es nicht unbedingt verwerflich, wenn europäische Leser von Lateinamerika hundertachtundsechzigjährige Generäle, Jaguare mit Jadeaugen oder über Mangrovensümpfen schwebende Nymphen verlangen. Schlimm ist jedoch, dass sich das Bild ganz Lateinamerikas solch vorgefassten Vorstellungen unterwerfen soll: Der magische Realismus als Erklärung einer Welt, der jede andere Logik fremd ist.

Der Kontakt zu Lateinamerika stellt für die Festung Europa keine unmittelbare Bedrohung dar. Gefährliche Migrationen lauern anderswo: bei den Russen, die sich im Winter ihres Missvergnügens auf Skiern von Moskau nach Berlin aufmachen könnten, bei den Arabern, die auf der Suche nach Asyl und Arbeit sind, bei den wohlhabenden Chinesen, die Paris kennenlernen wollen und eine halbe Million Hotelzimmer buchen. Lateinamerika liegt weitab und dringt nur in Form der schillernd bunten Verpackungen seiner Kaffeebohnen und seiner Salsa-CDs nach Europa. Eben diese Ferne befriedigt auf kulturellem Gebiet ein sonderbares Bedürfnis der europäischen Vorstellungswelt: die Utopie der Rückständigkeit. In einer globalisierten Welt ist nichts verführerischer als ein Reservat, in dem ferne Bräuche bewahrt werden. Während die Nordamerikaner Hotels suchen, die ihnen das Gefühl vermitteln, dass Chichén Itzá genauso aussieht wie Houston, nur mit Pyramiden, schwelgen die Europäer meist im Authentischen. Merkwürdigerweise kann diese Lust nach dem Ursprünglichen in einen archäologischen Hedonismus umschlagen, bei dem Elend und Ungerechtigkeit zu Formen des Pittoresken werden. Der gewöhnliche Urwald der Leguane wird zum faszinierenden Habitat der Dinosaurier, ein Jurassic Park, der Ausflüge in die Vergangenheit ermöglicht.

Sowohl in den Reiseführern, die vom Trinken unseres Leitungswassers abraten, wie in Hollywoods Großproduktionen, in denen “der Mexikaner” mit mustergültigem Schnurrbart sich halb tot lacht, wenn er seinen besten Freund umbringt, gleicht Mexiko einem aus der Zeit gefallenen Vergnügungspark, einem brodelnden melting pot, vergessen von all den Ländern, die andere Ethnien und Völker nur noch von der Benetton-Reklame kennen.

Ein bombensicheres Geschäft wäre im Augenblick ein Disneyland der Latino-Rückständigkeit, in dem die Besucher Diktatoren zu sehen bekämen, Guerilleros, Drogenhändler, Aktivisten der einzigen Partei, die einundsiebzig Jahre lang an der Macht war, Frauen, die beim Lieben einen Herzinfarkt bekommen und durch Sandelholzduft wieder zum Leben erweckt werden, Toreros, die Glas essen, Kinder, die in Abwasserkanälen schlafen, oder Wahrsagerinnen, die in Trance fallen, um die Schweizer Nummernkonten des Präsidenten zu knacken.

Wir haben es hier mit einem Kolonialismus neuer Prägung zu tun, der keinen Raum mehr besetzt, sondern die Zeit. In Lateinamerikas Themenpark ist die Vergangenheit nicht mehr Geschichte, sondern entscheidender Bestandteil der Gegenwart. Unsere Länder, fest in ihrer Identität verankert, versorgen einen Kontinent mit altem Plunder, der Moderne und Zukunft sich selbst vorbehält.

Wohlgemerkt geht der Anspruch, eine Kultur solle den verwirrenden Duft der Guayave ausströmen, nicht auf den europäischen Egoismus zurück, sondern auf eine eigenartige Verzerrung der „anderen“, auf das Bedürfnis, seiner Vorstellungswelt eine kontrollierte Barbarei einzuverleiben. In Der Wilde im Spiegel untersucht der Anthropologe Roger Bartra, was für eine Funktion im Europa des Mittelalters der Mythos des Wilden hatte, der haarige, von niederen Instinkten beherrschte Homunkulus, der die Ritterromane belebte, das Repertoire der Minnesänger, die Gobelins mit ihren bedrohten Prinzessinnen, und der durch den scharfen Kontrast die Überlegenheit des zivilisierten Menschen hervorhob. Nach Meinung Bartras zersetzte die Entdeckung Amerikas diese Tradition. Angesichts der “echten Wilden” benötigte man keine Legendengestalt mehr, die Jungfrauen an Bäume fesselte. Der Europäer konnte sich nun mit Inkas und Azteken messen. Bei allen Unterschieden schreibt sich die kulturelle Überbewertung der Rückständigkeit Lateinamerikas in diese Entwicklungslinie ein.

Neun Jahre lang half ich mir im Colegio Alemán aus der Klemme, indem ich gewöhnliche Leguane zu Jahrmarktsdinosauriern machte. Meine Kindheit war ein doppelt exotisches Land. Mich beschäftigte der Apfelstrudel, den ich nur in der Phantasie aß, und zugleich die Folklore, die ich in der Klasse zu liefern hatte. Keine mustergültige Schulbildung, aber sie vermittelte mir die Gewissheit, dass man sich die wirkliche Heimat nur aneignet, wenn man nicht für den fremden Blick posiert.

Published December 22, 2021
© Juan Villoro, 2000
© Specimen 2021


Other
Languages
Spanish
English
German

Your
Tools
Close Language
Close Language
Add Bookmark