From La parte inventada
Written in Spanish by Rodrigo Fresán
Aquí viene entonces. Corriendo. Respirando por la boca, por el esfuerzo. Como si no estuviese de pie y moviéndose, sino sentado e inmóvil. Aunque, lo mismo, de pie y moviéndose. Como se sentiría, más adelante, sosteniendo cualquiera de sus muchas novelas favoritas. Con los ojos muy abiertos y con uno de esos libros que, con el paso veloz del tiempo, con el correr del tiempo, de entrada, te imponen el peaje de aprenderlo todo de nuevo: un flamante juego de reglas y, ya se advirtió, una respiración propia cuyo ritmo hay que asimilar y seguir si lo que se quiere es arribar a la orilla de la última página.
Y esa playa, inmortal, lleva milenios allí; pero tiene apenas unos pocos años (tantos años como los de El Niño) de ser reconocida como playa por los mortales, de figurar en guías de bañistas y de gente a la que le gusta tenderse para cambiar de color y de humor, bajo ese sol que alguna vez fue reloj preciso o deidad ardiente para quienes lo miraban y adoraban. La playa es, entonces, una de esas playas entre prehistóricas y futuristas. Allí no hay tiempo, no hay nada, no hay nombre. No hay ningún cartel que diga «Esto es una playa». No existe señal alguna que la bautice con nombres poco originales como «Nueva Atlántida» o «Punta Sirenas» o «Mar Dulce». Lo suyo es, apenas, el apellido del pueblo más cercano que se corresponde con el de un prócer independentista de tercera clase. Aun así, los padres de El Niño, sintiéndose colonos y fundadores, insisten en llamarla La Garoupe, remitiéndose así a otra playa para connoisseurs y a otra pareja exclusiva y tan inspiradora para ellos. Una y otra –playa famosa, pareja célebre, fantaseando con que sus distantes pero poderosas radiaciones los alcancen a ellos, a los padres de El Niño– lejanas en el tiempo y en el espacio y en el conocimiento de El Niño, que ya llegará a ellos y a ella, en una posible novela; pero a no adelantarse, a no correr demasiado rápido y tan lejos. Ahora, esta playa como una de esas playas en la que, tal vez, ustedes jamás estuvieron pero que, seguro, alguna vez dibujaron cuando, lo siento, ustedes eran chicos y no niños. Una zona blanca y horizontal, pero nunca recta y firme. Un sol amarillo ahí arriba. Unos golpes de azul de ultramar para el cielo y de azul cielo para el agua ultramarina. Pero no. Éste no es un azul conocido y pantoneizado y atrapado por la madera de lápices o el metal de pomos de óleo. Es un azul antiguo, un azul que nada tiene que ver con el azul con el que los niños pintan cielo o agua ni con el azul perfecto de los mejor rankeados dioses indios. Ese azul es algo que está ahí desde siempre y, aun así, para El Niño, la sensación de que todo eso –como el mantel de una mesa– se tiende todas las mañanas y se recoge todas las noches, como si se tratase de una escenografía que vuelve a montarse con cada amanecer. Una de esas playas que –de poder subir o bajar su temperatura a voluntad– podría ser tanto un desierto africano como una estepa siberiana. Aquí, el mar ni siquiera es mar: es la desembocadura de un río en el mar.El agua no es dulce ni salada ni –lo ve recién ahora, de cerca– azul ni marrón. La playa es blanca y salvaje y es el mediodía, la hora exacta en la que todo pierde su sombra y gana cuerpo. Y es el momento en que El Niño luminoso al que muchos adultos le adjudican un carácter más bien sombrío corre desde los médanos, que no son muchos ni muy grandes. Todo, hasta donde alcanza la vista, parece como petrificado en el instante exacto de un f lash. Una postal de pupilas rojas a revelar sin apuro. Hay un barranco de piedras y más arriba un bosque profundo, sí. Pero la playa es angosta y parece acabarse casi enseguida. Más que una playa es el boceto de una playa, o de algo que alguien prefirió dejar inconcluso luego de pensarlo un poco o de no pensarlo demasiado, de irse a mirar otra vista a pintar.
Así que El Niño corre primero sobre la arena caliente (tan sólo dos o tres metros de arena gruesa, como de piedras y caracoles molidos por la marea de los siglos y, sí, más paréntesis, disculpas, y nada que perdonar) y el dolor curiosamente disfrutable en la planta de los pies le hace correr más rápido y correr más raro. Correr como –ya se dijo– corren los niños, como casi desarmándose. El Niño no grita pero todo su cuerpo se sacude como un grito, como un grito mudo, hasta alcanzar la arena húmeda de la orilla y calmar allí sus pies y el dolor ha tenido sentido para poder disfrutar de este alivio de ese dolor. «Puedo entender perfectamente por qué los niños adoran la arena», escribió tiempo atrás un filósofo que El Niño leerá tiempo después; pero, aun así, El Niño ya está completamente de acuerdo con él.
Este niño –ahora que lo vemos más de cerca, ahora que llevamos viéndolo por unos minutos– es, en realidad, contrario a lo que pensamos en un principio: es un niño inquietantemente quieto. Le gusta estar inmóvil, le gusta moverse por el solo placer de detenerse. Le gusta quedarse largos ratos mirando fijo el fuego o el agua (más adelante, El Niño jamás podrá precisar, a pesar de ya no ser un niño, si el agua y el fuego son entidades u organismos vegetales, minerales o animales; tampoco le conformarán del todo las explicaciones y definiciones que con los años le ofrezcan al respecto) y le gusta, de pronto, como atravesado por la f lecha de un deseo, cargado de tensa energía, ponerse de pie y salir corriendo en cualquier dirección para así sentir la alegría enérgica de ir cansándose hasta alcanzar ese punto donde sólo queda pararse, detenerse.
Por eso, ahora corre. Corre como ese Correcaminos al que el Coyote no puede dejar de perseguir; porque ese Correcaminos, al que nunca alcanzará, es, después de todo y antes que nada, lo único que se mueve en ese panorama de líneas mínimas y desérticas. Y ese Correcaminos es lo que le obliga al Coyote a moverse. A El Niño le gusta pensarse correcaminos y que detrás de él vienen, mucho más despacio, dos jóvenes coyotes adultos, un hombre y una mujer, el padre y la madre, sin dudas.
El padre y la madre no tienen fuerza, o tienen el tipo de fuerza –débil, poca, decreciente, minúscula– que tienen los padres en el ecuador de unas largas vacaciones. De ahí que no sean Los Padres y que, desde su paternidad, se sientan reducidos, jibarizados como si un ente parásito y alien les estuviese absorbiendo su vitalidad. El padre y la madre no persiguen a El Niño. El padre y la madre son, más bien, arrastrados por El Niño. El padre y la madre arrastran los pies, y una canasta de mimbre, y una sombrilla, y toallas, y sus propios cuerpos. El padre y la madre son arrastrados por El Niño. Como si fuese él quien los llevase, enlazados, tirando de ellos, estrangulados por una soga invisible y ya imposible de cortar, rodeando sus cuellos. No es que el padre y la madre hayan intentado cortarla, pero tampoco es que no hayan pensado muchas veces en cómo sería cortarla. Y de este modo –¡presto!– volver mágicamente al pasado, a esas otras playas en las que El Niño no existía a no ser como una fantasía cómoda y egoísta. El padre y la madre regresan allí, cada vez más lejos, a El Niño apenas como una idea en la que se pensaba de tanto en tanto. Una idea a disfrutar por un rato y que luego, enseguida, se guardaba bajo llave (una de esas llaves que nunca encuentras cuando la buscas y que parecen haberse vuelto invisibles con la ayuda de un par de paréntesis) en los cajones de un más o menos posible futuro, siempre adelante o, por lo menos, en un futuro lateral, en la posible variación de un posible futuro. Con eso, aunque jamás lo confiesen, sueñan todos los padres y las madres del universo cuando cierran los ojos. Justo entonces. Ahí. Antes de dormirse para soñar en cualquier otra cosa, en caídas libres, en desnudos en público, en greatest hits de la pesadilla comunal. Pero primero algo así como los avances de una película que ya nunca se estrenará. Y que trata de cómo era no ser padres y madres. De cómo era lo de despertarse en un planeta en el que nadie descansaba –pero sin dejar de agitarse y de hacer ruidos– en la habitación de al lado. De esos tiempos en que se acostaban tarde o ni siquiera se acostaban.Tiempos en los que la mañana siguiente para ellos continuaba siendo una especie de continuación luminosa de la noche donde, antes de derrumbarse, compraban el periódico recién hecho y se sentaban a desayunar en un bar y se leían en voz alta y enamorada cosas como que un grupo de científicos con mucho tiempo libre (con tanto tiempo libre como ellos) había llegado a la conclusión de que, milenios atrás, los hijos eran siempre muy parecidos físicamente a sus padres. Ésta era la manera genética y narcisista, argumentaban, gracias a la cual la especie había garantizado su supervivencia: los seres primitivos cuidan mejor y quieren más y no dejan tirado por cualquier parte a aquello que más les recuerda a sí mismos. Ahora ya no tanto, ahora ya no hace tanta falta, parece: el parecido entre padres e hijos ha disminuido mucho estadísticamente porque los seres humanos se quieren más o fingen mejor que se quieren o se sienten cultural y sociológicamente obligados a ello. Y así El Niño no se parece en nada a sus padres. Y de acuerdo, lugar común, vista cansada: no puedes escoger a tus padres. Pero también es verdad que los padres tampoco pueden escoger a sus hijos. Y cabe preguntarse si estos dos, de haber podido acceder a otros modelos, habrían escogido a ese uno. O si este uno hubiera escogido a esos dos. Y cómo fue en primer lugar que los padres se escogieron entre ellos: ¿se sentían idénticos o complementarios o veían en el otro lo que querían que el otro viese en ellos? Haya sido lo que haya sido, ahora entienden –aunque no se atrevan a decirlo abiertamente– que todo fue un malentendido. Un espejismo disfrazado de oasis. Ahora el efecto ya ha pasado y lo único que queda de él no es su recuerdo sino la certeza de que ya pasó lo que les pasaba. Lo que sienten ahora es que lo que los une es, tal vez, lo que menos les gusta de sí mismos reflejado en y por el otro en el cristal no de un favorecedor espejo sino de una implacable lente de aumento a la que todo le parece elemental, mi querido. Y que El Niño no es otra cosa que la resultante de esa de pronto muy precisa distorsión. Algo realmente irreal. Algo que, por momentos, les parece como la resaca de un sueño que ya se olvida en el acto mismo de intentar recordarlo. Algo que fue pero no es posible que haya sido. Y hay veces en que los sueños de él se cruzan con los sueños de ellos y se produce un raro fenómeno: El Niño sueña que corre por la playa sin ellos y el padre y la madre sueñan que corren por la playa sin él. Y unos y otro son tan felices. Aunque a la mañana siguiente comprendan que ya no pueden vivir solos; que todavía, aunque cada vez menos, se necesitan; que ya nada ni nadie puede o podrá separarlos y deshacer el nudo de sus vidas.
Published November 22, 2020
Excerpted from Rodrigo Fresán, La parte inventada, Penguin Random House, 2014
© Rodrigo Fresán, 2014
From La parte inventata
Written in Spanish by Rodrigo Fresán
Translated into Italian by Giulia Zavagna
Eccolo che arriva. Corre, respirando con la bocca, per lo sforzo. Come se non fosse in piedi e in movimento, ma seduto e immobile. E comunque in piedi e in movimento. La stessa sensazione che avrebbe provato, anni dopo, leggendo uno qualunque dei suoi molti romanzi preferiti. Gli occhi spalancati, immersi in uno di quei libri che, con il veloce passare del tempo, con il correre del tempo, da subito, ti impongono il pedaggio di imparare tutto daccapo: un gioco con regole tutte nuove e – siete stati avvertiti – una respirazione propria il cui ritmo va assimilato e seguito se l’obiettivo è raggiungere la riva dell’ultima pagina.
Immortale, quella spiaggia è lì da millenni; ma solo da pochi anni (tanti quanti ne ha Il Bambino) è stata riconosciuta come spiaggia dai comuni mortali, e appare nelle guide per bagnanti e gente a cui piace stendersi per cambiare colore e umore, sotto quel sole che un tempo era un orologio preciso o una divinità ardente per coloro che lo ammiravano e adoravano. Si tratta quindi di una di quelle spiagge tra il preistorico e il futurista. Una spiaggia senza tempo, senza nulla, senza nome. Nessun cartello che dica: «Questa è una spiaggia». Nessuna indicazione che la battezzi con nomi poco originali come «Nuova Atlantide» o «Punta Sirena» o «Dolce Mare». Semplicemente, si chiama come il paese più vicino, vale a dire come un eroe indipendentista di terza categoria. E nonostante questo i genitori del Bambino, sentendosi coloni e fondatori, insistono a chiamarla La Garoupe, facendo così riferimento a un’altra spiaggia per connoisseurs e a un’altra coppia esclusiva e di grande ispirazione per loro. L’una e l’altra – spiaggia famosa, coppia celebre, le cui distanti ma poderose radiazioni fanno sognare i genitori del Bambino, che vorrebbero esserne raggiunti – lontane nel tempo e nello spazio e nella consapevolezza del Bambino, che vi arriverà, a loro e alla spiaggia, in un possibile romanzo; ma non precipitiamoci, non corriamo troppo velocemente né troppo lontano. Ora, immaginate questa spiaggia come una di quelle spiagge dove, forse, non siete mai stati ma che senz’altro avete disegnato almeno una volta, quando, spiace dirlo, anche voi eravate piccoli e non bambini. Una zona bianca e orizzontale, ma mai retta e precisa. Un sole giallo in alto. Dei tocchi di blu oltremare per il cielo e di azzurro cielo per l’acqua del mare, ma no. Questo non è un azzurro conosciuto e pantonizzato e intrappolato nel legno delle matite o nel metallo dei tubetti di pittura a olio. È un azzurro antico, un azzurro che non ha niente a che vedere con l’azzurro con cui i bambini disegnano il cielo o l’acqua né con l’azzurro perfetto delle divinità indiane più in voga. Quell’azzurro è lì da sempre, eppure Il Bambino ha la sensazione che si stenda ogni mattina e si ritiri ogni sera – come una tovaglia su un tavolo –, quasi si trattasse di una scenografia che occorre rimontare tutti i giorni. Una di quelle spiagge che – se fosse possibile alzare o abbassare la temperatura a piacimento – potrebbero essere sia un deserto africano sia una steppa siberiana. Qui, il mare non è nemmeno mare: è lo sbocco di un fiume nel mare. L’acqua non è dolce né salata, né blu – lo vede solo ora, da vicino – né marrone. La spiaggia è bianca e selvaggia ed è mezzogiorno, l’ora esatta in cui tutto perde la propria ombra e guadagna una forma. Ed è il momento in cui Il Bambino luminoso al quale molti adulti attribuiscono un carattere piuttosto cupo corre sbucando dalle dune, che non sono molte né molto alte. Tutto, fin dove arriva lo sguardo, sembra come pietrificato nell’istante esatto di un flash. Una cartolina dalle pupille rosse da sviluppare senza fretta. C’è una discesa pietrosa e più in su un bosco fitto, sì. Ma la spiaggia è angusta e sembra finisca quasi subito. Più che una spiaggia è il bozzetto di una spiaggia, o di qualcosa che qualcuno ha preferito lasciare inconcluso dopo averci pensato un po’ o non troppo, per andarsene a cercare un altro panorama da dipingere.
Quindi Il Bambino corre prima sulla sabbia bollente (sono solo due o tre metri di sabbia spessa, sassolini e conchiglie tritati dalla marea dei secoli e sì, altre parentesi, scusate, non c’è nulla da perdonare) e il dolore curiosamente piacevole sulla pianta dei piedi lo fa correre più velocemente e in modo ancor più strano. Correre – si è già detto – come corrono i bambini, quasi come se si smontassero. Il Bambino non grida ma tutto il suo corpo si scuote come un grido, come un grido muto, fino a raggiungere la sabbia umida della riva e lì calmare finalmente i piedi e il dolore, a cui il piacere del sollievo dà così un senso. «Posso ben comprendere perché ai bambini piaccia tanto la sabbia», scrisse tempo fa un filosofo che Il Bambino leggerà tempo dopo; eppure, nonostante questo, Il Bambino è già completamente d’accordo con lui.
Questo bambino – ora che lo vediamo più da vicino, ora che lo stiamo guardando da qualche minuto – è, in realtà, l’opposto di quello che abbiamo pensato in un primo momento: è un bambino inquietantemente quieto. Gli piace stare immobile, gli piace muoversi solo per il gusto di fermarsi. Gli piace starsene a lungo a fissare il fuoco o l’acqua (più avanti, nonostante non sia più un bambino da un pezzo, Il Bambino non saprà mai dire con certezza se l’acqua e il fuoco sono entità o organismi vegetali, minerali o animali; né si accontenterà del tutto delle spiegazioni e definizioni che negli anni gli offriranno al riguardo) e gli piace alzarsi in piedi di colpo, come fosse attraversato dalla freccia di un desiderio, carico di tesa energia, e scappare di corsa in qualsiasi direzione per provare così l’esuberante gioia di stancarsi poco a poco fino a raggiungere quel punto in cui non si può far altro che fermarsi, arrestarsi.
Per questo, ora corre. Corre come Beep Beep, incessantemente inseguito dal Coyote; perché Beep Beep, che il Coyote mai raggiungerà, è – dopotutto e prima di tutto – l’unica cosa che si muove in quel panorama di linee minime e desertiche. È lui che obbliga il Coyote a muoversi. E al Bambino piace pensarsi nei panni dello struzzo corridore e immaginare che dietro di lui arrivino, molto più lentamente, due giovani coyote adulti, un uomo e una donna, suo padre e sua madre, senza dubbio.
Il padre e la madre non hanno forza, o hanno il genere di forza – debole, poca, minuscola, in declino – tipica dei genitori all’equatore di una lunga vacanza. Per questo non sono I Genitori e anzi, da quando sono genitori si sentono ridotti, menomati come se un’entità parassita e aliena gli stesse succhiando via tutta la vitalità. Il padre e la madre non inseguono Il Bambino. Il padre e la madre sono, piuttosto, trascinati dal Bambino. Il padre e la madre trascinano i piedi, e una cesta di vimini, e un ombrellone, e dei teli, e i loro stessi corpi. Il padre e la madre sono trascinati dal Bambino. Come se fosse lui a condurli, a tirarli, al guinzaglio, strangolati da una corda invisibile e ormai impossibile da tagliare, che gli circonda il collo. Non è che il padre e la madre abbiano mai provato a tagliarla davvero, ma non è nemmeno che non abbiano pensato molte volte a come sarebbe tagliarla. E così – presto! – tornare magicamente al passato, a quelle altre spiagge in cui Il Bambino non esisteva se non come fantasia comoda ed egoista. Così il padre e la madre tornano, sempre più lontano, al Bambino come a un’idea alla quale si pensava di tanto in tanto. Un’idea da godersi per un po’ e che poi, subito, si chiudeva sotto chiave (una di quelle chiavi che non si trovano mai quando uno le cerca e che sembrano diventare invisibili con l’aiuto di un paio di parentesi) nel cassetto di un più o meno possibile futuro, sempre di là da venire o, perlomeno, un futuro laterale, nella possibile variazione di un possibile futuro. Sebbene non lo confessino mai, questo è il sogno di tutti i padri e le madri dell’universo quando chiudono gli occhi. Proprio lì. In quell’istante. Prima di addormentarsi per poi sognare qualsiasi altra cosa, cadute libere, girare nudi in pubblico, il greatest hits degli incubi più comuni. Prima di tutto questo, qualcosa di simile al trailer di un film che non uscirà mai. E che parla di com’era non essere padri e madri. Di com’era svegliarsi su un pianeta in cui nessuno riposava – senza mai smettere di agitarsi e fare rumore – nella stanza accanto. Di quei tempi in cui andavano a letto tardi o non dormivano affatto. Tempi in cui la mattina dopo per loro era ancora una sorta di luminoso prolungamento della notte precedente quando, prima di crollare a letto, compravano il giornale fresco di stampa e si sedevano a fare colazione in un bar e si leggevano l’un l’altra a voce alta e innamorata cose tipo la storia di un gruppo di scienziati con molto tempo libero (tanto quanto ne avevano loro) che era arrivato alla conclusione che, millenni prima, i figli erano sempre fisicamente molto simili ai loro genitori. Si trattava di una strategia genetica e narcisistica, argomentavano, grazie alla quale la specie garantiva la propria sopravvivenza: gli individui primitivi si prendono meglio cura dei loro simili, amano di più e non abbandonano ciò che più gli ricorda loro stessi. Ormai non è più così, sembra che ormai non ce ne sia più così tanto bisogno: la somiglianza tra genitori e figli statisticamente è diminuita molto perché gli esseri umani si amano di più o fingono meglio di amarsi o si sentono culturalmente e sociologicamente obbligati a farlo. E così Il Bambino non assomiglia affatto ai suoi genitori. E d’accordo, è un luogo comune, sentito e risentito: i figli non possono scegliere i propri genitori. Ma è altrettanto vero che nemmeno i genitori possono scegliere i propri figli. E vale la pena di chiedersi se questi due, avendo la possibilità di accedere ad altri modelli, avrebbero scelto quell’uno. O se quest’uno avrebbe scelto quei due. E in primo luogo com’è successo che i genitori si scegliessero tra loro: si sentivano identici o complementari o vedevano nell’altro quel che desideravano l’altro vedesse in loro? Comunque sia andata, ora capiscono – sebbene non osino dirlo apertamente – che è stato tutto un malinteso. Un miraggio mascherato da oasi. Ora l’effetto è svanito e quel che ne resta non è il suo ricordo ma la certezza che ciò che provavano non lo provano più. Hanno l’impressione che a unirli ora sia, forse, quel che meno amano di sé stessi riflesso nell’altro e dall’altro, non nel vetro di uno specchio poco lusinghiero, ma attraverso un’implacabile lente d’ingrandimento, sotto la quale tutto appare elementare, mio caro. E che Il Bambino non sia altro che il risultato di quella distorsione, d’improvviso molto precisa. Qualcosa di realmente irreale. Qualcosa che, a tratti, gli sembra come la risacca di un sogno, che si dimentica nell’atto stesso di provare a ricordarlo. Qualcosa che è stato ma che non è possibile che sia stato. E a volte capita che i sogni di lui si incrocino con i sogni dei genitori e si produca uno strano fenomeno: Il Bambino sogna di correre sulla spiaggia senza di loro e il padre e la madre sognano di correre sulla spiaggia senza di lui. E gli uni e l’altro sono così felici. Anche se la mattina dopo capiscono che ormai non possono vivere da soli; che hanno ancora bisogno – benché sempre meno – gli uni degli altri; che ormai niente e nessuno può o potrà separarli e disfare il nodo delle loro vite.
Published November 22, 2020
Excerpted from Rodrigo Fresán, La parte inventata, LiberAria Editrice, 2019
© Rodrigo Fresán, 2014
© LiberAria, 2010
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The Babel-Laboratorio Formentini Prize 2020 has been awarded to Silvia Manzio for the translation of Fran Ross’ Oreo (SUR, 2020). Congratulations to Silvia and her fellow finalists: Cristina Dozio for Ogni volta che prendo il volo by Youssef Fadel (Brioschi, 2019), and Giulia Zavagna for La parte inventata by Rodrigo Fresán (LiberAria, 2019).
The Babel-Laboratorio Formentini Prize, awarded every two years to a young literary translator into Italian worthy of attention, has a budget of 3,000 euros + a residence at the Translation House Looren.
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