La peor parte
Written in Spanish by Rodrigo Rey Rosa
A todos, menos a ella, les dije que me iba, y me he quedado. Burlar al guardia de migración fue bastante fácil. Un golpe en la frente para significar el olvido y un brusco recordar; un discurso falso acerca de ciertas pastillas.
—Apúrese —me dijo el guardia—, lo va a dejar el avión.
De vuelta en casa, tomé un baño de agua muy caliente, como suelo hacer después de un viaje largo, pensando en las maletas llenas de ropa y libros que se alejaban sobre el mar.
Mientras cenaba, le dije a María Luisa:
—No vayas a olvidarte de que estoy de viaje, de que no estoy para nadie. Esto que ves es una aparición.
Respondió sonriéndose.
Aquella noche, cuatro personas dejaron mensajes en mi contestador. Mi amigo Felipe Otero, a las seis y media, la hora de vuelo: «Acabo de enterarme de que te ibas, al regresar del lago. Si no te has ido, llámame. O buen viaje». Unos minutos más tarde, el carpintero, para decirme que unos muebles que le había encargado no estarían listos hasta dentro de un mes. A las siete, Alegría: «¿Mariano? ¿Es verdad que te fuiste? Escribe». Y a las nueve: «¿Señor Milián?» Una voz desconocida, y un largo silencio. Ésa no era la voz que pronunció las amenazas, pero me causó un ligero escalofrío.
Me mudé a la habitación del fondo, donde tengo la música.
Soy persona más bien sedentaria, de modo que todo esto, aparte de las dudas y el temor, no me contrariaba. Mi casa es bastante grande.
Los primeros días los pasé entre ratos de lectura y ratos de música, con intervalos de paseos entre los muros de mi habitación. Mi principal inquietud, lo que de cuando en cuando interrumpía mi concentración, era el teléfono, cuyos sonidos llegaban a mí desde el fondo del corredor. María Luisa solía tardar en responder, y yo me acercaba a la puerta y la entreabría para escuchar.
—No —decía ella—. Se fue de viaje. No sé cuándo volverá.
Un domingo temprano por la tarde, sin embargo, dijo: «Sí». Y comenzó a hablar en mopán, el dialecto de su tierra. Fue una conversación larga. A eso de las cinco, sin decirme nada, salió a la calle. No volvió hasta las diez.
A la mañana siguiente, cuando me trajo el desayuno, le pregunté adónde había ido. Se encogió de hombros y dijo:
—A pasear.
No quise hacer más preguntas.
Al día siguiente hubo una llamada para mí, de un banco extranjero. Y otra para ella, que volvió a seguirse de una larga conversación en mopán. Esta vez, cuando María Luisa colgó, yo cerré mi puerta con bastante ruido. Oí un débil chasquido de protesta, y los pies descalzos que se alejaban rechinando por el parqué recién lustrado.
—¿Quién te llamó? —le pregunté más tarde, cuando me trajo un refresco que no le había pedido.
No le agradó la pregunta, pero contestó:
—Mi novio. Ahora que le he dicho que usted no estaba, insiste en verme más a menudo.
—Está bien. ¿Es aquel muchacho de Ux Ben Ha?
—No. Es otro.
Esta información la recibí con una sensación de abatimiento.—
Felicitaciones —dije con voz apagada.
María Luisa se sonrió de una manera poco natural.
—No me felicite —dijo—. A éste no lo quiero. Lo tengo por necesidad.
A las cinco y media sonó el timbre del portón. Oí a María Luisa salir a la terraza, y la puerta que se cerraba. Poco después, salí de mi cuarto y fui hasta la sala para observar por los ventanales al hombre que la visitaba. No tenía aspecto de indígena. Cuando él comenzó a abrazarla, volví a mi cuarto. Sentía una curiosa mezcla de indignación y celos.
Es interesante observar cómo todo, hasta cierto punto al menos, es puramente mecánico. Un cambio físico, un cambio de perspectiva, altera no sólo la forma de ver, sino la forma de pensar y de sentir. El hecho de estar aquí encerrado, y el hecho de que María Luisa sea la única persona a quien veo y con quien puedo conversar, ¿a qué me han reducido?
Me gustaría saber qué quiso decir el otro día con la palabra «necesidad». ¿Dinero? ¿Desahogo sexual?
Es sumamente alarmante que el hombre no sea un indígena. No puede serlo, con ese aspecto. ¿Por qué hablan en mopán?
A la hora de la cena la interrogué:
—¿De dónde es tu nuevo novio, si no es indiscreción?
—De Cuilapa.
—¿Y habla tu idioma?
—Sí. Vivió en Santa Cruz algún tiempo, y allí tuvo que aprenderlo.
—Es maravilloso —le dije, y logré sonreír ampliamente—.Un oriental que habla mopán. ¿Y lo habla bien?
—Bastante bien —contestó con cierto orgullo.
—Yo también sé unas palabras de mopán —y pronuncié algunas—. Me gustaría aprender más.
Al día siguiente fui a la biblioteca, que está en el primer piso. Tomé un diccionario comparado de las lenguas mayas y una gramática kekchí, que no guarda gran parecido con la del mopán.
María Luisa viste siempre impecablemente: falda de corte a cuadros, huipil blanco, calado, con finos bordados alrededor del cuello y en las mangas.
—Po, es luna —me dijo—. Poqos, polvo.
—¿Cómo traducirías la palabra romántico?
—Tx’i ish, o peekesh —respondió, después de reflexionar un momento.
Según el diccionario, estos dos términos equivalen a sentimental, y pueden estar relacionados con la palabra perro —shwiit en aguacateco, pek en mopán.
He observado también que tanto el diccionario comparado como el glosario de la gramática kekchí desconocen las palabras mal y malo. Ki significa bueno en mopán. Algo está a punto de ocurrir, o está ocurriendo ya, algo que podría alterar el curso de mi vida. ¿Es un cambio de curso la consecuencia de un cambio de perspectiva? Querer aprender mopán es querer entrar en otro mundo. Es cierto que en el exterior existe una amenaza real; pero eso ya apenas me importa. Estoy dispuesto a marcharme verdaderamente, pero no al extranjero, sino al interior.
Le dije a María Luisa, cuando me trajo la cena:
—Quiero ir a vivir un tiempo en Blue Creek.
Una sonrisa recatada.
—¿En verdad?
—No puedo seguir viviendo así —miré a mi alrededor: los discos ladeados en los anaqueles, las ventanas enrejadas, los libros esparcidos por la alfombra—. ¿Conoces a alguien que pueda alojarme allá?
—Creo que sí —dijo—. Tengo una prima.
Giró sobre sus talones y salió rápidamente de la habitación.
El novio de María Luisa venía a verla todos los días, y yo sentía cada vez más algo que sólo puedo llamar celos. Los espiaba a veces desde los ventanales de la sala.
Día tras día, memorizaba una docena de palabras en mopán. María Luisa corregía mis errores de pronunciación —ellos tienen diez vocales en vez de cinco y distinguen la ka de la cu; y a menudo se reía, pero algún progreso íbamos haciendo.
Y así pasaban las semanas.
Para construir oraciones en buen mopán es necesario desgonzarse mentalmente, o lingüísticamente, para lo cual se requiere un calentamiento previo.
—¿Qué quisiste decir el otro día —le pregunté en cierta ocasión— cuando dijiste que tenías a este novio por necesidad?
Con un rubor brusco, María Luisa se volvió hacia la ventana y se quedó mirando el jardincito con la fuente de piedras de lava y las lagartijas que tomaban el sol.
«Lo mejor sería dejar a alguien en mi lugar», pensé en ese momento.
—Tu amigo —le dije después de un largo silencio—,¿estaría dispuesto a hacerlo?
María Luisa me miró. Parecía perturbada.
—¿Hacer qué?
—Vivir aquí, sustituirme, si me voy.
—Puedo preguntárselo.
Fue un domingo, semanas más tarde, cuando María Luisa me dijo:
—Le he hablado, y dice que lo hará. Vendrá a vivir aquí.
Fue como si una puerta se abriera. «Vivirá enterrado», pensé para mí. A través de María Luisa llegamos a varios acuerdos, acerca del dinero que recibiría por sus servicios en mi ausencia, la duración indefinida de los mismos, y las posibles consecuencias de una deserción.
Abandoné mi casa un miércoles a mediodía, con una carta de presentación para la prima de María Luisa y algunos presentes para su tía y un hermano menor.
—Mantenme informado —le dije un momento antes de salir a la calle, donde me aguardaba un auto de alquiler. Prometió que lo haría.
El auto con cristales velados, como lo pedí, me llevó a la terminal de autobuses. Ingerí dos pastillas y no desperté hasta que ya estábamos a pocas horas de Flores. En Flores, donde tuve que pasar la noche aguardando el transporte que me acercaría a mi destino, escribí una postal a María Luisa, y le hablé del sentimiento de aventura, de proximidad de lo desconocido que experimenté al despertar por el camino de polvo en medio de la sabana y de la selva.
Pero lo desconocido para mí, a ella le era familiar.
«Dos seres de orígenes distintos, que se mueven en direcciones opuestas, pueden encontrarse, estar unidos un momento, para luego separarse, cada vez más.»
El camión salió de Flores al alba. Esta vez no tomé pastillas. Vi salir el sol a la izquierda del camino. Más adelante, el paisaje de montañas redondas, cubiertas de selva, con algún claro de tierra blanca y la costa a lo lejos bajo un cielo de nubes enormes, como inflamadas, me causó una emoción ajena a lo desconocido. Sentía la familiaridad en los propios dedos de mis manos, que frotaba entre ellos de vez en cuando, como un alucinado que quiere cerciorarse de que lo que siente es lo que ve. El aire era una membrana, una envoltura.
A mediodía me bajé en el entronque, donde arranca el ramal de San Antonio y Santa Cruz. Allí me recogió un camioncito lleno de gente. Sentado en la parte trasera entre un niño y un anciano, iba viendo el camino que se alargaba hacia la costa, mientras el vehículo ascendía lentamente, dando botes y bandazos.
—Wab’ix —me dijo el viejo, señalando con una mano agarrotada una colina sembrada de maíz, con una ceiba en la cima—. Ntzee’ya. —Mi milpa, mi árbol.
Llegamos a San Antonio al oscurecer.
Esa noche me alojé en el Hilltop Hotel, del señor Bol, un pocomam de Tactic, casado con una kekchí de San Luis. Son muy diferentes uno de la otra. Él es delgado, aguileño; ella, rechoncha y achinada. Mi cuarto estaba en el tercer piso, que también era el último, y dominaba el pueblo y el paisaje con nubes muy bajas hasta las llanuras de la costa.
A la mañana siguiente el señor Bol me llevó en una vieja furgoneta a una finca a dos kilómetros de Santa Cruz.
—Hasta aquí llego yo —me dijo—. Lo que queda lo tendrá que caminar.
Me eché mi bolsa de viaje a las espaldas y comencé a andar.
En Santa Cruz, hablé con un tal Valentín, cuyo nombre había mencionado María Luisa, y él me alquiló una mula y me guio hasta Blue Creek.
De modo que llegué cabalgando a casa de la tía de María Luisa, de nombre Manuela. Sin apearse, Valentín se puso a dar voces a la puerta. Salió la vieja, despidió a Valentín y me hizo pasar. Su hija no estaba, me dijo cuando le di la carta. Preguntó por los regalos, que le entregué. Luego fue a llamar a un niño para que me condujera a mi nueva vivienda.
No deshice mis maletas aquella tarde, ni aquella noche. El lugar me parecía hostil. En el suelo del cuarto más grande había un colchón que comenzaba a ser invadido por el comején. Lo sacudí, lo cubrí con una manta, y cuando se cerraba la noche me tumbé sobre él.
Amanecí con un brazo cubierto de ronchas. ¿La huella de un gusano, la orina de alguna araña? Sentí asco por el lugar, de modo que me puse a hacer la limpieza a fondo. Es extraño que el polvo de una casa que no hemos hecho nuestra pueda causarnos tanta repugnancia. Había envolturas de dulces esparcidas por el piso, lo que hacía pensar en la presencia de niños; y en la habitación del fondo, la más pequeña, dos sobres de preservativos y una caja de analgésicos pisoteada. Cuando terminé bajé a nadar al río, cuya agua corre rápida y fría.
Volví a la casa y allí estaba Lucrecia, la prima de María Luisa. Se parecen muchísimo, pero Lucrecia es un poco más alta, y —desde el principio tuve la impresión— más linfática, meditativa. Había sido maestra de escuela en Dangriga, me dijo, y más tarde se había casado con un veterano inglés, que acababa de morir.
Me enseñó cosas de la casa en las que yo no había reparado: un agujero en la pared, tapado con un corcho.
—Es tradicional —me dijo—. Un urinario. Éste fue hecho por mi padre. Da sobre unas plantas de morro, a las que cae muy bien. Son puros matorrales, por lo general, pero éstas —y me llevó hasta una ventana—, ¿las ves?, parecen árboles.
Y una pequeña compuerta, que estaba junto al colchón, por la que uno puede saltar al exterior —la casa descansa sobre seis pilares de madera.
—Por si hubiera que huir.
—¿Tradicional también? —le pregunté.
—No. Mi padre imaginaba cosas.
Me dijo que me enviaría una mesa y sillas para la cocina y una estufa de gas. Salimos al pequeño porche.
—¿Te gusta esto? —y miró el paisaje de colinas cubiertas de altos árboles.
—Mucho.
Señaló las vigas del techo.
—Aquí podrás colgar una hamaca. —Bajó las escaleras deprisa y se volvió—. Adiós. Vendré a verte a fin de mes.
Levanté la mano, la agité.
—¿Vuelves a Dangriga? —le grité, porque ya se alejaba.
—Sí —contestó.
Por la tarde hice una excursión de dos horas hasta el nacimiento del río, donde hay varias cavernas.
Al regresar, acostado en el colchón, me puse a escribirle a María Luisa. Le decía que la echaba de menos, le pedí noticias de mi sustituto, y le conté que había conocido a Lucrecia.
Al día siguiente vino a visitarme un curioso personaje. Llamaba mi nombre a voces desde la calle. Salí al porche y le dije que se acercara. La señora Manuela, me dijo, le había dicho mi nombre. Me miraba con una mezcla de recelo y curiosidad. No me dijo cómo se llamaba, y se puso a hacerme preguntas. Si me gustaba el lugar, si pensaba quedarme mucho tiempo, si había visto las cuevas.
—Sólo por fuera —le dije—. Ya volveré, mejor preparado.
—Nadie las ha explorado —dijo con una sonrisa engañosa. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón. La extrajo lentamente y la abrió, para mostrarme una pequeña figura, una cabeza en miniatura de jade dorado.
—¿Le gusta? —me preguntó.
—Es muy bonita. ¿Dónde la encontraste?
Tardó en contestar:
—En mi milpa, trabajando. Tengo más, si quiere comprar.
El hombre, lo noté entonces, estaba empapado en sudor, un sudor de olor fuerte, penetrante, y parecía fatigado. Jadeaba. En mopán, le pregunté si quería pasar a la sombra, si quería beber algo. Me miró con incertidumbre, y en ese momento me di cuenta de que no era indígena, aunque su piel era oscurísima.
—Pase adelante, si quiere refrescarse.
Entramos. Se sentó a la mesa y le serví un vaso de agua de coco. Bebió medio vaso de un trago largo y lento.
—¿Puedo ver esa pieza otra vez?
Asintió y la sacó del bolsillo, la limpió con un pañuelo y la puso en la mesa.
—Agárrela si quiere —se sonrió.
Tomé la piedra. Era muy suave, como aceitosa, pulida no sólo por el hombre sino también por el tiempo.
—La figura —le dije, mirándolo en los ojos con humildad—,¿sabe usted quién es?
—¿La figura? No. Algún ídolo.
Pero era, lo reconocí con regocijo, en silencio, el dios cachorro de jaguar —¿el sonido «ba» del protomaya?
—Es muy valioso —dijo el hombre con seriedad—,es todo lo que sé.
Dos días más tarde, caminando por la vereda junto al río, oí una voz de mujer que cantaba en mopán. Me detuve a escuchar.
Cuando la voz cesó, se oyó un chapoteo. Me acerqué al río, rodeando unos peñascos, y vi que la mujer era Lucrecia. Inclinada sobre una piedra junto a la orilla, vestía sólo enagua, y restregaba una prenda. A su lado tenía un balde lleno de ropa blanca.
—Yo te hacía en Dangriga —le dije sin acercarme. Alzó la cabeza y me vio.
—¿Qué? —gritó—. No te oigo.
Me acerqué unos pasos.
—Oye —me dijo, entre divertida y seria—. Los hombres tienen prohibido ir a los sitios de lavar. Pero espera. Tú no eres de aquí. Es sólo que si alguien nos viera… Aunque muy poca gente baja a esta parte. ¿Paseabas? —Se inclinó sobre el agua y echó una guacalada a la sábana extendida sobre la piedra. La espuma rodó hasta el agua y se disolvió en la corriente.
—Es mejor que me vaya —dije.
Ella se encogió ligeramente de hombros y se sonrió.
—Como quieras.
Caminé hasta el pueblo y fui a visitar a doña Manuela. Eran las cinco cuando llegué a su tienda. Me invitó a pasar a la parte trasera, una especie de pantry, que comunicaba con el patio de la casa. Varios almanaques y fotos de la familia colgaban de las paredes.
—Un señor vino a verme hace unos días. Me dijo que usted lo había enviado. No le pregunté su nombre.
La señora me miró, entre sorprendida y alarmada. Se sentó pesadamente en una silla de abacá.
—¿Y cómo era? —preguntó.
Describí al personaje: oscuro y enjuto.
—No hablaba idioma —agregué.
—Debe de ser Domingo —me dijo—. No es cierto que yo lo mandara.
—Pero lo conoce.
—Todo el mundo conoce a Domingo. Aparece cada lustro o así. Dicen que debe algunas vidas. Aquí no ha hecho de las suyas; nadie se mete con él. ¿No quiere beber algo?
Transcurrió un mes hecho de días y noches tranquilos, cuyos puntos culminantes fueron dos visitas de Lucrecia —una de ellas, acompañada de su madre, quien me regaló unos pasteles de elote, los que han pasado a formar parte de mi dieta— y la excursión que hice, guiado por el hermano menor de Lucrecia, a las cavernas de Kolom Ha, donde hallamos una vasija de barro, sin decoraciones, rota en cuatro pedazos, y un cuchillo de obsidiana.
No tenía nuevas de la capital, y aunque esto me permitía mantener en el olvido mi pasado y hacer vida normal, el silencio de María Luisa me inquietaba.
Por fin recibí noticias. Su carta decía así:
Me alegra saber que las horas que dedicamos al estudio de mi lengua no han resultado infructuosas, y que el instrumento que se forjó con mi ayuda le haya servido para hacer suyo ese pequeño pedazo del mundo. Créame que saberlo allá ha hecho más triste mi destierro. Sin embargo, mi amistad con usted y la familiaridad que he llegado a sentir con los objetos de su casa son un refugio que me permite sentirme bien en esta ciudad grande y violenta. Es un sitio vil, al que la gente como yo acude por un impulso ciego. Usted ha vivido aquí toda su vida, y tal vez le parezca que exagero, y no obstante yo creo que ha tenido mucha suerte al haber sido obligado a emigrar a Blue Creek.
Su sustituto se comportó aceptablemente. Él creía haber alcanzado, como por milagro, todo lo que quería: una casa en este prestigioso barrio, con su biblioteca, su aparato de música y su televisión, y —cómo no— su sirvienta. Pues en caso de que alguien pudiera comprobar la presencia de usted en esta casa, serví a su sustituto como si hubiera sido el patrón. Aunque yo sabía que él se llevaba la peor parte. Se convirtió en la víctima de sus propios sueños. Palidecía visiblemente, y había engordado. Sólo una vez no regresó en toda la noche, y lo amenacé con no volver a dejarle entrar.Esta amenaza, que no hubiera podido cumplir, surtió efecto, porque no volvió a ausentarse de esa manera; lo que prueba que estaba plenamente satisfecho de estar aquí, en el lugar del que usted, más sabio, decidió alejarse.
Fue asesinado a puñaladas en la bañera por un hombre que se hizo pasar por inspector de aguas.
Le mando la esquelita que anuncia su muerte.
En efecto, la esquela anunciaba mi muerte. Guardé la carta y salí a caminar. Fui a casa de Lucrecia. Estaba en la tienda, detrás del mostrador.
—Voy a quedarme a vivir aquí más tiempo del que creía —le dije.
Su hermano menor entró, dio los buenos días y pasó al otro lado del mostrador. Lucrecia salió a la calle.
La seguí. Caminamos juntos, pero en silencio, hasta las últimas casas del pueblo. Sopló una ráfaga de viento frío —era diciembre— que deshojó las ramas de un árbol de la cera. Lucrecia no me miraba, no quería mirarme.
—¿Te ha escrito María Luisa? —le pregunté. No respondió. Su cara sonriente era un enigma que no supe descifrar.
Por el otro lado del camino pasaba Domingo, cabizbajo, con aire triste.
Tú y yo, pensé.
Published November 9, 2017
© Rodrigo Rey Rosa, 2014 Licencia editorial otorgada por Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
أسوأ ما في الأمر
Written in Spanish by Rodrigo Rey Rosa
Translated into Arabic by Shadi Rohana / عن الأسبانيّة: شادي روحانا
لقد أخبرتُ الجميع، ما عداها هي، بأنّي مسافر. ولكني لم أسافر. لم يكن صعبًا عليّ تضليل موظّف الهجرة في المطار. إن ضربة بالكف على الجبين كانت كافية لإظهار النسيان والتذكّر الفجائي، مصحوبة ببعض الكلمات الكاذبة حول حبات الدواء التي لا أستطيع السفر بدونها.
—بسرعة —قال لي الموظّف—، سوف تقلع الطائرة بدونك.
فور عودتي إلى البيت استحممت بالماءالسّاخن، كما أفعل عادة بعد سفر طويل، وأنا أفكّر في حقائبي المليئة بالملابس والكتب وهي ترحل محلّقة فوق البحر.
وأنا أتناول وجبة العشاء، قلت لماريّا لويسا:
—لا تنسي أنّي مسافر؛ فبالنسبة للجميع أنا لست هنا. هذا الرجل الماثل قدّامك هو مجرّد شبح.
ردّت عليّ بإبتسامة.
أربعة أشخاص تركوا لي رسائلهم الصوتية على الهاتف في تلك اللية. صديقي، فيليبي أوتيرو، في الساعة السادسة والنصف، أي في ساعة اقلاع الطائرة: ”فقط الآن وصلني خبر سفرك، أنّك قرّرت أن تعود إلى شاطئ البحيرة. اتصل بي إذا لم ترحل بعد. أما إذا كنتَ مسافرًا، فتمنياتي لك بالسلامة“. وبعد دقائق، النجّار، ليخبرني عن بعض الأثاث الذي أوصيته به، بأنه سيكون جاهزاً خلال شهر. في الساعة السابعة، أليغريّا: ”ماريانو؟ لقد رحلت، بجد؟ اكتب لي“. وفي الساعة التاسعة: ”سيّد ميليان؟“ لم أتعرّف على الصوت، يتبعه صمت طويل. لم يكن الصوت نفسه الذي أطلق التهديدات، ومع ذلك قد سبّب لي القشعريرة الخفيفة.
انتقلت للسكن في الغرفة الواقعة في نهاية الممرّ، والتي فيها أحتفظ بإسطوانات الموسيقى.
أنا شخص بيتوتيّ أصلًا؛ فالوضع الجديد، إذًا، عدا ما حمل معه من شبهات وخوف، لم يُحدث أي شيء جديد على نمط حياتي. إنّ داري واسعة بما فيه الكفاية.
قضيت الأيام الأولى أتنقّل بين قراءة الكتب وسماع الموسيقى، مع فواصل كرّستها للمشي بين جدران الغرقة. كان رنين الهاتف، والذي كان يصلني صوته من أوّل الممرّ، مصدر قلقي الأوّل، إذ كان بين تارة وأخرى يعطّل تركيزي. كان من عادة ماريا لويسا أن تتأخر في الردّ، بينما أنا كنت أقترب من الباب لأفتحه قليلًا، وأصغي.
—كلا —كانت تقول—. إنه مسافر. لا أعرف متى سيعود.
حتى سمعتها في ظهر يوم أحد وهي تقول ”نعم“. بعدها بدأتْ تتكلّم بلغة الموپان، لغة بلدها. كان حديثًا طويلًا. حوالي الساعة الخامسة خرجتْ من الدار، دون أن تُعلمني. لم تعد حتى الساعة العاشرة.
في صباح اليوم التالي، عندما أحضرت لي وجبة الفطور، سألتها إلى أين خرجت أمس. هزّت بكتفيها وقالت:
—خرجت لأتمشّى.
تجنّبت طرح أية أسئلة أخرى عليها.
في اليوم التالي كانت هناك مكالمة هاتفية تبحث عنّي، مصدرها مصرف أجنبيّ. وكانت هناك مكالمة أخرى تبحث عنها، والتي تخلّلتها أيضًا محادثة طويلة بلغة الموپان. لكن في هذه المرّة، بعد أن وضعت ماريا لويسا سمّاعة الهاتف، قمتُ بإغلاق باب الغرفة محدثًا ضجة عالية. خرجت عنها نبرة صوت تُعلن عن الاحتجاج، تبعها صوت قدميها الحافيتين وهي تبتعد على أرضية الباركيه الذي تم تلميعه توّا.
—من هذا الذي اتصل بك؟ — سألتها لاحقًا، حين أحضرت لي كأس عصير دون أن أطلبه منها.
لم يُعجبها سؤالي، ولكنها جاوبتني:
— صاحبي. الآن، وبعد أخبرته أنّك مسافر، يصرّ على أن نتقابل أكثر.
—لا يوجد عندي أية مشكلة. هل هو ذلك الصبيّ من أُشْ بِنْ هَا؟
—كلا. غيره.
إن هذه المعلومة أحبطتني بعض الشيء.
—أهنئك — قلت بصوت باهت.
ابتسمت ماريا لويسا ابتسامة ليست بطبيعية بالكامل.
—لا تهنئني — قالت —. فأنا لا أحبّه. أحتفظ به فقط لأنه ضروريّ.
في الساعة الخامسة والنصف دقّ جرس الباب. سمعت ماريّا لويسا وهي تخرج إلى ساحة الدار، وصوت الباب وهو يُطبق. بعد قليل، خرجت من الغرفة وذهبت إلى الصالون لأراقب، عبر النوافذ الواسعة المطلّة على الساحة، الرجل الذي جاء ليزورها. كانت ملامحه تدلّ على أنه ليس من سكّان البلاد الأصليّين. عندما بدأ يحتضنها، عدت إلى الغرفة. انتابني شعور غريب ما بين الحنق والغيرة.
من المثير ملاحظة كيف الأمور تحصل، إلى حد ما على الأقلّ، بشكل ميكانيكيّ صرف. إذا طرأ تغيّر ما على موقع الجسم، على زاوية النظر التي منها نرى الأشياء، فبالتالي يحدث تغيّر ليس في وجهة النظر فحسب بل في الطريقة التي فيها نفكّر ونشعر أيضًا. إن حقيقة كَوْني منفردًا ومنعزلًا، هنا، وحقيقة كَوْن ماريا لويسا الشخص الوحيد الذي بوسعي أن أراه وأتكلّم معه، إلامَ آلتا بي هاتان الحقيقتان؟
أريد أن أعرف ما هو السرّ وراء كلمة ”ضروريّ“ التي قالتها قبل أيام. أكانت تقصد المال؟ أم فكة غلّ جنسيّة؟
إن هُوية الرجل، أي حقيقة كونه لا ينتمي إلى سكّان البلاد الأصليّين، تُنذر بالخطر. من المستحيل أن يكون واحداً منهم دون أن يحمل ملامحهم. لماذا إذًا يتحدثان بلغة الموپان؟
في وقت العشاء بدأت التحقيق معها:
—هل يمكنني أن أعرف من أيّ بلد صاحبك الجديد؟
—من إكويلاپا.
—ويتكلّم لغتك؟
—نعم. لقد عاش فترة في سانتا كروس، وهناك أجبرته الظروف على تعلّمها.
—إنه لأمر رائع — قلت، وقدرت على رسم ابتسامة عريضة على وجهي—. رجل من شرق البلاد يتكلّم الموپان. وهل يتكلّمها بطلاقة؟
—أجل، بطلاقة تامّة —أجابت بكبرياء.
—وأنا أيضًا أعرف بعض الكلمات بالموپان —ولفظت لها بعضها—. أريد أن أتعلّم المزيد.
في اليوم التالي دخلتُ غرفة المكتبة، في الطابق الأول. انتشلت قاموسًا مقارنًا للغات المايا وكتاب نحو للغة الكِكْتشي، والتي تختلف عن الموپان كثيرًا.
ترتدي ماريا لويسا لباسها حسب الأصول، دومًا: تنورة ذات مربّعات، وقميص فلاحي أبيض اللون، مُخرّم، ومُطرّز بدقّة حول الرقبة وعند الأكمام.
—پو يعني القمر —قالت—. أمّا پوكوس، غُبار.
—وكيف تترجمين كلمة رومانسيّ؟
—إتْشْئِي إِشْ، أو پيكِشْ —أجابت، بعد أن فكّرت فيها للحظة.
بحسب القاموس، إن هاتين العبارتين تعنيان عاطفيّ، وقد يكونا ذات صلة بكلمة كلب، وهي ”إشْويت“ بلغة الأغْوَكَتيكو، و”پِكْ“ بالموپان.
لاحظت أيضًا أن القاموس المقارن وكتاب النحو للغة الكِكْتشي يفتقران لأي مقابل للكلمتين الإسبانيّتين mal وmalo، أي شرّ وشرّير. كلمة ”كِيْ“ تعني طيّب بالموپان.
إن شيئًا ما على وشك الحصول، أو بدأ يحصل، والذي من شأنه أن يغيّر مسار حياتي. هل هو عبارة عن تغيّر في المسار الذي أسلكه كنتيجة التغيّر الذي طرأ على وجهة النظر؟ إن إقبالي على تعلّم الموپان يعني إقبالي على دخول عالم آخر. صحيح؛ هناك، في الخارج، تهديد حقيقيّ لحياتي. لكن هذا لا يهمّني الآن. أنا على استعداد لأن أرحل بحقّ، ولكن ليس إلى خارج البلاد، بل إلى عُمقها.
قلت لماريّا لويسا، بعد أن أحضرت لي وجبة العشاء:
—أريد أن أرحل وأعيش في بلو كريك لبعض الوقت.
ابتسامة خجولة.
—تتكلّم بجد؟
—لا استطيع مواصلة حياتي بهذا الشكل —وبدأت أنظر حولي: الإسطوانات المصطفة على الرفوف، النوافذ المحاطة بالأسلاك، الكتب المرمية على السجادة—. هل تعرفين أحدًا بإمكانه أن يتدبّر أمر مكوثي هناك؟
—ربّما —قالت—. بنت عمّتي هناك.
دارت بكعبيها وهرولت خارجة من الغرقة.
كان صاحب ماريّا لويسا يأتي ليزورها كل يوم، بينما أخذ يزداد، في قرارتي، شعور ليس بوسعي أن أسمّيه بأيّة عبارة أخرى سوى الغيرة. أحيانًا، كنت أراقبهما خلسة من خلال نوافذ الصالون الواسعة.
يومًا بعد يوم، دزينة بدزينة، كنت أحفظ الكلمات بالموپان. كانت ماريّا لويسا تصحّح أخطاء اللفظ —لديهم عشرة حروف علّة بدل الخمسة كما الأسبانيّة، ويفرّقون عندهم بين الكاف والقاف؛ كانت تسخر منّي مرارًا، ولكنّي، مع هذا، كنت أحرز بعض التقدّم.
ومرّت الأسابيع على هذا المنوال.
من أجل تركيب الجُمل بشكل سليم بلغة الموپان، إذًا، من الضروريّ نزع المفصّلات الذهنيّة، أو اللغويّة، ممّا يحتاج لبعض التدريب.
—ماذا كنتِ تقصدين —انتهزت المناسبة لأسألها ذات مرّة— بقولك أنّك تحتفظين بصاحبك هذا لأنه ضروريّ؟
غمرها الخجل فجأة، والتفتت ماريّا لويسا نحو النافذة وظلّت تنظر الى الجنينة الصغيرة ذات النافورة المبنية بالصخر البركانيّ والسحليّات التي تتشمّس.
”من المستحسن أن أجد أحدًا يسكن هنا مكاني“، خطر على بالي في تلك اللحظة.
—صاحبك هذا —قلت لها بعد صمت طويل—، هل هو مستعدّ للقيام بالمهّمة؟
التفتت ماريّا لويسا نحوي. بدت قلقة.
—أي مهمّة؟
—أن يعيش هنا، أي أن يبدلني، إذا رحلت.
—دعني أسأله.
كان ذلك في يوم أحد، بعد أسابيع، حين قالت لي ماريّا لويسا:
—لقد تحدّثت معه عن الموضوع، وقال إنه مستعد. سيأتي ليعيش هنا.
وكأنها نافذة فُتحت على مصراعيها. ”سيعيش وكأنه في قبرٍ“، قلت في نفسي. من خلال ماريّا لويسا توصّلنا الى مناقشة بعض التفاصيل، ككميّة المال التي سأدفعها له بدل خدمته لي أثناء غيابي، كذلك استحالة تحديد فترة غيابي، والعواقب الممكنة في حالة قراره الفرار من المهمّة.
غادرتُ البيت في ظهر يوم أربعاء، حاملًا معي رسالة تُعرّف بي لإبنة عمّة ماريّا لويسا وبعض الهدايا لعمّتها ولشقيق صغير.
—حسنًا، ابقي أعلميني بما سيحصل — قلت لها لحظة خروجي إلى الشارع، حيث كانت تنتظرني سيّارة خاصة كنت استأجرتها. وعدتني بأنها سوف تُبقيني على اطلاع.
نقلتني السيارة معتمة الزجاج، كما أوصيتها، إلى محطة الحافلات الرئيسية. بلعت حبّتين ولم أستيقظ إلّا ونحن على بعد بضع ساعات عن فلوريس. في فلوريس، حيث كان عليّ قضاء ليلة لأنتظر المركب الذي سيقرّبني من وُجهتي، كتبت على ظهر بطاقة بريديّة رسالة موجّهة إلى ماريّا لويسا، تحدثت لها فيها عن الحسّ بالمغامرة، وعن شعوري بأني قريب من المجهول حين استيقظت وسط الغبار على طريق محاط بعشب السافانا والأدغال.
ولكن، ماهو مجهول بالنسبة لي هو مألوف لديها.
”انّ كائنين من أصول مختلفة، وهما يتحرّكان بإتجاهين معاكسين، قد يلتقيان، ويلتحمان للحظة، لكي ينفصلا بعدها، ويبتعدان، أكثر فأكثر“.
انطلق المركب من فلوريس في ساعة الفجر. هذه المرّة قرّرت أن لا أتناول أية حبّة. رأيت الشّمس وهي تشرق من جهة اليسار على الطريق. فيما بعد، كان للمنظر الذي تجلى أمامي، والمؤلَّف من جبال مستديرة مُغطّاه بالأدغال وبشيء فاتح من أرضٍ بيضاء، ومن ساحل بعيد تحت سماء من غيوم عملاقة، وكأنّها مشتعلة، كان له أن يوقظ في داخلي شعورًا مختلفًا عن المجهول. لقد شعرتُ بالأُلفة تفركُ نفسها بين أصابع يدي بين الحين والحين. كنت كالإنسان الذي يهذي ويريد أن يتأكد من أن الذي يشعر به هو فعلًا ما تراه عيناه. كان الهواء رقيقًا كغشاء، كان يحتضني.
في ساعة الظهر نزلت عند مفترق الطرق، حيث بداية الطريق المؤدية إلى سان أنطونيو وسانتا كروس. هناك استقليت حافلة صغيرة ملآى بالناس. وأنا جالس في المقعد الخلفي، بين طفل ورجل عجوز، شاهدت الطريق وهي تمتدّ نحو الساحل، بينما كان المركب يعلو ببطء، يقفز ويترنّح.
—وَبْإِشْ — قال لي العجوز، مشيرًا بيدٍ متخشّبة نحو تلّة مزروعة بالذرة، في قمّتها شجر القابوق—. إنْتِزِئِيا. —هذه أرضي، شجرتي.
وصلنا سان أنطونيو عند هبوط الشمس.
في تلك اللية بتّ في فندق الهِلتوب. كان اسم صاحبه بُل، وهو من أهل الپوكومام من بلدة تاكتيك، متزوّج من امرأة من أهل الكِكْتشي من سان لويس. أوجه الاختلاف بينهما كبيرة. هو نحيف، أنفه أعقف؛ هي بدينة وعيناها آسيويّتان. كانت غرفتي في الطابق الثالث، والأخير، تُشرف على القرية بأكملها وعلى مشهد من الغيوم المنخفضة يمتد إلى سهول الساحل.
في الصباح التالي نقلني بُل في عربة شحن عتيقة إلى عزبة تقع عن بعد كيلومترين من سانتا كروس.
—لا أصل أبعد من هذا —قال—. أمّا بقيّة المسافة فعليك مشيها بنفسك.
حملت حقيبة السفر على ظهري وبدأت أمشي.
وأنا في سانتا كروس بحثت عن رجل اسمه فالِنْتين، كانت ماريّا لويسا قد ذكرت لي اسمه، والذي أجّرني بغلًا وقادني إلى بلو كريك.
وهكذا وصلت، على ظهر بغل، منزل عمّة ماريّا لويسا، اسمها مانويلا. دون أن يترجّل، صرخ فالِنْتين نحو الباب. خرجت العمّة، سلّمت على فالنتين وودّعته، ودعتني إلى أن أدخل. ابنتها ليست موجودة، قالت، بعد أن سلّمتها الرسالة. سألتني عن الهدايا، وسلّمتها لها. بعدها ذهبت لِتُنادي على صبيّ ليقودني إلي منزلي الجديد.
لم أفرغ حقيبتي من محتوياتها في ذلك المساء، ولا في تلك الليلة. بدا المكان معادِيًا. وجدت في الغرفة الكبيرة فرشة مرمية على الأرض تغزوها الأرَضَة. نفضتها، غطّيتها ببطانية، وعند حلول الليل ارتميت عليها.
صبّحت وذراعي يغطّيها الطفح. هل كانت آثار دودة ما، أو بال عليها عنكبوت ما؟ شعرت بقرف من المكان، مّما جعلني أشرع في تنظيفه تنظيفًا شاملًا. من الغريب أن غبار بيت لم نجعل منه بيتنا بعد بوسعه أن يثير فينا الإشمئزاز إلى هذا الحدّ. كانت أوراق تغليف حلويات منتشرة على الأرض، وهذا جعلني أشكّ بأن هناك أطفالًا يرودون المكان؛ وفي الغرفة الداخلية، الصغيرة، وجدت غِلافَيْ عازل مطّاطيّ مرميّين على الأرض وعلبة حبوب مسكّنة للألم مدعوس عليها. بعد الإنتهاء من التنظيف نزلت للسباحة في النهر، حيث تجري المياه فيه بسرعة وبرودة.
عدت إلى البيت وهناك وجدت لوكريسيا، إبنة عمّة ماريّا لويسا. إبنتا العمّ تشبهان بعضهما البعض بشكل رهيب، مع أن لوكريسيا أطْوَل بقليل، وهي —وهذا ما لاحظته منذ البداية— رزينة أكثر، تأمليّة. كانت في الماضي تعمل كمدرّسة في دانغريغا، قالت، وبعدها تزوّجت من محارب أنكليزيّ قديم لقد توفي توًا.
بدأت تُشير إلى أشياء من البيت لم أنتبه لها وحدي: ثقب في الحائط، مثلا، كانت تسدّه فلّينة.
—هذه عادة قديمة —قالت—. إنها مِبْوَلة. من مُخلّفات والدي. في الطرف الآخر من الثقب ينبت عُشب المورّو، وهو بحاجة للمياه. ينبت المورّو، بشكل عام، على شكل شُجيرات، بينما هذه —وأخذتني إلى الشبّاك—، هل تراها؟ تبدو وكأنها شجر.
ومن ثم أشارت إلى فتحة صغيرة، تقع بجانب الفرشة، تستطيع من خلالها القفز إلى الخارج —فالبيت يقف على ستّة أعمدة خشبية.
—تستعملها في حال كان عليك الهروب.
—هل هذه عادة قديمة أيضًا؟
—كلّا، بل خيال والدي الذي كان واسعًا.
قالت إنّها ستبعث لي مع أحدهم طاولة وبعض الكراسي للمطبخ وفرن غاز. خرجنا إلى الشرفة الصغيرة في مدخل البيت.
—هل يَحلو لك هذا كلّه؟ —كانت تنظر إلى تلال المغطّاه بالشجر العالي.
—كثيراً.
أشارت نحو عوارض السقف الخشبية.
—بإمكانك أن تعلّق الأرجوحة فيها لتسترخي عليها. —نزلت الدرج بسرعة ومن ثم عادت—. مع السلامة، سأعود لأراك في آخر الشهر.
رفعت يدي، لوّحت بها.
—أَأَنتِ عائدة إلى دانغريغا؟ — صرختُ، لأنها كانت قد ابتعدت.
—نعم — قالت.
في المساء قمت بجولة ساعتين حتى منبع النهر، حيث يوجد بضعة كهوف.
عند رجوعي، وأنا مستلقٍ على الفرشة، وجدتني أكتب رسالة إلى ماريّا لويسا. قلت لها بأنّي مشتاق إليها، سألتها عن أخبار بديلي، وحكيت لها أنّني تعرّفت على لوكريسيا.
في اليوم التالي زارني رجل غريب. نادى عليّ باسمي من الشارع. خرجت إلى الشرفة ودعوته إلى أن يقترب. إن السيدة مانويلا، قال، أعلمته باسمي. كان ينظر إليّ بمزيج من الارتياب والفضول. لم يخبرني باسمه، بل أخذ يطرح عليّ الأسئلة. أيُعجبني المكان، أأُفكر في المكوث لوقت طويل، أرَأيت الكهوف.
—فقط من الخارج —قلت—. سأعود وأزورها، مُجهزًا نفسي بشكل أفضل.
—لم يستكشفها أحد بعد —قال وعلى وجهه ابتسامة ماكرة. أدخل يده في جيب البنطلون. أخرجها ببطء وبسطها، كاشفًا عن تمثال صغير، كان عبارة عن رأس مُصغّر من حجر اليشم المنقوش بالذهب.
—ما رأيك؟ —سألني.
—إنه جميل جدًا. من أين لك هذا؟
لم يجب بسرعة:
—لقيته عندي في الأرض، وأنا أفلحها. عندي الكثير، إذا كنت تريد أن تشتري.
كان الرجل، وهذا ما لاحظته في حينها، غارقًا في العرق، وكانت رائحة العرق قويّة، متفشيّة، وبدا متعبًا. كان يلهث. سألته، بلغة الموپان، إذا كان يريد أن يأتي تحت الفيء، إذا كان يريد أن يشرب شيئاً ما. نظر إليّ حائرًا، وعندها فهمت أنه ليس من سكّان البلاد الأصليّين، بالرغم من سُمرة بشرته.
—تفضل، ادخل —خاطبته بالأسبانية—، دعني أقدّم لك شيئًا باردًا.
دخلنا. جلس إلى الطاولة، وقدّمت له كأسَ عصير جوز الهند. أفرع نصف ما في الكأس بجرعة طويلة وبطيئة.
—بوسعي أن أرى التمثال مرة أخرى؟
أومأ برأسه وأخرجه من جيبه. نظّفه بمنديل ووضعه على الطاولة.
—أمسك به إذا شئت —ابتسم.
أمسكت بالحجر. كان ناعمًا جدًا، وكأنه مدهونًا بالزيت، لم يصقله الرجل الغريب فقط، بل الزمن أيضًا.
—هذا التمثال —قلت، ونظرت إليه بنظرة خاشعة—، أتعرف ما هو؟
—التمثال؟ كلّا. قد يكون صنماً للعبادة.
ولكنّه كان، وهذا ما سررت بمعرفته، سررت بصمت، كان إله ابن اليَغْوَر —أي ما يُدل عليه بلفظ ”با“ في لغة المايا البدائية؟
—إنّه ذو قيمة كبيرة —قال بجدّية—، وهذا كل ما أعرفه.
بعد يومين، وأنا أمشي على الطريق الممتدة على طول ضفة النهر، سمعت صوت امرأة كانت تغنّي بلغة الموپان. توقفت للاستماع إليها.
عندما توقّف الصوت عن الغناء، سمعت صوت ارتطام المياه. اقتربت من النهر، عابرًا من حول بعض الصخور، ورأيت مصدر الغناء: إنها لوكريسيا. متكئة على صخرة على ضفة النهر، كانت ترتدي الفستان الداخلي فقط، تفرك ثوبًا. كان بجوارها دلو معبأ بملابس بيضاء.
—ظننتك في دانغريغا —قلت لها دون أن أقترب. رفعت رأسها ورأتني.
—ماذا؟ —صرخت—. لا أسمعك.
اقتربت بضع خطوات.
—اسمع —قالت، بين الجدية والهزل—. ممنوع على الرجال القدوم نحو مواقع الغسيل. لكن، لا همّ. أنت غريب. أمّا إذا رأتنا إحداهن… مع أن النساء اللاتي ينزلن إلى هنا قليلات. خرجتَ لتشم الهواء؟ —انحنت نحو النهر ورمت بحفنة من المياه على الشرشف الممتد على الصخرة. أخذت الرغوة تتساقط إلى النهر وذابت في مجراه.
—من الأفضل أن لا أبقى هنا —قلت.
هزّت كتفيها قليلًا وابتسمت.
—كما تريد.
مشيت نحو القرية وزرت السيّدة مانويلا. دقّت الساعة الخامسة حين وصلت دكّانها. دعتني لأدخل إلى الجزء الخلفي، أي إلى ما كان يشكّل شبه مخزن، يصل ما بين الدكّان وباحة المنزل. كانت الروزنامات والصور العائلية مُعلّقة على الحيطان.
—زارني، قبل بضعة أيام، رجل. قال إنّك بعثتيه. لم أسأله عن اسمه.
حدّقت بي، بين مدهوشة وقلقة. ألقت بكل ثقلها لتجلس على كرسي الأباكا.
—وكيف كان منظره؟
وصفت لها الرجل: أسمر ونحيل.
—وهو لا يتكلّم لغتكم —أضفت.
—إنه دومنغو، إذًا —قالت—. لكنّي لم أرسله، هذا غير صحيح.
—إذًا أنت تعرفينه.
—الجميع يعرف دومنغو. بالكاد نراه هنا في البلد. يقولون إنه قتل بعض الناس. لكنه لم يفعل فعلاته هنا؛ أهل البلد لا يتدخلون في شؤونه. أتشرب شيئًا؟
مرّ عليّ شهر بأيّامه ولياليه الهادئة، أهم ما حصل فيه هو أن زارتني لوكريسيا مرتين —في إحداهما جاءت مصطحبة أمّها التي أهدتني بعض حبات كعك الذرة التي باتت جزءًا من نظامي الغذائي— والجولة التي قمت بها، تحت إرشاد شقيق لوكريسيا الصغير، إلى كهوف كولوم ها، حيث وجدنا إناءً من الفخار لا يحتوي على أية زخرفة ومكسورًا إلى اربعة أجزاء، وسكين من حجر السَّبج.
لم تصلني أية أخبار جديدة من العاصمة، ومع أن ذلك ساعدني على أن أنسى ماضيّي وأن أعيش حياة طبيعية، كان صمت ماريا لويسا يسبّب لي القلق.
أخيرًا، وصلتني الأنباء. هذا ما قالته في رسالتها:
”يسرّني أن أعرف أن الساعات التي قضيناها سويًا ونحن نتعلّم لغتي لم تضع سدى، وأنّي ساهمت في تطوير وسيلة تساعدك على جعل هذه البقعة الصغيرة من العالم جزءًا من عالمك. صدّقني، إن معرفة هذا الأمر وأنا هناك يجعل من منفاي أكثر حزنًا. ولكن، إن صداقتنا، والأُلفة التي أصبحت أشعر بها تجاه أشيائك في المنزل، باتت مأوًى بالنسبة لي، بسببها أشعر بخير في هذه المدينة الكبيرة التي يستشري فيها العنف. دعني أقول لك، إنه لمكان مشؤوم، وإنه لدافع أعمى الذي يجرّ أناساً مثلي إليه. أنت قضيت طوال حياتك هنا، وقد يبدو لك أنّي أبالغ في كلامي، ومع ذلك أعتقد أنك سعيد الحظ لأنك أُرغمت على الهجرة إلى بلو كريك.
”أما بديلك، فلقد رضي بكل شيء. لقد ظن بأنه حقّق، بأعجوبة، كل ما كان يسعى إليه: منزل في حي راقٍ لا يخلو من مكتبة، ولا من جهاز لسماع الموسيقى، ولا من تلفزيون، ولا من خادمة، يعني أنا. ففي حال أراد أحدهم أن يتحقق من وجودك في هذا البيت، كنت أخدمه وكأنه هو صاحب البيت. ولكنّي كنت على دراية بأنه، في الآخر، سوف يتحمّل أسوأ ما في الأمر. لقد وقع ضحية أحلامه. وجهه أخذ يشحب ووزنه يزيد. مرّة واحدة فقط لم يعد إلى البيت طوال الليل، وهدّدته بأنّي، في حال عاد وفعلها، لن أسمح له بالمبيت هنا من جديد. بدا أن تهديدي، والذي لم تسنح لي فرصة تحقيقه، على الأقل سرى مفعوله، وهذا لأنه لم يعد يغيب عن الدار بهذا الشكل؛ وهذا شكّل برهانًا على أنه كان راضيًا تمامًا بوجوده هنا، في المكان الذي حضرتك، يا أستاذ، قرّرت الفرار منه.
”لقد لقي حتفه في حوض الاستحمام،طعنًا بالسكين، من قبل شخص أدّعى بأنه يعمل كمفتّش في شركة المياه.
”أرفق لك خبر النعي الذي يعلن وفاته“.
فعلًا، كان الخبر المُرفق يعلن وفاته. احتفظت بالرسالة وخرجت لأتمشى. مشيت نحو منزل لوكريسيا. وجدتها بالدكّان، وراء المنضدة.
—سوف أبقى للعيش هنا لفترة أطول ممّا توقّعت —قلت.
دخل علينا شقيقها الصغير، صبّح علينا ومرّ إلى الطرف الآخر من منضدة الدكّان. خرجت لوكريسيا إلى الشارع.
تبعتها. مشينا سويًّا، لكن بصمت، حتى الدار الأخيرة من القرية. هبّت نسمة هواء باردة —لقد كنّا في شهر ديسمبر— أسقطت أوراق غصن شجرة السيبا. امتنعت لوكريسيا عن النظر تجاهي، بل لم ترد أن تنظر إليّ.
—هل كتبت لك ماريا لويسا؟ —استفسرتُ. لم تجب. كانت الابتسامة على وجهها لغزًا لم أعرف فكّه.
في الطرف الآخر من الشارع مرّ دومنغو، وجهه في الأرض، عابس.
أنت وأنا، قلت في نفسي.
– – –
(يتوجه المترجم بالشكر إلى الصديق باسم المرعبي على مراجعة النص العربي للقصة وملاحظاته عليه، ش.ر.)
Published November 9, 2017
© Rodrigo Rey Rosa, 1994
© Specimen, 2017
La parte peggiore
Written in Spanish by Rodrigo Rey Rosa
Tradotto in italiano da Vittoria Martinetto
Dissi a tutti che me ne andavo, meno che a lei, e sono rimasto. Ingannare il poliziotto dell’espatrio fu abbastanza facile. Un colpetto con la mano sulla fronte per indicare una dimenticanza e l’improvviso ritorno della memoria; una frottola riguardo a certe pastiglie.
«Si sbrighi» mi disse il poliziotto, «altrimenti perde l’aereo.»
Tornato a casa, feci un bagno caldo, come sempre dopo un lungo viaggio, pensando alle valigie piene di vestiti e di libri che si allontanavano sul mare.
Mentre cenavo, dissi a Maria Luisa: «Non dimenticare che sono partito, che non ci sono per nessuno. L’uomo che vedi è un fantasma».
Lei sorrise.
Quella sera, quattro persone lasciarono un messaggio sulla segreteria telefonica. Il mio amico Felipe Otero, alle sei e mezzo, l’ora del volo: «Sono tornato dal lago e ho saputo solo adesso che te ne andavi. Se non sei partito, chiamami. Altrimenti, buon viaggio». Qualche minuto dopo, il falegname, per dirmi che i mobili che gli avevo ordinato non sarebbero stati pronti prima di un mese. Alle sette, Alegría: «Mariano? È vero che sei partito? Scrivimi». E alle nove: «Signor Milin?». Una voce sconosciuta e un lungo silenzio. Non era la voce che aveva proferito le minacce, però mi fece rabbrividire.
Mi trasferii nella stanza in fondo al corridoio, dove tengo i dischi.
Sono una persona piuttosto sedentaria, perciò tutto questo, a parte i dubbi e la paura, non mi disturbava più di tanto. La mia casa è abbastanza grande.
Trascorsi i primi giorni leggendo e ascoltando musica, e quando mi stancavo camminavo su e giù per la stanza. Il mio cruccio principale, quello che ogni tanto mi distoglieva dalle mie riflessioni, era il telefono, che squillava in corridoio. Di solito María Luisa ci metteva un po’ a rispondere; io mi avvicinavo alla porta e la socchiudevo.
«No» diceva lei. «È partito. Non so quando tornerà.»
Tuttavia una domenica, nel primo pomeriggio, disse: «Sì». Si mise a parlare in mopàn, il dialetto della sua terra. Fu una lunga conversazione. Verso le cinque, senza avvisarmi, uscì. Tornò alle dieci.
Il mattino dopo, quando mi portò la colazione, le domandai dov’era andata. Si strinse nelle spalle e rispose: «A fare un giro».
Non volli insistere.
Il giorno dopo arrivò una telefonata per me da una banca straniera. E un’altra per lei, seguita di nuovo da una lunga conversazione in mopàn. Questa volta, quando María Luisa riagganciò, chiusi la porta sbattendola. Udii una lieve esclamazione di disappunto e i piedi nudi che si allontanavano facendo scricchiolare il parquet appena lucidato.
«Chi ti ha telefonato?» le domandai più tardi, quando mi portò una bibita che non le avevo chiesto.
La domanda la infastidì, ma rispose: «Il mio fidanzato. Da quando gli ho detto che lei non c’è insiste perché ci si veda più spesso».
«Va bene. È quel ragazzo di Ux Ben Ha?»
«No. È un altro.»
Accolsi questa informazione con un senso di avvilimento. «Congratulazioni» borbottai.
Maria Luisa mi rispose con un sorriso tirato. «Non mi faccia le congratulazioni» disse. «Non lo amo, lo tengo per necessità.»
Alle cinque e mezzo suonò il campanello. Sentii Maria Luisa che usciva sul balcone e la porta che si chiudeva. Poco dopo andai in soggiorno per osservare dalle finestre l’uomo che era venuto a trovarla. Non aveva fattezze da indio. Quando lui l’abbracciò, tornai in camera. Provavo un misto di indignazione e di gelosia.
È interessante constatare come tutto, almeno fino a un certo punto, sia puramente meccanico. Un cambiamento fisico, un cambiamento di prospettiva, alterano non solo il modo di vedere, ma anche il modo di pensare e di sentire. Il fatto di starmene chiuso qua dentro, vedendo e parlando solo con Maria Luisa, come mi ha ridotto?
Mi piacerebbe sapere che cosa ha voluto dire l’altro giorno con la parola “necessità”. Denaro? Sfogo sessuale?
È decisamente allarmante che l’uomo non sia un indigeno. Non può esserlo, con quell’aspetto. Perché parla in mopàn?
All’ora di cena le chiesi: «Di dov’è il tuo nuovo fidanzato, se non sono indiscreto?».
«Di Cuilapa.»
«E parla la tua lingua?»
«Sì. È vissuto per un po’ di tempo a Santa Cruz, e ha dovuto impararla.»
«Straordinario» le dissi, cercando di mostrarmi entusiasta. «Un nativo di Cuilapa che parla mopàn. E lo parla bene?»
«Abbastanza bene» rispose con un certo orgoglio.
«Anch’io so qualche parola in mopàn» dissi, e ne pronunciai quattro o cinque. «Mi piacerebbe impararne altre.»
Il giorno dopo andai nella mia biblioteca al primo piano. Presi un dizionario comparato delle lingue maya e una grammatica di kekchí, che non ha molte affinità con il mopàn.
Maria Luisa veste sempre in modo impeccabile: gonna a quadretti fatta con le sue mani, blusa bianca ricamata finemente intorno al collo e sulle maniche. «Po significa luna» mi disse. «Poqos, polvere.»
«Come tradurresti la parola “romantico”?»
«Tx’i ish, o peekesh» rispose, dopo aver riflettuto un momento.
Secondo il dizionario, questi due termini equivalgono a “sentimentale” e possono essere messi in relazione con la parola cane — shwiit in aguacateco, pek in mopàn.
Qualcosa sta per accadere, o sta già accadendo, qualcosa che potrebbe alterare il corso della mia vita. E la conseguenza di un cambiamento di prospettiva? Voler imparare il mopàn è voler entrare in un altro mondo. E vero che all’esterno esiste una minaccia reale, però a questo punto non mi importa più. Sono disposto ad andarmene davvero, ma non all’estero.
Dissi a Maria Luisa, quando mi portò la cena: «Voglio andare a vivere per un po’ a Blue Creek».
Un sorriso schivo.
«Davvero?»
«Non posso continuare a vivere così.» Mi guardai attorno: i dischi allineati sugli scaffali, le grate alle finestre, i libri sparsi sul tappeto. «Conosci qualcuno che mi possa trovare una sistemazione?»
«Credo di sì» disse. «Ho una cugina.»
Si voltò e uscì rapidamente dalla stanza.
Il fidanzato di Maria Luisa veniva a trovarla tutti i giorni, e io ero sempre più in preda a qualcosa che posso solo chiamare gelosia. A volte li spiavo dalle finestre del salotto.
Giorno dopo giorno, imparavo dozzine di parole in mopàn. Maria Luisa correggeva i miei errori di pronuncia — loro hanno dieci vocali invece di cinque e distinguono le kappa dalle qu. Spesso si metteva a ridere, ma stavamo facendo progressi.
Così passavano le settimane.
Per costruire frasi in buon mopàn bisogna scardinare le proprie abitudini mentali, o linguistiche, il che richiede un certo allenamento.
«Che cosa intendevi dire l’altro giorno» le domandai una volta, «quando mi hai detto che tenevi questo fidanzato per necessità?»
Arrossendo, Maria Luisa si voltò verso la finestra e rimase a guardare il giardinetto con la fontana di tufo e le lucertole immobili al sole.
“La soluzione migliore sarebbe lasciare qualcuno al mio posto” pensai in quel momento.
«Il tuo amico» le chiesi dopo un lungo silenzio «sarebbe disposto a farlo?»
Maria Luisa mi guardò. Sembrava turbata. «A fare cosa?»
«A vivere qui al posto mio, se me ne vado.»
«Posso chiederglielo.»
Una domenica, qualche settimana dopo, Maria Luisa annunciò: «Gli ho parlato, dice che lo farà. Verrà a vivere qui».
Fu come se si spalancasse una porta. “Vivrà sepolto” pensai. Tramite Maria Luisa ci accordammo sul denaro che avrebbe ricevuto per i suoi servigi in mia assenza, concordammo sulla durata indefinita degli stessi, e chiarimmo le eventuali conseguenze di una diserzione.
Abbandonai la mia casa un mercoledì a mezzogiorno. Avevo con me una lettera di presentazione per la cugina di María Luisa e alcuni regali per sua zia e per un fratello.
«Tienimi informato» le dissi un momento prima di uscire in strada, dove mi attendeva una macchina con autista. Mi promise di farlo.
L’auto con i vetri scuri, come avevo chiesto, mi portò alla stazione degli autobus. Inghiottii due pastiglie e mi svegliai quando eravamo a poche ore da Flores. A Flores, dove passai la notte aspettando il mezzo che mi avrebbe avvicinato alla mia destinazione, scrissi una cartolina a María Luisa e le dissi della sensazione di avventura, di viaggio nell’ignoto che avevo provato nel risvegliarmi su una strada polverosa in mezzo alla savana e alla foresta.
Ma ciò che per me era ignoto, per lei era familiare.
“Due esseri di diversa origine che si muovono in direzione opposta possono incontrarsi, unirsi per un momento e poi separarsi, allontanandosi sempre di più.”
Il camion partì da Flores all’alba. Stavolta non presi pastiglie. Vidi sorgere il sole sul lato sinistro della strada. Più avanti, il paesaggio di montagne arrotondate e coperte di vegetazione, con qualche radura di terra bianca e la costa in lontananza sotto un cielo di nuvole enormi, come infiammate, mi ispirò un’emozione identica a quella di chi ritrova un luogo conosciuto. La sentivo fin nelle dita delle mani; ogni tanto le sfregavo, come un allucinato che vuole verificare se ciò che prova corrisponde a ciò che vede. L’aria era una membrana, una fasciatura.
A mezzogiorno scesi al bivio per San Antonio e Santa Cruz. Lì mi raccolse un camioncino pieno di gente. Seduto nella parte posteriore fra un bambino e un anziano, vedevo la strada che si snodava fino alla costa, mentre il veicolo saliva lentamente, sobbalzando e sbandando.
«Wab’ix» mi disse l’anziano, indicando con una mano artritica una collina seminata a mais, con una ceiba sulla sommità. «Ntzee’ya.» Il mio campo, il mio albero.
Arrivammo a San Antonio all’imbrunire.
Quella notte alloggiai all’Hilltop Hotel, gestito dal signor Bol, un pocomàn di Tactic sposato con una kekchí di San Luís. Sono molto diversi l’uno dall’altra. Lui è magro, con i lineamenti affilati; lei, grassoccia e con i tratti orientali. La mia stanza si trovava al terzo piano, che era anche l’ultimo, e dominava la cittadina e il paesaggio di nuvole bassissime fino alle pianure costiere.
Il mattino dopo il signor Bol mi accompagnò con un vecchio furgoncino a una fattoria a due chilometri da Santa Cruz.
«Io mi fermo qui» disse. «Il resto della strada dovrà farlo a piedi.»
Mi caricai il borsone in spalla e mi misi in cammino.
A Santa Cruz parlai con un certo Valentín, indicatomi da Maria Luisa, che mi affittò una mula e mi fece da guida fino a Blue Creek.
Così arrivai cavalcando alla casa della zia di Maria Luisa, che si chiama Manuela. Senza scendere dalla mula, Valentín bussò alla porta. La signora aprì, congedò Valentín e mi invitò a entrare. Sua figlia non c’era, mi disse quando le consegnai la lettera. Chiese i regali e io glieli diedi. Poi andò a chiamare un bambino perché mi facesse strada fino alla mia nuova dimora.
Non disfeci i bagagli quel pomeriggio, e neppure quella sera. Il luogo mi sembrava ostile. Sul pavimento della stanza più grande c’era un vecchio materasso roso dalle tarme. Lo scossi, ci stesi una coperta e quando fu notte fonda mi ci sdraiai sopra.
Mi svegliai con un braccio coperto di vesciche. La traccia vischiosa di un verme, l’orina di qualche ragno? Provai schifo per quel posto, così decisi di pulirlo a fondo. È strano come la polvere di una casa che non sentiamo nostra ci provochi tanta repulsione. C’erano carte di caramelle sparse per terra, il che suggeriva la presenza di bambini; e nella stanza in fondo, la più piccola, due scatole di preservativi e una di analgesici calpestata. Quando ebbi terminato scesi al fiume a nuotare, tuffandomi nella corrente rapida e fredda.
Tornai a casa e vidi che era arrivata Lucrecia, la cugina di María Luisa. Si assomigliano molto, ma Lucrecia è un po’ più alta e — questa fu l’impressione che ebbi — più flemmatica, meditativa. Era stata maestra di scuola a Dangriga, mi disse, e in seguito si era sposata con un veterano inglese. Era appena rimasta vedova.
Mi mostrò dettagli della casa che non avevo notato, come un buco nel muro, tappato da un turacciolo.
«È una vecchia tradizione» mi disse. «Un orinatoio. Questo l’ha fatto mio padre. Fa bene agli arbusti del cortile. In genere sono cespugli, ma questi» e mi condusse a una finestra, «li vedi?, sembrano alberi.»
C’era anche una mezza porta, accanto al materasso, da cui si può saltare fuori: la casa è retta da sei pilastri di legno.
«Se per caso dovesse fuggire.»
«Anche questa è una tradizione?» le domandai. «No. Mio padre aveva troppa fantasia.»
Mi disse che mi avrebbe procurato un tavolo con delle sedie per la cucina e una stufa a gas. Uscimmo sulla piccola veranda.
«Ti piace?» E guardò il paesaggio di colline coperte di alberi alti.
«Molto.»
Indicò le travi del soffitto.
«Qui potresti appenderci un’amaca.» Scese le scale in fretta e si voltò. «Ciao. Verrò a trovarti alla fine del mese.»
Agitai la mano in un saluto.
«Torni a Dangriga?» le gridai, perché era già lontana.
«Sì» rispose.
Nel pomeriggio feci un’escursione di due ore fino alla sorgente del fiume, dove ci sono diverse grotte.
Al ritorno, sdraiato sul materasso, scrissi a Maria Luisa. Le dissi che mi mancava, le chiesi notizie del mio sostituto e le raccontai che avevo conosciuto Lucrecia.
Il giorno dopo conobbi un personaggio bizzarro. Mi sentii chiamare a gran voce dalla strada. Uscii sulla veranda e invitai l’uomo ad avvicinarsi. Mi disse che era stata la signora Manuela a parlargli di me. Mi guardava con un misto di diffidenza e di curiosità; non mi disse come si chiamava e si mise a fare domande. Se mi trovavo bene, se pensavo di restare a lungo, se avevo visto le grotte.
«Solo da fuori» gli dissi. «Ci tornerò con un equipaggiamento migliore.»
«Nessuno le ha mai esplorate» disse con un sorriso ipocrita. Infilò una mano nella tasca dei pantaloni, poi la tirò fuori lentamente e la aprì per mostrarmi un piccolo oggetto, una testa in miniatura di giada dorata.
«Che gliene pare?» mi domandò.
«È bellissima. Dove l’ha trovata?»
Non rispose subito.
«Nel mio campo, mentre zappavo. Ne ho altre, se le interessano.»
In quel momento notai che era zuppo di sudore, che emanava un odore forte, penetrante, e sembrava molto stanco. Ansimava. Gli domandai in mopàn se voleva riposarsi un po’ all’ombra, se voleva bere qualcosa. Mi guardò incerto e mi accorsi che non era indigeno, nonostante avesse la pelle scurissima.
«Entri, se vuole rinfrescarsi.»
Entrammo. Gli versai un bicchiere di acqua di cocco. Bevve mezzo bicchiere in un lungo sorso lento.
«Posso dare un’altra occhiata a quella pietra?»
La tirò fuori dalla tasca, la pulì con il fazzoletto e la posò sul tavolo.
«La tocchi pure» disse sorridendo.
Presi la pietra. Era molto liscia, quasi oleosa, levigata non solo dalle mani dell’uomo ma anche dal tempo.
«Sa cosa rappresenta?» gli chiesi, guardandolo negli occhi con umiltà.
«No. Un idolo, credo.»
La figura — la riconobbi con muta soddisfazione —era il dio cucciolo di giaguaro, forse il suono “ba” del protomaya.
«È molto preziosa» disse l’uomo, serio. «Questo è tutto quello che so.»
Due giorni dopo, camminando sul sentiero lungo il fiume, udii una voce di donna cantare in mopàn. Mi fermai ad ascoltare.
Quando la voce tacque, si sentì uno sciacquio. Aggirai alcune rocce e vidi che la donna era Lucredia. China su una pietra lungo la riva, con indosso solo una sottoveste, sfregava energicamente un indumento. Accanto a lei c’era un secchio pieno di biancheria.
«Ti credevo a Dangriga» le dissi senza avvicinarmi. Sollevò il capo e mi vide.
«Cosa?» gridò. «Non ti sento.»
Mi avvicinai di qualche metro.
«Ascolta» mi disse severa, ma le ridevano gli occhi. «Agli uomini è proibito venire nei posti dove si fa il bucato. Però tu non puoi conoscere le nostre usanze. È solo che se ci vedesse qualcuno… ma tanto di qui non passa mai nessuno. Andavi a passeggio?» Si chinò per risciacquare il lenzuolo steso sulla pietra versandogli sopra l’acqua contenuta in una zucca. La schiuma rotolò nell’acqua e si sciolse nella corrente.
«È meglio che me ne vada» dissi.
Lei alzò le spalle e sorrise.
«Come vuoi.»
Camminai fino in paese e andai a trovare doña Manuela. Erano le cinque quando arrivai alla sua bottega. Mi fece entrare dal retro, una specie di dispensa che comunicava con il cortile di casa. Alle pareti erano appesi almanacchi e foto di famiglia.
«Qualche giorno fa un signore è venuto a trovarmi. Mi ha detto che l’aveva mandato lei. Non gli ho chiesto come si chiamava.»
La signora mi guardò, sorpresa e allarmata. Si lasciò cadere su una sedia impagliata.
«Com’era?» domandò.
Glielo descrissi: scuro di pelle e mingherlino. «Non parlava in dialetto» aggiunsi.
«Dev’essere Domingo» mi disse. «Non è vero che l’ho mandato io.»
«Ma lo conosce.»
«Tutti conoscono Domingo. Si fa vedere più o meno ogni cinque anni. Dicono che abbia più di un morto sulla coscienza. Qui non gli è andata molto bene; nessuno gli dà confidenza. Non vuole bere qualcosa?»
Trascorse un mese fatto di giorni e di notti tranquille. Gli unici avvenimenti degni di nota furono due visite di Lucrecia — una volta arrivò accompagnata dalla madre, che mi regalò alcuni dolci di mais, ormai divenuti parte della mia dieta — e l’escursione, insieme al fratello di Lucrecia, alle grotte di Kolom Ha, dove trovammo un vaso di terracotta privo di decorazioni, rotto in quattro pezzi, e un coltello di ossidiana.
Non avevo notizie dalla capitale, e sebbene questo mi permettesse di far rimanere nell’oblio il mio passato e di condurre una vita normale, il silenzio di Maria Luisa mi preoccupava.
Finalmente ricevetti notizie. La lettera diceva:
Mi fa piacere sapere che le ore dedicate allo studio della mia lingua non sono state infruttuose, e che lo strumento forgiato con il mio aiuto le è servito per ambientarsi in quel mondo. Mi creda, pensare che lei è laggiù ha reso più triste il mio esilio. Tuttavia, la mia amicizia nei suoi confronti, la sua casa e i suoi oggetti, che ormai mi sono diventati familiari, sono un rifugio che mi permette di sentirmi bene in questa città grande e violenta. È un luogo infame, a cui la gente come me accorre spinta da un impulso cieco. Lei è sempre vissuto qui, e forse le sembrerà che io esageri, eppure penso che per lei sia stata una fortuna essere costretto a emigrare a Blue Creek.
Il suo sostituto si è comportato abbastanza bene. Era convinto di aver ottenuto, come per miracolo, tutto ciò che desiderava: una casa in un quartiere prestigioso, con biblioteca, impianto stereofonico e televisione, e — naturalmente — con una cameriera. Per prudenza, nel caso che a qualcuno fosse venuto in mente di controllare se lei era davvero partito, ho servito il suo sostituto come fosse stato il padrone. Ma non ignoravo che a lui era toccata la parte peggiore. È diventato la vittima dei suoi sogni. Aveva una brutta cera ed era ingrassato. Soltanto una volta non è tornato a dormire, e io l’ho minacciato dicendo che non gli avrei più permesso di entrare. Questa minaccia, che non avrei potuto mettere in atto, lo ha spaventato, perché non si è più assentato in quel modo; il che prova che era pienamente soddisfatto di stare qui, nel luogo da cui lei, più saggio, ha deciso di allontanarsi.
È stato assassinato a pugnalate nella vasca da bagno da un uomo che si era fatto passare per addetto dell’azienda dell’acqua potabile.
Le mando il necrologio che annuncia la sua morte.
In effetti, il necrologio annunciava la mia morte. Misi via la lettera e uscii a camminare. Andai a casa di Lucrecia. Era nella bottega, dietro al banco.
«Rimarrò qui più a lungo del previsto» le dissi.
Suo fratello minore entrò, ci salutò e andò all’altra estremità del banco. Lucrecia uscì in strada.
La seguii. Camminammo affiancati, ma senza parlare, fino alle ultime case del paese. Si levò una fredda raffica di vento — era dicembre — che denudò i rami di un albero del marciapiede. Lucrecia non mi guardava, non voleva guardarmi.
«Ti ha scritto María Luisa?» le domandai. Non rispose.
Sul lato opposto della strada passava Domingo, a testa bassa, con aria triste.
Tu e io, pensai.
Published November 9, 2017
© Rodrigo Rey Rosa, 1994
© Mondadori Libri 1998
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I visited Guatemala earlier this year for a migratory procedure. I was offered an urgent job to teach Arabic language at the university, replacing a professor who was forced to suspend his teaching for the rest of the semester due to the occurrence of a force majeure. In order to get paid, I needed to exit Mexico, with my new employment contract and passport, and visit one of Mexico’s embassies abroad. Avoiding our neighbors up north and the trouble it entails to visit them, and not knowing how long the procedure might take, I flew south to Guatemala City and reserved a room at the Hotel Spring, on 8th Street and 12th Avenue, Zona 1, for one week.
The procedure was efficiently carried out at the Mexican Embassy in Zona 10 in one day, and so I found myself, unexpectedly, having to spend the rest of the week in Guatemala before I had to fly back to Mexico. Captivated by the city’s human scenery and Babylon sonority on the Zona 1’s pedestrian Sixth Avenue, where indigenous Mayan-languages speakers (Ixil, K’iche’ and Kaqchikel, to name a few) stroll through the “Sexta” shouldering Spanish speaking Ladinos, Palestinian merchant newcomers who speak Spanish with a Jerusalem accent, and black Garifunas speaking Garifuna, and amused by how the city is divided up into numbers of zones, streets and avenues one needs to constantly keep track of to move around, and feeling at home in the small-world but intense vibe of the place, I decided to spend the rest of the week in Guatemala City.
I was having coffee with my friend, a friend I had just made, at La Esquina Jazz Café on 6th Avenue, right on the border between Zona 1 and Zona 2. I asked her about Guatemalan literature and what I should read, and she mentioned the name of Rodrigo Rey Rosa and suggested that I would enjoy reading him. I knew of the author and had read a few of his stories that appeared in Siempre juntos y otros cuentos, published by Almadía in Oaxaca. “It’s literature on the violence in Guatemala,” was all my friend said. After having more coffee with milk, “the person who just walked in and sat at the table behind you is Rodrigo Rey Rosa,” she said.
As we were exiting the café, we approached Rodrigo to say hi. My friend reproached Rodrigo for not having written her back after she had written to him in the past. Rodrigo pronounced his easy to remember e-mail address, adding that “I always answer e-mails.”
Two days before leaving Guatemala I decided to write RRR to meet and chat, and he immediately wrote back, suggesting a time and a three-coordinated address. On the next day, my last, I met him in the afternoon in the café San Martín on 20th Street between 12th and 13th Avenue in Zona 10. When I told him what I was in Guatemala for, he asked me why I didn’t think of going to the Mexican Embassy in Belize and carry out the procedure there. Belize also shares a border with Mexico, he reminded me, and I remembered in amazement, followed by horror and then shame. Later we talked about a variety of things like Tangiers, his meeting with Muhammed Shukri in Tangiers, Bowles, indigenous literature, and violence.
Long story short, the idea of translating one of Rodrigo’s stories into Arabic came up, and here is “La peor parte” in Arabic, original Spanish and an earlier Italian translation (by Vittoria Martinetto). It’s the story of a Ladino man in Guatemala City forced into exile, but instead of exiling himself to the familiar abroad, he seeks refuge in the country’s foreign interior.
Many thanks to Iraqi poet Bassem Al Meraiby for revising the Arabic translation of the story.
– Shadi Rohana
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