Las mil y una noches

Written in Spanish by Jorge Luis Borges

| A specimen of Babel: Stories on the loss of the earth’s one speech and the confusion of languages

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Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches.

Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de Egipto, el lejano Egipto. Digo «el lejano» porque el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso.

Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente que no podemos definir y que son verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro». ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.

Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien lo sé, será de interés para ustedes.

Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.

La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: «Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia». Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.

Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.

Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.

Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: «Ultra Aurora et Ganges», «más allá de la aurora y del Ganges». En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación sobre los hombres del Occidente.

Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado «Monstruo de la Naturaleza» por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico).

Le envían un elefante y esa palabra, «elefante», nos recuerda que Roland hace sonar el «olifán», la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española «alfil» significa «el elefante» en árabe y tiene el mismo origen que «marfil». En piezas de ajedrez orientales yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.

En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard the Lionheart, Ricardo Corazón de León. El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.

En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.

Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.

En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra «mil» sea casi sinónima de «infinito». Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir «mil y una noches» es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir «para siempre», forever, se dice forever and a day, «para siempre y un día». Se agrega un día a la palabra «siempre». Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: «Te amaré eternamente y aún después».

La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.

En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por Kipling: «Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa».

Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.

Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fénelon: «De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón». Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.

Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.

En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido también.

El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland —para el Oriente—, «tierra de la mañana». Para el Occidente, Abendland, «tierra de la tarde». Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, «la ida hacia abajo de la tierra de la tarde», o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente. Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de Dante, «Dolce color d’oriëntal zaffiro». Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en el Purgatorio.

¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.

Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.

Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen.

Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.

Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su libro Account of the Manners and Costums of the modern Egyptians [Modales y costumbres de los actuales egipcios] cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.

Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.

¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó «y una». Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.

Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indostánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of the Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), sería un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da ganas de leer el libro.

Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.

En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.

Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del Oriente.

¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos, irresponsables como dioses.

Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede ocurrir en cualquier momento.

Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre. Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de un genio.

¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son invisibles e impalpables.

El genio dice: «Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol». El pescador le pregunta por qué habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo libere. «Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡oh mi salvador!». Ese rasgo de ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.

El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: «Lo que me has contado no es cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este pequeño recipiente?». El genio contesta: «Hombre de poca fe, vas a ver». Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo amenaza.

La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.

Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.

El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Persia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se lo cuenta. El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: «Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete». El otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.

En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.

Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.

Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento romántico empieza en Inglaterra con Coleridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.

Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto literario, de Littmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de notas.

Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra «falsificar» es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿Por qué no suponer que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?

La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa. Galland nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirables Nuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.

Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también.

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The myth of Babel tells of the loss of the earth’s one language and one speech, and the confusion of languages. Suddenly every object and every idea assumed a plurality of names, and the oversized tower, symbol of human imagination and hubris, was abandoned within the shadow foreboding its destruction. With an unprecedented series of correlated texts, Specimen explores these magnificent ruins, hearing echoes of the multiplicity of languages and the birth of translation. This collection includes texts about Babel, translation or language, and special translations. In September 2021, 20 years after 9/11, the Babel festival will focus on the multiplication of languages and the present diaspora from the regions of ancient Babylon – the scattering of the children of men over the face of all the earth. >> www.babelfestival.com

From En Siete noches (1980); Conferencia dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977
© Jorge Luis Borges, 1980

The Thousand and One Nights

Written in Spanish by Jorge Luis Borges

| A specimen of Babel: Stories on the loss of the earth’s one speech and the confusion of languages


Translated into English by Eliot Weinberger

A major event in the history of the West was the discovery of the East. It would be more precise to speak of a continuing consciousness of the East, comparable to the presence of Persia in Greek history. Within this general consciousness of the Orient — something vast, immobile, magnificent, incompressible — there were certain high points, and I would like to mention a few. This seems to me the best approach to a subject I love so much, one I have loved since childhood, The Book of the Thousand and One Nights or, as it is called in the English version — the one I first read — The Arabian Nights, a title that is not without mystery, but is less beautiful.

I will mention a few of these high points. First, the nine books of Herodotus, and in them the revelation of Egypt, far-off Egypt. I say “far-off” because space was measured by time, and the journey was hazardous. For the Greeks, the Egyptian world was older and greater, and they felt it to be mysterious.

We will examine later the words Orient and Occident, East and West, which we cannot define, but which are true. They remind me of what St. Augustine said about time: “What is time? If you don’t ask me I know; but if you ask me I don’t know.” What are East and the West? If you ask me, I don’t know. We must settle for approximations.

Let us look at the encounters, the campaigns, and the wars of Alexander, who conquered Persia and India and who died finally in Babylonia, as everyone knows. This was the first great meeting with the East, and an encounter that so affected Alexander that he ceased to be Greek and became partly Persian. The Persians have now incorporated him into their history — Alexander, who slept with a sword and the Iliad under his pillow. We will return to him later, but since we are mentioning Alexander, I would like to recall a legend that may be of interest to you.

Alexander does not die in Babylonia at age thirty-three. He is separated from his men and wanders through the deserts and forests, and at last he sees a great light. It is a bonfire, and it is surrounded by warriors with yellow skin and slanted eyes. They do not know him, but they welcome him. As he is at heart a soldier, he joins in battles in a geography that is unknown to him. He is a soldier: the causes do not matter to him, but he is willing to die for them. The years pass, and he has forgotten many things. Finally the day arrives when the troops are paid off, and among the coins there is one that disturbs him. He has it in the palm of his hand, and he says: “You are an old man; this is the medal that was struck for the victory of Arbela when I was Alexander of Macedon.” At that moment he remembers his past, and he returns to being a mercenary for the Tartars or Chinese or whoever they were.

That memorable invention belongs to the poet Robert Graves. To Alexander had been prophesied the dominion of the East and the West. The Islamic countries still honor him under the name Alexander the Two-Horned, because he ruled the two horns of East and West.

Let us look at another example of this great — and not infrequently, tragic — dialogue between East and West. Let us think of the young Virgil, touching a piece of printed silk from a distant country. The country of the Chinese, of which he only knows that it is far-off and peaceful, at the further reaches of the Orient. Virgil will remember that silk in his Georgics, that seamless silk, with images of temples, emperors, rivers, bridges, and lakes far removed from those he knew.

Another revelation of the Orient is that admirable book, the Natural History of Pliny. There he speaks of the Chinese, and he mentions Bactria, Persia, and the India of King Porus. There is a poem of Juvenal I read more than forty years ago, which suddenly comes to mind. In order to speak of a far-off place, Juvenal says, “Ultra Auroram et Gangem,” beyond the dawn and the Ganges. In those four words is, for us the East. Who knows if Juvenal felt it as we do? I think so. The East has always held a fascination for the people of the West.

Proceeding through history, we reach a curious gift. Possibly it never happened; it has sometimes been considered a legend. Harun al-Rashid, Aaron the Orthodox, sent his counterpart Charlemagne an elephant. Perhaps it was impossible to send an elephant from Baghdad to France, but that is not important. It doesn’t hurt to believe it. That elephant is a monster. Let us remember that the word monster does not mean something horrible. Lope de Vega was called a “Monster of Nature” by Cervantes. That elephant must have been something quite strange for the French and for the Germanic king Charlemagne. (It is sad to think that Charlemagne could not have read the Chanson de Roland, for he spoke some Germanic dialect.)

They sent the elephant, and that word elephant reminds us that Roland sounded the olifant, the ivory trumpet that got its name precisely because it came from the tusk of an elephant. And since we are speaking of etymologies, let us recall that the Spanish word alfil, the bishop in the game of chess, means elephant in Arabic and has the same origin as marfil, ivory. Among Oriental chess pieces I have seen an elephant with a castle and a little man. That piece was not the rook, as one might think from the castle, but rather the bishop, the alfil, or elephant.

In the Crusades, the soldiers returned and brought back memories. They brought memories of lions, for example. We have the famous crusader Richard the Lionheart. The lion that entered into heraldry is an animal from the East. This list should not go on forever, but let us remember Marco Polo, whose book is a revelation of the Orient — for a long time it was the major source. The book was dictated to a friend in jail, after the battle in which the Venetians were conquered by the Genoese. In it, there is the history of the Orient, and he speaks of Kublai Khan, who will reappear in a certain poem by Coleridge.

In the fifteenth century in the city of Alexandria, the city of Alexander the Two-Horned, a series of tales was gathered. Those tales have a strange history, as it is generally believed. They were first told in India, then in Persia, then in Asia Minor, and finally were written down in Arabic and compiled in Cairo. They became The Book of the Thousand and One Nights.

I want to pause over the title. It is one of the most beautiful in the world… I think its beauty lies in the fact that for us the word thousand is almost synonymous with infinite. To say a thousand nights is to say infinite nights, countless nights, endless nights. To say a thousand and one nights is to add one to infinity. Let us recall a curious English expression: instead of forever, they sometimes say forever and a day. A day has been added to forever. It is reminiscent of a line of Heine, written to a woman: “I will love you eternally and even after.”

The idea of infinity is consubstantial with The Thousand and One Nights.

In 1704, the first European version was published, the first of the six volumes by the French Orientalist Antoine Galland. With the Romantic movement, the Orient richly entered the consciousness of Europe. It is enough to mention two great names: Byron, more important for his image than for his work, and Hugo, the greatest of them all. By 1890 or so, Kipling could say: “Once you have heard the call of the East, you will never hear anything else.”

Let us return for a moment to the first translation of The Thousand and One Nights. It is a major event for all European literature. We are in 1704, in France. It is the France of the Grand Siècle; it is the France where literature is legislated by Boileau, who dies in 1711 and never suspects that all his rhetoric is threatened by that splendid Oriental invasion.

Let us think about the rhetoric of Boileau, made of precautions and prohibitions, of the cult of reason, and of that beautiful line of Fénelon: “Of the operations of the spirit, the least frequent is reason.” Boileau, of course, wanted to base poetry on reason.

We are speaking in the illustrious dialect of Latin we call Spanish, and it too is an episode of that nostalgia, of that amorous and at times bellicose commerce between Orient and Occident, for the discovery of America is due to the desire to reach the Indies. We call the people of Montezuma and Atahualpa Indians precisely because of this error, because the Spaniards believed they had reached the Indies. This little lecture is part of that dialogue between East and West.

As for the word Occident, we know its origin, but that does not matter. Suffice to say that Western culture is not pure in the sense that it exists entirely because of Western efforts. Two nations have been essential for our culture: Greece (since Rome is a Hellenistic extension) and Israel, an Eastern country. Both are combined into what we call Western civilization. Speaking of the revelations of the East, we must also remember the continuing revelation that is the Holy Scripture. The fact is reciprocal, now that the West influences the East. There is a book by a French author called The Discovery of Europe by the Chinese — that too must have occurred.

The Orient is the place where the sun comes from. There is a beautiful German word for the East, Morgenland, land of morning. You will recall Spengler’s Der Untergang des Abendlandes, that is, the downward motion of the land of evening, or, as it is translated more prosaically, The Decline of the West. I think that we must not renounce the word Orient, a word so beautiful, for within it, by happy chance, is the word oro, gold. In the word Orient we feel the word oro, for when the sun rises we see a sky of gold. I come back to that famous line of Dante: “Dolce color d’oriental zaffiro.” The word oriental here has two meanings: the Oriental sapphire, which comes from the East, and also the gold of morning, the gold of that first morning in Purgatory.

What is the Orient? If we attempt to define it in a geographical way, we encounter something quite strange: part of the Orient, North Africa, is in the West, or what for the Greeks and Romans was the West. Egypt is also the Orient, and the lands of Israel, Asia Minor, and Bactria, Persia, India — all of those countries that stretch further and further and have little in common with one another. Thus, for example, Tartary, China, Japan — all that is our Orient. Hearing the word Orient, I think we all think, first of all, of the Islamic Orient, and by extension the Orient of northern India.

Such is the primary meaning it has for us, and this is the product of The Thousand and One Nights. There is something we feel as the Orient, something I have not felt in Israel but have felt in Granada and in Córdoba. I have felt the presence of the East, and I don’t know if I can define it; perhaps it’s not worth it to define something we feel so instinctively. The connotations of that word we owe to The Thousand and One Nights. It is our first thought; only later do we think of Marco Polo or the legends of Prester John, of those rivers of sand with fishes of gold. First we think of Islam.

Let us look at the history of the book, and then at the translations. The origin of the book is obscure. We may think of the cathedrals, miscalled Gothic, that are the works of generations of men. But there is an essential difference: the artisans and craftsmen of the cathedrals knew what they were making. In contrast, The Thousand and One Nights appears in a mysterious way. It is the work of thousands of authors, and none of them knew that he was helping to construct this illustrious book, one of the most illustrious books in all literature (and one more appreciated in the West than in the East, so they tell me).

Now, a curious note that was transcribed by the Baron von Hammer-Purgstall, an Orientalist cited with admiration by both Lane and Burton, the two most famous English translators of The Thousand and One Nights. He speaks of certain men he calls confabulatores nocturni, men of the night who tell stories, men whose profession it is to tell stories during the night. He cites an ancient Persian text which states that the first person to hear such stories told, who gathered the men of the night to tell stories in order to ease his insomnia, was Alexander of Macedon. Those stories must have been fables. I suspect that the enchantment of fables is not in their morals. What enchanted Aesop or the Hindu fabulists was to imagine animals that were like little men, with their comedies and tragedies. The idea of the moral proposition was added later. What was important was the fact that the wolf spoke with the sheep and the ox with the ass, or the lion with the nightingale.

We have Alexander of Macedon hearing the stories told by these anonymous men of the night, and this profession lasted for a long time. Lane, in his book Account of the Manners and Customs of the Modern Egyptians, says that as late as 1850 storytellers were common in Cairo. There were some fifty of them, and they often told stories from The Thousand and One Nights.

We have a series of tales. Those from India, which form the central core (according to Burton and to Cansinos-Asséns, author of an excellent Spanish version) pass on to Persia; in Persia they are modified, enriched, and Arabized. They finally reach Egypt at the end of the fifteenth century, and the first compilation is made. This one leads to another, apparently a Persian version: Hazar Afsana, the thousand tales.

Why were there first a thousand and later a thousand and one? I think there are two reasons. First, there was the superstition — and superstition is very important in this case — that even numbers are evil omens. They then sought an odd number and luckily added and one. If they had made it nine hundred and ninety-nine we would have felt that there was a night missing. This way we feel that we have been given something infinite, that we have received a bonus — another night.

We know that chronology and history exist, but they are primarily Western discoveries. There are no Persian histories of literature or Indian histories of philosophy, nor are there Chinese histories of Chinese literature, because they are not interested in the succession of facts. They believe that literature and poetry are eternal processes. I think they are basically right. For example, the title, The Thousand and One Nights would be beautiful even if it were invented this morning. If it had been made today we would think what a lovely title, and it is lovely not only because it is beautiful (as beautiful as Lugones’ Los crepúsculos del jardín: The Twilights of the Garden) but because it makes you want to read the book.

One feels like getting lost in The Thousand and One Nights, one knows that entering that book one can forget one’s own poor human fate; one can enter a world, a world made up of archetypal figures but also of individuals.

In the title The Thousand and One Nights there is something very important: the suggestion of an infinite book. It practically is. The Arabs say that no one can read The Thousand and One Nights to the end. Not for reasons of boredom: one feels the book is infinite.

At home I have the seventeen volumes of Burton’s version. I know I’ll never read all of them, but I know that there the nights are waiting for me; that my life may be wretched but the seventeen volumes will be there; there will be that species of eternity, The Thousand and One Nights of the Orient.

How does one define the Orient (not the real Orient, which does not exist)? I would say that the notions of East and West are generalizations, but that no individual can feel himself to be Oriental. I suppose that a man feels himself to be Persian or Hindu or Malaysian, but not Oriental. In the same way, no one feels himself to be Latin American: we feel ourselves to be Argentines or Chileans. It doesn’t matter; the concept does not exist.

What is the Orient, then? It is above all a world of extremes in which people are very unhappy or very happy, very rich or very poor. A world of kings, of kings who do not have to explain what they do. Of kings who are, we might say, as irresponsible as gods.

There is, moreover, the notion of hidden treasures. Anybody may discover one. And the notion of magic, which is very important. What is magic? Magic is unique causality. It is the belief that besides the causal relations we know, there is another causal relation. That relationship may be due to accidents, to a ring, to a lamp. We rub a ring, a lamp, and a genie appears. That genie is a slave who is also omnipotent and who will fulfil our wishes. It can happen at any moment.

Let us recall the story of the fisherman and the genie. The fisherman has four children and is poor. Every morning he casts his net from the banks of a sea. Already the expression a sea is magical, placing us in a world of undefined geography. The fisherman doesn’t go down to the sea, he goes down to a sea and casts his net. One morning he casts and hauls it in three times: he hauls in a dead donkey, he hauls in broken pots — in short, useless things. He casts his net a fourth time — each time he recites a poem — and the net is very heavy. He hopes it will be full of fish, but what he hauls in is a jar of yellow copper, sealed with the seal of Suleiman (Solomon). He opens the jar, and a thick smoke emerges. He thinks of selling the jar to the hardware merchants, the smoke rises to the sky, condenses, and forms the figure of a genie.

What are these genies? They are related to a pre-Adamite creation — before Adam, inferior to men, but they can be gigantic. According to the Moslems, they inhabit all of space and are invisible and impalpable.

The genie says, “All praises to God and Solomon His Prophet.” The fisherman asks why he speaks of Solomon, who died so long ago; today His Prophet is Mohammed. He also asks him why he is closed up in the jar. The genie tells him that he is one of those who rebelled against Solomon, and that Solomon enclosed him in the jar, sealed it, and threw it to the bottom of the sea. Four hundred years passed, and the genie pledged that whoever liberated him would be given all the gold in the world. Nothing happened. He swore that whoever liberated him, he would teach the song of the birds. The centuries passed, and the promises multiplied. Finally he swore that he would kill whoever freed him. “Now I must fulfil my promise. Prepare to die, my savior!” That flash of rage makes the genie strangely human, and perhaps likable.

The fisherman is terrified. He pretends to disbelieve the story, and he says: “What you have told me cannot be true. How could you, whose head touches the sky and whose feet touch the earth, fit into that tiny jar?” The genie answers: “Man of little faith, you will see.” He shrinks, goes back into the jar, and the fisherman seals it up.

The story continues, and the protagonist becomes not a fisherman but a king, then the king of the Black Islands, and at the end everything comes together. It is typical of The Thousand and One Nights. We may think of those Chinese spheres in which there are other spheres, or of Russian dolls. We encounter something similar in Don Quixote but not taken to the extremes of The Thousand and One Nights. Moreover, all of this is inside a vast central tale which you all know: that of the sultan who has been deceived by his wife and who, in order never to be deceived again, resolves to marry every night and kill the woman the following morning. Until Scheherazade pledges to save the others and stays alive by telling stories that remain unfinished. They spend a thousand and one nights together, and in the end she produces a son.

Stories within stories create a strange effect, almost infinite, a sort of vertigo. This has been imitated by writers ever since. The “Alice” books of Lewis Carroll or his novel Sylvia and Bruno, where there are dreams that branch out and multiply.

The subject of dreams is a favorite of The Thousand and One Nights. For example, the story of the two dreamers. A man in Cairo dreams that a voice orders him to go to Isfahan in Persia, where a treasure awaits him. He undertakes the long and difficult voyage and finally reaches Isfahan. Exhausted, he stretches out in the patio of a mosque to rest. Without knowing it he is among thieves. They are all arrested, and the cadi asks him why he has come to the city. The Egyptian tells him. The cadi laughs until he shows the back of his teeth and says to him: “Foolish and gullible man, three times I have dreamed of a house in Cairo, behind which is a garden, and in the garden a sundial, and then a fountain and a fig tree, and beneath the fountain there is a treasure. I have never given the least credit to this lie. Never return to Isfahan. Take this money and go.” The man returns to Cairo. He has recognized his own house in the cadi’s dream. He digs beneath the fountain and finds the treasure.

In The Thousand and One Nights there are echoes of the West. We encounter the adventures of Ulysses, except that Ulysses is called Sinbad the Sailor. The adventures are at times identical: for example, the story of Polyphemus. To erect the palace of The Thousand and One Nights it took generations of men, and those men are our benefactors, as we have inherited this inexhaustible book, this book capable of so much metamorphosis. I say so much metamorphosis because the first translation, that of Galland, is quite simple and is perhaps the most enchanting of them all, the least demanding on the reader. Without this first text, as Captain Burton said, the later versions could not have been written.

Galland publishes his first volume in 1704. It produces a sort of scandal, but at the same time it enchants the rational France of Louis XIV. When we think of the Romantic movement, we usually think of dates that are much later. But it might be said that the Romantic movement begins at that moment when someone, in Normandy or in Paris, reads The Thousand and One Nights. He leaves the world legislated by Boileau and enters the world of Romantic freedom.

The other events come later: the discovery of the picaresque novel by the Frenchman Le Sage; the Scots and English ballads published by Percy around 1750; and, around 1798, the Romantic movement beginning in England with Coleridge, who dreams of Kublai Khan, the protector of Marco Polo. We see how marvellous the world is and how interconnected things are.

Then come the other translations. The one by Lane is accompanied by an encyclopedia of the customs of the Moslems. The anthropological and obscene translation by Burton is written in a curious English partly derived from the fourteenth century, an English full of archaisms and neologisms, an English not devoid of beauty but which at times is difficult to read. Then the licensed (in both senses of the word) version of Doctor Mardrus, and a German version, literal but without literary charm, by Littmann. Now, happily, we have a Spanish version by my teacher Rafael Cansinos-Asséns. The book has been published in Mexico; it is perhaps the best of all the versions, and it is accompanied by notes.

The most famous tale of The Thousand and One Nights is not found in the original version. It is the story of Aladdin and the magic lamp. It appears in Galland’s version, and Burton searched in vain for an Arabic or Persian text. Some have suspected Galland forged the tale. I think the word forged is unjust and malign. Galland had as much right to invent a story as did those confabulatores nocturni. Why shouldn’t we suppose that after having translated so many tales, he wanted to invent one himself, and did?

The story does not end with Galland. In his autobiography De Quincey says that, for him, there was one story in The Thousand and One Nights that was incomparably superior to the others, and that was the story of Aladdin. He speaks of the magician of Magrab who comes to China because he knows that there is the one person capable of exhuming the marvelous lamp. Galland tells us that the magician was an astrologer, and that the stars told him he had to go to China to find the boy. De Quincey, who had a wonderfully inventive memory, records a completely different fact. According to him, the magician had put his ear to the ground and had heard the innumerable footsteps of men. And he had distinguished, from among the footsteps, those of the boy destined to discover the lamp. This, said De Quincey, brought him to the idea that the world is made of correspondences, is full of magic mirrors — that in small things is the cipher of the large. The fact of the magician putting his ear to the ground and deciphering the footsteps of Aladdin appears in none of these texts. It is an invention of the memory or the dreams of De Quincey. The Thousand and One Nights has not died. The infinite time of the thousand and one nights continues its course. At the beginning of the eighteenth century the book was translated; at the beginning of the nineteenth (or end of the eighteenth) De Quincey remembered it another way. The Nights will have other translators, and each translator will create a different version of the book. We may almost speak of the many books titles The Thousand and One Nights: two in French, by Galland and Mardrus; three in English, by Burton, Lane, and Paine; three in German, by Henning, Littmann, and Weil; one in Spanish by Cansinos-Asséns. Each of these books is different, because The Thousand and One Nights keeps growing or recreating itself. Robert Louis Stevenson’s admirable New Arabian Nights takes up the subject of the disguised prince who walks through the city accompanied by his vizier and who has curious adventures. But Stevenson invented his prince, Florizel of Bohemia, and his aide-de-camp, Colonel Geraldine, and he had them walk through London. Not a real London, but a London similar to Baghdad; not the Baghdad of reality, but the Baghdad of The Thousand and One Nights.

There is another author we must add: G. K. Chesterton, Stevenson’s heir. The fantastic London in which occur the adventures of Father Brown and of The Man Who Was Thursday would not exist if he hadn’t read Stevenson. And Stevenson would not have written his New Arabian Nights if he hadn’t read The Arabian NightsThe Thousand and One Nights is not something which has died. It is a book so vast that it is not necessary to have read it, for it is a part of our memory — and also, now, a part of tonight.

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The myth of Babel tells of the loss of the earth’s one language and one speech, and the confusion of languages. Suddenly every object and every idea assumed a plurality of names, and the oversized tower, symbol of human imagination and hubris, was abandoned within the shadow foreboding its destruction. With an unprecedented series of correlated texts, Specimen explores these magnificent ruins, hearing echoes of the multiplicity of languages and the birth of translation. This collection includes texts about Babel, translation or language, and special translations. In September 2021, 20 years after 9/11, the Babel festival will focus on the multiplication of languages and the present diaspora from the regions of ancient Babylon – the scattering of the children of men over the face of all the earth. >> www.babelfestival.com

The Thousand and One Nights, The Georgian Review (Fall 1984): 564-574
© Jorge Luis Borges, 1980
© tr. Eliot Weinberger, 1984


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