Miseria y esplendor de la traducción
Written in Spanish by José Ortega Y Gasset
1. La miseria
En una reunión a que asisten profesores del Colegio de Francia, universitarios y personas afines, alguien habla de que es imposible traducir ciertos pensadores alemanes y propone que, generalizando el tema, se haga un estudio sobre qué filósofos se pueden traducir y cuáles no.
Parece esto suponer, con excesiva convicción, que hay filósofos y, más en general, escritores que se pueden, en efecto, traducir. ¿No es esto ilusorio? – me permití insinuar. ¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico? Verdad es que cada día me acuesto más a la opinión de que lo que el hombre hace es utópico. Se ocupa en conocer sin conseguir conocer plenamente nada. Cuando hace justicia acaba indefectiblemente haciendo alguna bellaquería. Cree que ama y luego advierte que se quedó en la promesa de hacerlo. No se entiendan estas palabras en un sentido de sátira moral, como si yo censurase a mis colegas de especie porque no hacen lo que pretenden. Mi intención es, precisamente, lo contrario: en vez de inculparles por su fracaso quiero sugerir que ninguna de esas cosas se puede hacer, que son de suyo imposibles, que se quedan en mera pretensión, vano proyecto y ademán inválido. La naturaleza ha dotado a cada animal de un programa de actos que, sin más, se pueden ejecutar satisfactoriamente. Por eso es tan raro que el animal esté triste. Sólo en los superiores – en el perro, en el caballo – se advierte alguna vez algo así como tristeza, y precisamente entonces es cuando nos parecen más cerca de nosotros, más humanos. Tal vez el espectáculo más azorante, por lo equívoco, que presenta la naturaleza sea – en el fondo misterioso de la selva – la melancolía del orangután. Normalmente los animales son felices. Nuestro sino es opuesto. Los hombres andan siempre melancólicos, maniáticos y frenéticos, maltraídos por todos estos morbos que Hipócrates llamó divinos. Y la razón de ello está en que los quehaceres humanos son irrealizables. El destino – el privilegio y el honor – del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso, y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien.
Así acontece en esta modesta ocupación que es traducir. En el orden intelectual no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante.
Escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la norma vigente de la lengua. Es un acto de rebeldía permanente contra el contorno social, una subversión. Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien; el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima. Se encuentra ante el enorme aparato policíaco que son la gramática y el uso mostrenco. ¿Qué hará con el texto rebelde? ¿No es pedirle demasiado que lo sea él también y por cuenta ajena? Vencerá en él la pusilanimidad y en vez de contravenir los bandos gramaticales hará todo lo contrario: meterá al escritor traducido en la prisión del lenguaje normal, es decir, que le traicionará. Traduttore, traditore.
– Y, sin embargo, los libros de ciencias exactas y naturales se pueden traducir – responde mi interlocutor.
– No niego que la dificultad es menor, pero sí que no exista. La rama de la matemática que más en boga ha estado durante el último cuarto de siglo ha sido la Teoría de los Conjuntos. Pues bien: su creador, Cantor, la bautizó con un término que no hay modo de traducir en nuestras lenguas. Lo que hemos tenido que llamar «conjunto» lo llamaba él Menge, vocablo cuya significación no se cubre con la de conjunto. No exageremos, pues, la traductibilidad de las ciencias matemáticas y físicas. Pero, hecha esta salvedad, estoy dispuesto a reconocer que la versión puede en ellas llegar mucho más cerca que en las demás disciplinas.
– ¿Reconoce usted, entonces, que hay dos clases de escritos: los que se pueden traducir y los que no?
– Si hablamos grosso modo, habrá que aceptar esa distinción, pero al hacerlo nos cerramos la entrada al verdadero problema que toda traducción plantea. Porque si nos preguntamos cuál es la razón de que ciertos libros científicos sean más fáciles de traducir caeremos pronto en la cuenta de que en ellos el autor mismo ha comenzado por traducirse de la lengua auténtica en que él «vive, se mueve y es», a una pseudolengua formada por términos técnicos, por vocablos lingüísticamente artificiosos que él mismo necesita definir en su libro. En suma, se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología.
– ¡Pero, una terminología es una lengua como otra cualquiera! Más aún, según nuestro Condillac: la lengua mejor, la lengua «bien hecha», es la ciencia.
– Perdóneme que en eso discrepe radicalmente de usted y del buen abate. Una lengua es un sistema de signos verbales merced al cual los individuos pueden entenderse sin previo acuerdo, al paso que una terminología sólo es inteligible si previamente el que escribe o habla y el que lee o escucha se han puesto individualmente de acuerdo sobre el significado de los signos. Por eso la llamo pseudolengua y digo que el hombre de ciencia tiene que comenzar por traducir su propio pensamiento a ella. Es un volapuk, un esperanto establecido por convención deliberada entre los que cultivan esa disciplina. De aquí que sea más fácil traducir estos libros de una lengua a otra. En realidad, los de todos los países están ya escritos casi íntegramente en la misma. Tan es así que estos libros parecen herméticos, ininteligibles o por lo menos muy difíciles de entender a los hombres que hablan la lengua auténtica en que aparentemente están escritos.
– En juego limpio no tengo más remedio que dar a usted la razón y además decirle que comienzo a entrever ciertos misterios de la relación verbal entre hombre y hombre que no había hasta ahora advertido.
– Y yo, a mi vez, entreveo que es usted una especie de último abencerraje, último superviviente de una fauna desaparecida, puesto que es usted capaz, frente a otro hombre, de creer que es el otro y no usted quien tiene razón. En efecto: el asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla. Aun ateniéndonos a lo más inmediato que nuestro tema ofrece, tendremos por ahora bastante. En lo dicho hasta aquí me he limitado a fundar el utopismo del traducir en que el autor de un libro no matemático ni físico, ni, si usted quiere, biológico, es un escritor en algún buen sentido de la palabra. Esto implica que ha usado su lengua nativa con un prodigioso tacto, logrando dos cosas que parece imposible cohonestar: ser inteligible, sin más, y a la vez modificar el uso ordinario del idioma. Esta doble operación es más difícil de ejecutar que andar por la cuerda floja. ¿Cómo podremos exigirla de los traductores corrientes? Mas, tras esta primera dificultad que ofrece la versión del estilo personal nos aparecen nuevas capas de dificultades. El estilismo personal consiste, por ejemplo, en que el autor desvía ligeramente el sentido habitual de la palabra, la obliga a que el círculo de objetos que designa no coincida exactamente con el círculo de objetos que esa misma palabra suele significar en su uso habitual. La tendencia general de estas desviaciones en un escritor es lo que llamamos su estilo. Pero es el caso que cada lengua comparada con otra tiene también su estilo lingüístico, lo que Humboldt llamaba su «forma interna». Por tanto, es utópico creer que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos. Formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su incongruencia. Es falso, por ejemplo, suponer que el español llama bosque a lo mismo que el alemán llama Wald, y, sin embargo, el diccionario nos dice que Wald significa bosque. Si hubiera humor para ello sería excelente ocasión para intercalar un «aria de bravura» describiendo el bosque de Alemania en contraposición al bosque español. Hago gracia a ustedes de la canción, pero reclamo su resultado: la clara intuición de la enorme diferencia que entre ambas realidades existe. Es tan grande, que no sólo ellas son de sobra incongruentes, sino que lo son casi todas sus resonancias intelectuales y emotivas.
Los perfiles de ambas significaciones son incoincidentes como las fotografías de dos personas hechas la una sobre la otra. Y como en este caso nuestra vista vacila y se marea sin conseguir quedarse con uno u otro perfil ni formarse un tercero, imaginemos la vaguedad penosa que nos dejará la lectura de miles de palabras a quienes esto acontece. Son, pues, unas mismas causas las que producen en la imagen visual y en el lenguaje el fenómeno del flou. La traducción es el permanente flou literario, y como, de otra parte, lo que solemos llamar tontería no es sino el flou del pensamiento, no extrañemos que un autor traducido nos parezca siempre un poco tonto.
2. Los dos utopismos
Cuando la conversación no es un mero canje de mecanismos verbales en que los hombres se comportan casi como gramófonos, sino que los interlocutores hablan de verdad sobre un asunto, se produce un curioso fenómeno. Conforme avanza la conversación, la personalidad de cada uno se va disociando progresivamente: una parte de ella atiende a lo que se dice y colabora al decir, mientras la otra, atraída por el tema mismo, como el pájaro por la serpiente, se retrae cada vez más hacia su íntimo fondo y se dedica a pensar en el asunto. Al conversar vivimos en sociedad: al pensar nos quedamos solos. Pero el caso es que en ese género de conversaciones hacemos ambas cosas a la vez, y a medida que la charla progresa las vamos haciendo con intensidad creciente: atendemos con emoción casi dramática a lo que se va diciendo y al propio tiempo nos vamos sumiendo más y más en la soledad abisal de nuestra meditación. Esta creciente disociación no se puede sostener en permanente equilibrio. De aquí que sea característico de tales conversaciones la arribada a un instante en que sufren un síncope y reina denso silencio. Cada interlocutor queda absorto en sí mismo. De puro estar pensando no puede hablar. El diálogo ha engendrado silencio y la sociedad inicial precipita en soledades.
Esto aconteció en nuestra reunión, después de mis últimas palabras. ¿Por qué, entonces? No hay duda: esta marea viva del silencio que llega a cubrir el diálogo se produce cuando el desarrollo del tema ha llegado a su extremo en una de sus direcciones y la conversación tiene que girar sobre sí misma y poner la proa a otro cuadrante.
– Este silencio –dijo alguien– que ha surgido entre nosotros tiene un carácter fúnebre. Ha matado usted la traducción y, taciturnos, seguimos su entierro.
– ¡Ah, no! –repuse yo–. ¡De ninguna manera! Me importaba mucho subrayar las miserias del traducir, me importaba sobre todo definir su dificultad, su improbabilidad, pero no para quedarme en ello, sino al revés: para que fuese resorte balístico que nos lanzase hacia el posible esplendor del arte de traducir. Es, pues, el minuto oportuno para gritar: «¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!» Ahora tenemos que bogar en sentido opuesto y, como Sócrates dice en ocasiones parecidas, tenemos que cantar la palinodia.
–Me temo–dijo el señor X–que le cueste a usted mucho trabajo. Porque no olvidamos su afirmación inicial que nos presentó la faena del traducir como una operación utópica y un propósito imposible.
– En efecto; eso dije y un poco más: que todos los quehaceres específicos del hombre tienen parejo carácter. No teman ustedes que intente decir ahora por qué pienso así. Sé que en una conversación francesa hay siempre que evitar lo principal y conviene mantenerse en la zona templada de las cuestiones intermedias. Harto amables son ustedes tolerándome y hasta imponiéndome este monólogo disfrazado, a pesar de que el monólogo es, tal vez, el crimen más grave que se puede cometer en París. Por eso hablo un poco cohibido y con la conciencia pesada bajo la impresión de estar cometiendo algo así como un estupro. Sólo me tranquiliza la convicción de que mi francés camina arrastrando los pies y no puede permitirse la ágil contradanza del diálogo. Pero volvamos a nuestro tema, a la condición esencialmente utópica de todo lo humano. En vez de asentar sobre razones demasiado sólidas esta doctrina voy a permitirme sólo invitarles a que ensayen ustedes, por puro placer de experimento intelectual, suponerla como principio radical y contemplen bajo su luz los afanes del hombre.
– Sin embargo –dijo el querido amigo Jean Baruzi–, es frecuente en su obra el combate contra el utopismo.
– ¡Frecuente y sustancial! Hay un falso utopismo que es la estricta inversión del que ahora tengo a la vista; un utopismo consistente en creer que lo que el hombre desea, proyecta y se propone es, sin más, posible. Por nada siento mayor repugnancia y veo en él la causa máxima de cuantas desdichas acontecen ahora en el planeta. En el humilde asunto que ahora nos ocupa podemos apreciar el sentido opuesto de ambos utopismos. El mal utopista, lo mismo que el bueno, consideran deseable corregir la realidad natural que confina a los hombres en el recinto de lenguas diversas impidiéndoles la comunicación. El mal utopista piensa que, puesto que es deseable, es posible, y de esto no hay más que un paso hasta creer que es fácil. En tal persuasión no dará muchas vueltas a la cuestión de cómo hay que traducir, sino que sin más comenzará la faena. He aquí por qué casi todas las traducciones hechas hasta ahora son malas. El buen utopista, en cambio, piensa que puesto que sería deseable libertar a los hombres de la distancia impuesta por las lenguas, no hay probabilidad de que se pueda conseguir; por tanto, que sólo cabe lograrlo en medida aproximada. Pero esta aproximación puede ser mayor o menor…, hasta el infinito, y ello abre ante nuestro esfuerzo una actuación sin límites en que siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento; en suma: «progreso». En quehaceres de esta índole consiste toda la existencia humana. Imaginen ustedes lo contrario: que se viesen condenados a no ocuparse sino en hacer lo que es posible, lo que de suyo puede lograrse. ¡Qué angustia! Sentirían ustedes su vida como vaciada de sí misma. Precisamente porque su actividad lograba lo que se proponía les parecería a ustedes no estar haciendo nada. La existencia del hombre tiene un carácter deportivo, de esfuerzo que se complace en sí mismo y no en su resultado. La historia universal nos hace ver la incesante e inagotable capacidad del hombre para inventar proyectos irrealizables. En el esfuerzo para realizarlos logra muchas cosas, crea innumerables realidades que la llamada naturaleza es incapaz de producir por sí misma. Lo único que no logra nunca el hombre es, precisamente, lo que se propone – sea dicho en su honor. Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible. Por eso importa mucho subrayar que todo – se entiende todo lo que merece la pena, todo lo que es de verdad humano – es difícil, muy difícil; tanto, que es imposible.
Como ustedes ven, no es una objeción contra el posible esplendor de la faena traductora declarar su imposibilidad. Al contrario, este carácter le presta la más sublime filiación y nos hace entrever que tiene sentido.
– Según esto – interrumpe un profesor de historia del arte – tendería usted a pensar, como yo, que la misión propia del hombre, lo que proporciona sentido a sus afanes, es llevar la contra a la naturaleza.
– Ando, en efecto, muy cerca de tal opinión, siempre que no se olvide – lo que para mí es fundamental – la anterior distinción entre los dos utopismos: el bueno y el malo. Digo esto, porque la característica esencial del buen utopista al oponerse radicalmente a la naturaleza es contar con ella y no hacerse ilusiones. El buen utopista se compromete consigo mismo a ser primero un inexorable realista. Sólo cuando está seguro de que ha visto bien, sin hacerse la menor ilusión y en su más agria desnudez, la realidad, se revuelve contra ella garboso y se esfuerza en reformarla en el sentido de lo imposible, que es lo único que tiene sentido.
La actitud inversa, que es la tradicional, consiste en creer que lo deseable está ya ahí como un fruto espontáneo de la realidad. Esto nos ha cegado a limine para entender las cosas humanas. Todos, por ejemplo, deseamos que el hombre sea bueno, pero el Rousseau de ustedes que nos han hecho padecer a los demás creía que ese deseo estaba ya realizado desde luego, que el hombre era bueno de suyo o por naturaleza. Lo cual nos ha estropeado siglo y medio de historia europea que hubiera podido ser magnífica, y hemos necesitado infinitas angustias, enormes catástrofes – y las que todavía van a venir – para redescubrir la simple verdad, conocida por casi todos los siglos anteriores, según la cual el hombre, de suyo, no es sino una mala bestia.
O para volver definitivamente a nuestro tema: tan lejos está de quitar sentido a la ocupación de traducir subrayar su imposibilidad, que a nadie se le ocurre considerar absurdo el que hablemos unos con otros en nuestro materno idioma y, sin embargo, se trata también de un ejercicio utópico.
Esta afirmación produjo en torno un encrespamiento de oposiciones y protestas. «Eso es un superlativo o, mejor, lo que los gramáticos llaman un «excesivo», dijo un filólogo, hasta entonces tácito. «Me parece demasiado decir y cosa paradójica», exclamó un sociólogo.
– Veo que la navecilla audaz de mi doctrina corre riesgos de naufragio en esta súbita tormenta. Yo comprendo que para oídos franceses, aun siendo como los de ustedes, tan benévolos, resulte dura de oír la afirmación de que hablar es un ejercicio utópico. Pero ¿qué le voy a hacer, si tal es irrecusablemente la verdad?
3. Sobre el hablar y el callar
Una vez aplacada la tormenta que mis últimas palabras habían suscitado, pude continuar de esta manera:
– Comprendo muy bien la indignación de ustedes. La afirmación de que hablar es una faena ilusoria y una acción utópica tiene todo el aire de una paradoja y la paradoja es siempre irritante. Lo es mucho más para franceses. Tal vez el curso de esta conversación nos lleve a un punto en que necesitemos aclarar por qué el espíritu francés es tan enemigo de la paradoja. Pero reconocerán ustedes que no siempre está en nuestro albedrío evitarla. Cuando tratamos de rectificar una opinión muy fundamental, que nos parece muy errónea, no hay probabilidad de que nuestras palabras se eximan de cierta paradójica insolencia. ¡Quién sabe, quién sabe si el intelectual, por prescripción inexorable y contra su gusto o voluntad, no ha sido comisionado para hacer constar en este mundo la paradoja! Si alguien se hubiese ocupado en aclararnos, de una vez y a fondo, por qué existe el intelectual, para qué está ahí desde que está y nos pusiese delante algunos sencillos datos de cómo sintieron su misión los más antiguos – por ejemplo, los pensadores arcaicos de Grecia, los primeros profetas de Israel, etc. –, acaso resultase esa sospecha mía cosa evidente y trivial. Porque, al cabo, doxa significa la opinión pública, y no parece justificado que exista una clase de hombres cuyo oficio específico consiste en opinar si su opinión ha de coincidir con la pública. ¿No es esto superfetación o, como nuestro lenguaje español, hecho más por arrieros que por chambelanes, dice: albarda sobre albarda? ¿No parece más verosímil que el intelectual existe para llevar la contraria a la opinión pública, a la doxa, descubriendo, sosteniendo frente al lugar común la opinión verdadera, la paradoxa? Pudiera acontecer que la misión del intelectual fuese esencialmente impopular.
Tomen ustedes estas sugestiones no más que como defensa mía frente a su irritación, pero sea dicho de paso que con ellas crea rozar asuntos de primer orden, aunque escandalosa- mente intactos. Conste, por lo demás, que de esta nueva divagación son ustedes los responsables por haberse soliviantado contra mí.
Y el caso es que mi afirmación, pese a su fisonomía paradójica, es cosa bastante simple y obvia. Solemos entender por hablar el ejercicio de una actividad mediante la cual logramos hacer nuestro pensamiento manifiesto al prójimo. El habla es, ¡claro está!, muchas otras cosas además de esto, pero todas ellas suponen o implican esa función primaria del hablar. Por ejemplo, hablando intentamos persuadir a otro, influir en él, a veces engañarlo. La mentira es un habla que oculta nuestro auténtico pensamiento. Pero es evidente que la mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.
Digamos, pues, que el hombre, cuando se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir lo que piensa. Pues bien; esto es ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poca más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciaciones y pruebas matemáticas: ya el hablar de física empieza a ser equívoco o insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y su confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos por malentendernos mucho más que si mudos nos ocupásemos en adivinarnos. Más aún: como nuestro pensamiento está en gran medida adscrito a la lengua aunque me resisto a creer que la adscripción sea, como suele sostenerse, absoluta, resulta que pensar es hablar consigo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr gran riesgo de hacerse un puro lío.
– ¿No exagera usted un poco? – pregunta irónico míster Z.
– Tal vez, tal vez… Pero se trataría en todo caso de una exageración medicinal y compensatoria. En 1922 hubo una sesión en la Sociedad de Filosofía, de París, dedicada a discutir el problema del progreso en el lenguaje. Tomaron parte en ella, junto a los filósofos del Sena, los grandes maestros de la escuela lingüística francesa, que es, en cierto modo, al menos como escuela, la más ilustre del mundo. Pues bien; leyendo el extracto de la discusión, topé con unas frases de Meillet, que me dejaron estupefacto – de Meillet, maestro sumo de lingüística contemporánea –: «Toda lengua – decía – expresa cuanto es necesario a la sociedad de que es órgano… Con cualquier fonetismo, con cualquier gramática, se puede expresar cualquiera cosa». ¿No les parece a ustedes que, salvando todos los respetos debidos a la memoria de Meillet, hay también en esas palabras evidente exageración? ¿Cómo ha averiguado Meillet la verdad de sentencia tan absoluta? No será en calidad de lingüista. Como lingüista conoce sólo las lenguas de los pueblos, pero no sus pensamientos, y su dogma supone haber medido éstos con aquéllas y haber hallado que coinciden, sobre que no basta decir: toda lengua puede formular todo pensamiento, sino si todas pueden hacerlo con la misma facilidad e inmediatez. La lengua vasca será todo lo perfecta que Meillet quiera, pero el caso es que se olvidó de incluir en su vocabulario un signo para designar a Dios y fue menester echar mano del que significaba «señor de lo alto» – Jaungoikua. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial, Jaungoikua significa hoy directamente Dios, pero hemos de ponernos en la época en que se vio obligada a pensar Dios como una autoridad política y mundanal, a pensar Dios como gobernador civil o cosa por el estilo. Precisamente, este caso nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho trabajo a los vascos pensarlo: por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo y el vocablo indica que fue necesaria la intervención de la Policía para meter en sus cabezas la idea pura de la divinidad. De modo que la lengua no sólo pone dificultades a la expresión de ciertos pensamientos, sino que estorba la recepción de otros, paraliza nuestra inteligencia en ciertas direcciones.
No vamos a entrar ahora en las cuestiones verdaderamente radicales – ¡y las más sugestivas! – que suscita este enorme fenómeno que es el lenguaje. A mi juicio, esas cuestiones no han sido aún ni siquiera entrevistas, precisamente por habernos cegado para ellas el equívoco perpetuo oculto en esa idea de que el habla nos sirve para manifestar nuestros pensamientos.
– ¿A qué equívoco se refiere usted? No entiendo bien – pregunta el historiador del arte.
Esa frase puede significar dos cosas radicalmente distintas: que al hablar intentamos expresar nuestras ideas o estados íntimos, pero sólo en parte lo logramos, o bien, que el habla consigue plenamente este propósito. Como ven ustedes, reaparecen aquí los dos utopismos con que tropezamos antes al ocuparnos de la traducción. Y lo mismo aparecerán en todo hacer humano, según la tesis general que les invité a ensayar: «todo lo que el hombre hace es utópico». Sólo este principio nos abre los ojos sobre las cuestiones radicales del lenguaje. Porque si, en efecto, nos curamos de pensar que el habla logra expresar todo lo que pensamos, nos daremos cuenta de lo que de hecho y con toda evidencia nos pasa constantemente, a saber: que, constantemente, al hablar o escribir renunciamos a decir muchas cosas porque la lengua no nos lo permite. ¡Ah, pero entonces la efectividad del hablar no es sólo decir, manifestar, sino que al mismo tiempo, es inexorablemente renunciar a decir, callar, silenciar! El fenómeno no puede ser más frecuente e incuestionable. Recuerden ustedes lo que les pasa cuando tienen que hablar en una lengua extraña. ¡Qué tristeza! Es la que yo estoy sintiendo ahora al hablar en francés: la tristeza de tener que callar las cuatro quintas partes de lo que se me ocurre, porque esas cuatro quintas partes de mis pensamientos españoles no se pueden decir buenamente en francés, a pesar de que ambas lenguas son tan próximas. Pues no se crea que no pasa lo mismo, bien que en menor medida, cuando pensamos en nuestro idioma: sólo el preconcepto contrario nos impide advertirlo. Con lo cual me veo en la terrible situación de provocar una segunda tormenta mucho más grave que la anterior. En efecto; todo lo dicho viene por fuerza a resumirse en una fórmula que ostenta francamente sus insolentes bíceps de paradoja. Es ésta: no se entiende en su raíz la estupenda realidad que es el lenguaje si no se empieza por advertir que el habla se compone sobre todo de silencios. Un ser que no fuera capaz de renunciar a decir muchas cosas, sería incapaz de hablar. Y cada lengua es una ecuación diferente entre manifestaciones y silencios. Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras. Porque todo sería indecible. De aquí la enorme dificultad de la traducción: en ella se trata de decir en un idioma precisamente lo que este idioma tiende a silenciar. Pero, a la vez, se entrevé lo que traducir puede tener de magnífica empresa: la revelación de los secretos mutuos que pueblos y épocas se guardan recíprocamente y tanto contribuyen a su dispersión y hostilidad; en suma, una audaz integración de la Humanidad. Porque, como Goethe decía: «Sólo entre todos los hombres es vivido por completo lo humano».
Published March 6, 2023
© Revista de Occidente 1947
The Misery and the Splendor of Translation
Written in Spanish by José Ortega Y Gasset
Translated into English by Elizabeth Gamble Miller
1. The Misery
During a colloquium attended by professors and students from the College de France and other academic circles, someone spoke of the impossibility of translating certain German philosophers. Carrying the proposition further, he proposed a study that would determine the philosophers who could and those who could not be translated.
“This would be to suppose, with excessive conviction,” I suggested, “that there are philosophers and, more generally speaking, writers who can, in fact, be translated. Isn’t that an illusion? Isn’t the act of translating necessarily a Utopian task? The truth is, I’ve become more and more convinced that everything Man does is Utopian. Although he is principally involved in trying to know, he never fully succeeds in knowing anything. When deciding what is fair, he inevitably falls into cunning. He thinks he loves and then discovers he only promised to. Don’t misunderstand my words to be a satire on morals, as if I would criticize my colleagues because they don’t do what they propose. My intention is, precisely, the opposite; rather than blame them for their failure, I would suggest that none of these things can be done, for they are impossible in their very essence, and they will always remain mere intention, vain aspiration, an invalid posture. Nature has simply endowed each creature with a specific program of actions he can execute satisfactorily. That’s why it’s so unusual for an animal to be sad. Only occasionally may something akin to sadness be observed in a few higher species − the dog or the horse − and that’s when they seem closest to us, seem most human. Perhaps Nature, in the mysterious depths of the jungle, offers its most surprising spectacle − surprising because of its equivocal aspect − the melancholic orangutan. Animals are normally happy. We have been endowed with an opposite nature. Always melancholic, frantic, manic, men are ill-nurtured by all those illnesses Hippocrates called divine. And the reason for this is that human tasks are unrealizable. The destiny of Man − his privilege and honor − is never to achieve what he proposes, and to remain merely an intention, a living Utopia. He is always marching toward failure, and even before entering the fray he already carries a wound in his temple.
“This is what occurs whenever we engage in that modest occupation called translating. Among intellectual undertakings, there is no humbler one. Nevertheless, it is an excessively demanding task.
“To write well is to make continual incursions into grammar, into established usage, and into accepted linguistic norms. It is an act of permanent rebellion against the social environs, a subversion. To write well is to employ a certain radical courage. Fine, but the translator is usually a shy character. Because of his humility, he has chosen such an insignificant occupation. He finds himself facing an enormous controlling apparatus, composed of grammar and common usage. What will he do with the rebellious text? Isn’t it too much to ask that he also be rebellious, particularly since the text is someone else’s? He will be ruled by cowardice, so instead of resisting grammatical restraints he will do just the opposite: he will place the translated author in the prison of normal expression; that is, he will betray him. Traduttore, traditore.”
“And, nevertheless, books on the exact and natural sciences can be translated,” my colleague responded.
“I don’t deny that the difficulty is less, but I do deny that it doesn’t exist. The branch of mathematics most in vogue in the last quarter century was Set Theory. Fine, but its creator, Cantor, baptized it with a term that has no possibility of being translated into our language. What we have had to call ‘set’ he called ‘quantity’ (Menge), a word whose meaning is not encompassed in ‘set.’ So, let’s not exaggerate the translatability of the mathematical and physical sciences. But, with that proviso, I am disposed to recognize that a version of them may be more precise than one from another discipline.”
“Do you, then, recognize that there are two classes of writings: those that can be translated and those that cannot?”
“Speaking grosso modo, we must accept that distinction, but when we do so we close the door on the real problem every translation presents. For if we ask ourselves the reason certain scientific books are easier to translate, we will soon realize that in these the author himself has begun by translating from the authentic tongue in which he ‘lives, moves and has his being’ into a pseudolanguage formed by technical terms, linguistically artificial words which he himself must define in his book. In short, he translates himself from a language into a terminology.”
“But a terminology is a language like any other! Furthermore, according to our Condillac, the best language, the language that is ‘well constructed,’ is science.”
“Pardon me for differing radically from you and from the good father. A language is a system of verbal signs through which individuals may understand each other without a previous accord, while a terminology is only intelligible if the one who is writing or speaking and the one who is reading or listening have previously and individually come to an agreement as to the meaning of the signs. For this reason, I call it pseudolanguage, and I say that the scientist has to begin by translating his own thoughts into it. It is a Volapuk, an Esperanto established by a deliberate convention between those who cultivate that discipline. That is why these books are easier to translate from one language to another. Actually, in every country these are written almost entirely in the same language. That being the case, men who speak the authentic language in which they are apparently written often find these books to be hermetic, unintelligible, or at least very difficult to understand.”
“In all fairness, I must admit you are right and also tell you I am beginning to perceive certain mysteries in the verbal relationships between individuals that I had not previously noticed.”
“And I, in turn, perceive you to be the sole survivor of a vanished species, like the last of the Abencerrajes, since when faced with another’s belief you are capable of thinking him, rather than you, to be right. It is a fact that the discussion of translation, to whatever extent we may pursue it, will carry us into the most recondite secrets of that marvelous phenomenon that we call speech Just examining questions that our topic obviously presents will be sufficient for now. In my comments up to this point, I have based the utopianism of translation on the fact that an author of a book − not of mathematics, physics, or even biology − is a writer in a positive sense of the word. This is to imply that he has used his native tongue with prodigious skill, achieving two things that seem impossible to reconcile: simply, to be intelligible and, at the same time, to modify the ordinary usage of language. This dual operation is more difficult to achieve than walking a tightrope. How can we demand it of the average translator? Moreover, beyond this first dilemma that personal style presents to the translator, we perceive new layers of difficulties. An author’s personal style, for example, is produced by his slight deviation from the habitual meaning of the word. The author forces it to an extraordinary usage so that the circle of objects it designates will not coincide exactly with the circle of objects which that same word customarily means in its habitual use. The general trend of these deviations in a writer is what we call his style. But, in fact, each language compared to any other also has its own linguistic style, what von Humboldt called its ‘internal form.’ Therefore, it is Utopian to believe that two words belonging to different languages, and which the dictionary gives us as translations of each other, refer to exactly the same objects. Since languages are formed in different landscapes, through different experiences, their incongruity is natural. It is false, for example, to suppose that the thing the Spaniard calls a bosque [forest] the German calls a Wald, yet the dictionary tells us that Wald means bosque. If the mood were appropriate this would be an excellent time to interpolate an aria di bravura describing the forest in Germany in contrast to the Spanish forest. I am jesting about the singing, but I proclaim the result to be intuitively clear, that is, that an enormous difference exists between the two realities. It is so great that not only are they exceedingly incongruous, but almost all their resonances, both emotive and intellectual, are equally so.
“The shapes of the meanings of the two fail to coincide as do those of a person in a double-exposed photograph. This being the case, our perception shifts and wavers without actually identifying with either shape or forming a third; imagine the distressing vagueness we experience when reading thousands of words affected in this manner. These are the same causes, then, that produce the phenomenon of flou [blur, haziness] in a visual image and in linguistic expression. Translation is the permanent literary flou, and since what we usually call nonsense is, on the other hand, but the flou of thoughts, we shouldn’t be surprised that a translated author always seems somewhat foolish to us”.
2. The Two Utopianisms
“When conversation is not merely an exchange of verbal mechanisms, wherein men act like gramophones, but rather consists of a true interchange, a curious phenomenon is produced. As the conversation evolves, the personality of each speaker becomes progressively divided: one part listens agreeably to what is being said, while the other, fascinated by the subject itself, like a bird with a snake, will increasingly withdraw and begin thinking about the matter. When we converse, we live within a society; when we think, we remain alone. But in this case, in this kind of conversation, we do both at once, and as the discussion continues we do them with growing intensity: we pay attention to what is being said with almost melodramatic emotion and at the same time we become more and more immersed in the solitary well of our meditation. This increasing disassociation cannot be sustained in a permanent balance. For this reason, such conversations characteristically reach a point when they suffer a paralysis and lapse into a heavy silence. Each speaker is self-absorbed. Simply as a result of thinking, he isn’t able to talk. Dialogue has given birth to silence, and the initial social contact has fallen into states of solitude.
“This happened at our conference − after my last statement. Why then? The answer is clear: this sudden tide of silence wells up over dialogue at that point when the topic has been developed to its extreme in one direction and the conversation must turn around and set the prow toward another quadrant.”
“This silence that has risen among us,” someone said, “has a funereal character. You have murdered translation, and we are sullenly following along for the burial.”
“Oh, no!” I replied. ‘Not at all! It was most important that I emphasize the miseries of translating; it was especially important that I define its difficulty, its improbability, but not so as to remain there. On the contrary, it was important so that this might act as a ballistic spring to impel us toward the possible splendor of the art of translation. This is the opportunity to cry out: ‘Translation is dead! Long live translation!’ Now we must advocate the opposite position and, as Socrates said on similar occasions, recant.”
“I fear that will be rather difficult for you,” said Mr. X. “For we haven’t forgotten your initial statement to us setting forth the task of translating as a utopian operation and an impossible proposition.”
“In fact, I said that and a little more: all specific tasks that Man undertakes are of similar character. Don’t fear that I now intend to tell you why I think so. I know that in a French conversation one must always avoid the principal point and it’s preferable to remain in the temperate zone of intermediate questions. You’ve been more than amiable in tolerating me, and even in forcing this disguised monologue upon me, despite the fact that the monologue is, perhaps, the most grievous crime one can commit in Paris. For that reason I am somewhat inhibited and conscience stricken by the impression I have now of committing something like a rape. The only thing that comforts me is the conviction that my French stumbles along and would never allow the contredanse of dialogue. But let’s return to our subject, the essentially utopian condition of everything human. Instead of confirming this belief by truly solid reasoning, I will simply invite you, for the pure pleasure of an intellectual experiment, to accept it as a basic principle and in that light to contemplate the endeavors of Man.”
“Nevertheless,” said my dear friend Jean Baruzi, “your quarrel with utopianism frequently appears in your work.”
“Frequently and substantially! There is a false utopianism that is the exact inverse of the one I am now describing, a utopianism consistent in its belief that what man desires, projects and proposes is, obviously, possible. Nothing is more repugnant to me, for I see this false utopianism as the major cause of all the misfortunes taking place now on this planet. In this humble matter in which we are now engaged, we can appreciate the opposing meanings of the two utopianisms. Both the bad and the good utopians consider it desirable to correct the natural reality that places men within the confines of diverse languages and impedes communication between them. The bad utopian thinks that because it is desirable, it is possible. Believing it to be easy is just moving one step further. With such an attitude, he won’t give much thought to the question of how one must translate, and without further ado he will begin the task. This is the reason why almost all translations done until now are bad ones. The good utopian, on the other hand, thinks that because it would be desirable to free men from the divisions imposed by languages, there is little probability that it can be attained; therefore, it can only be achieved to an approximate measure. But this approximation can be greater or lesser, to an infinite degree, and the efforts at execution are not limited, for there always exists the possibility of bettering, refining, perfecting: ‘progress,’ in short. All human existence consists of activities of this type. Imagine the opposite: that you should be condemned to doing only those activities deemed possible of achievement, possible in themselves. What profound anguish! You would feel as if your life were emptied of all substance. Precisely because your activity had attained what it was supposed to, you would feel as if you had done nothing. Man’s existence has a sporting character, with pleasure residing in the effort itself, and not in the results. World history compels us to recognize Man’s continuous, inexhaustible capacity to invent unrealizable projects. In the effort to realize them, he achieves many things, he creates innumerable realities that so-called Nature is incapable of producing for itself. The only thing that Man does not achieve is, precisely, what he proposes to − let it be said to his credit. This wedding of reality with the demon of what is impossible supplies the universe with the only growth it is capable of. For that reason, it is very important to emphasize that everything − that is, everything worthwhile, everything truly human − is difficult, very difficult; so much so, that it is impossible.
“As you see, to declare its impossibility is not an argument against the possible splendor of the translator’s task. On the contrary, this characterization admits it to the highest rank and lets us infer that it is meaningful.”
An art historian interrupted, “Accordingly, you would tend to think, as I do, that Man’s true mission, what gives meaning to his undertakings, is to oppose Nature.”
“In fact, I am very close to such an opinion, as long as we don’t forget the previous distinction between the two utopianisms − the good and the bad − which, for me, is fundamental. I say this because the essential character of the good utopian in radically opposing Nature is to be aware of its presence and not to be deluded. The good utopian promises himself to be, primarily, an inexorable realist. Only when he is certain of not having acceded to the least illusion, thus having gained the total view of a reality stripped stark naked, may he, fully arrayed, turn against that reality and strive to reform it, yet acknowledging the impossibility of the task, which is the only sensible approach.
“The inverse attitude, which is the traditional one, consists of believing that what is desirable is already there, as a spontaneous fruit of reality. This has blinded us a limine in our understanding of human affairs. Everyone, for example, wants Man to be good, but your Rousseau, who has caused the rest of us to suffer, thought the desire had long since been realized, that Man was good in himself by nature. This idea ruined a century and a half of European history which might have been magnificent. We have required infinite anguish, enormous catastrophes − even those yet to come − in order to rediscover the simple truth, known throughout almost all previous centuries, that Man, in himself, is nothing but an evil beast.
“Or, to return definitively to our subject: to emphasize its impossibility is very far from depriving the occupation of translating of meaning, for no one would even think of considering it absurd for us to speak to each other in our mother tongue yet, nevertheless, that is also a utopian exercise.”
This statement produced, in turn, a sharpening of opposition and protests. “That is an exaggeration or, rather, what grammarians call ‘an abuse’,” said a philologist, previously silent. “There is too much supposition and paradox in that,” exclaimed a sociologist.
“I see that my little ship of audacious doctrine runs the risk of running aground in this sudden storm. I understand that for French ears, even your so benevolent ones, it is hard to hear the statement that talking is a utopian exercise. But what am I to do if such is undeniably the truth?”
3. About Talking and Keeping Silent
Once the storm my last remarks had elicited subsided, I continued:
“I well understand your indignation. The statement that talking is an illusory activity and a utopian action has all the air of a paradox, and a paradox is always irritating. It is especially so for the French. Perhaps the course of this conversation takes us to a point where we need to clarify why the French spirit is such an enemy of paradox. But you probably recognize that it is not always within our power to avoid it. When we try to rectify a fundamental opinion that seems quite erroneous to us, there is little probability that our words will be free of a certain paradoxical insolence. Who is to say whether the intellectual, who has been inexorably prescribed to be one even against his desire or will, has not been commissioned in this world to declare paradox! If someone had bothered to clarify for us in depth and once and for all why the intellectual exists, why he has been here since the time that he has, and if someone would put before us some simple data of how the oldest ones perceived their mission − for example, the ancient thinkers of Greece, the first prophets of Israel, etc.− perhaps my suspicions would turn out to be obvious and trivial. After all, doxa means public opinion, and it doesn’t seem justifiable for there to be a class of men whose particular office consists of giving an opinion if their opinion is to coincide with that of the public. Is this not redundancy or, as is said in our Spanish language, which is more the product of muleteers than lord chamberlains, a packsaddle over a packsaddle? Doesn’t it seem more likely that the intellectual exists in order to oppose public opinion, the doxa, by revealing and maintaining a front against the commonplace with true opinion, the paradoxal. More than likely the intellectual’s mission is essentially an unpopular one.
“Consider these suggestions simply as my defense before your irritation, but let it be said in passing that with them I believe I am touching matters of primary importance, although they are still scandalously untouched. Let it be evident, furthermore, that this new digression is your responsibility for having incited me.
“And the fact is that my statement, despite its paradoxical physiognomy, is rather obvious and simple. We usually understand by the term speech the exercise of an activity through which we succeed in making our thinking known to our fellowman. Speech is, of course, many other things besides this, but all of them suppose or imply this to be a primary function of speech. For example, through speech we try to persuade another, to influence him, at times to deceive him. A lie is speech which hides our authentic thought. But it is evident that a lie would be impossible if normal speech were not primarily sincere. Counterfeit money circulates sustained by sound money. In the end, deceit turns out to be a humble parasite of innocence.
“Let us say, then, that Man, when he begins to speak, does so because he thinks that he is going to be able to say what he thinks. Well, this is illusory. Language doesn’t offer that much. It says, a little more or less, a portion of what we think, while it sets an insurmountable obstacle in place, blocking a transmission of the rest. It is rather useful for mathematical statements and proofs, but the language of physics is already beginning to be equivocal or insufficient. As soon as conversation begins to revolve around themes that are more important, more human, more ‘real’ than the latter, its imprecision, its awkwardness and its convolutedness increase. Infected by the entrenched prejudice that through speech we understand each other, we make our remarks and listen in such good faith that we inevitably misunderstand each other much more than if we had remained silent and had guessed. Furthermore, since our thought is in great measure attributable to the tongue − although I cannot help but doubt that the attribution is absolute, as it is usually purported to be − it turns out that thinking is talking to oneself and, consequently, misunderstanding oneself and running a great risk of becoming completely muddled.”
Aren’t you exaggerating a bit?” scoffed Mr. Z.
“Perhaps, perhaps… but in any case it would be a question of a medicinal, compensatory exaggeration. In 1922 there was a session at the Philosophical Society of Paris dedicated to discussing the question of progress in language. In addition to the philosophers of the Seine, those participating were the great teachers of the French Linguistics School, which, at least as a school, is certainly the most illustrious in the world. Well, while reading the summary of the discussion, I ran across some phrases from Meillet that left me dumbfounded − from Meillet, consummate master of contemporary linguistics – ‘Every language,’ he said, ‘expresses whatever is necessary for the society of which it is an organ … With any phonetics, any grammar, one can express anything.’ Don’t you think, with all due respect to the memory of Meillet, that there is also evidence of exaggeration in those words? How has Meillet become informed about the truth of such an absolute assertion? It can’t be as a linguist. As a linguist he only knows the languages of peoples, not their thoughts, and his dogma supposes the measurement of the latter to coincide with the former. Even so it would not be sufficient to say that every language can formulate every thought, but to say that all can do it with the same facility and immediacy. The Basque language may be however perfect Meillet wishes, but the fact is that it forgot to include in its vocabulary a term to designate God and it was necessary to pick a phrase that meant ‘lord over the heights’ − Jaungoikua. Since centuries ago lordly authority disappeared, Jaungoikua today means God directly, but we must place ourselves in the time when one was obliged to think of God as a political, wordly authority, to think of God as a civil governor or the like. To be exact, this case reveals to us that lacking a name for God made it very difficult for the Basques to think about God. For that reason they were very slow in being converted to Christianity; the word Jaungoikua also indicates that police intervention was necessary in order to put the mere idea of the divinity in their heads. So language not only makes the expression of certain thoughts difficult, but it also impedes their reception by others; it paralyzes our intelligence in certain directions.
“We are not going to discuss now the truly basic questions − and the most provocative ones! − that this extraordinary phenomenon, language, elicits. In my judgment, we haven’t even had an inkling of those questions, precisely because we were blinded to them by the persistent ambiguity hidden in the idea that the function of speech is to manifest our thoughts.”
“What ambiguity are you referring to? I don’t really understand,” questioned the art historian.
“That phrase can mean two radically different things: that when we speak we try to express our ideas or inner states but only partially succeed in doing so, or, on the other hand, that speech attains this intention fully. As you see, the two utopianisms we stumbled upon before, in our involvement with translation, reappear here. And in the same way they will appear in every human act, according to the general thesis that I invited you to apply: ‘everything that Man does is utopian.’ This principle alone will open our eyes to the basic questions of language. Because if, in fact, we are cured of believing that speech succeeds in expressing all that we think, we will recognize what, in fact, is obviously constantly happening to us: that when speaking or writing we refrain constantly from saying many things because language doesn’t allow them to be said. The effectiveness of speech does not simply lie in speaking, in making statements, but, at the same time and of necessity, in a relinquishing of speech, a keeping quiet, a being silent! The phenomenon could not be more frequent or unquestionable. Remember what happens to you when you have to speak in a foreign language. Very distressing! It is what I am feeling now when I speak in French: the distress of having to quiet four-fifths of what occurs to me, because those four-fifths of my Spanish thoughts can’t be said well in French, in spite of the fact that the two languages are so closely related. Well, don’t believe that it is not the same, of course to a lesser extent, when we think in our own language; only our contrary preconception prevents our noticing it. With this declaration I find myself in the terrible situation of provoking a second storm much more serious than the first. In fact, everything said is necessarily summed up in a formula that frankly displays the insolent biceps of paradox. The fact is that the stupendous reality, which is language, will not be understood at its root if one doesn’t begin by noticing that speech is composed above all of silences. A person incapable of quieting many things would not be capable of talking. And each language is a different equation of statements and silences. All peoples silence some things in order to be able to say others. Otherwise, everything would be unsayable. From this we deduce the enormous difficulty of translation: in it one tries to say in a language precisely what that language tends to silence. But, at the same time, one glimpses a possible marvelous aspect of the enterprise of translating: the revelation of the mutual secrets that peoples and epochs keep to themselves and which contribute so much to their separation and hostility; in short − an audacious integration of Humanity. Because, as Goethe said: ‘Only between all men can that which is human be lived fully’.”
Published March 6, 2023
© University of Chicago Press 1992
Misère et splendeur de la traduction
Written in Spanish by José Ortega Y Gasset
Translated into French by Clara Foz
1. La misère
Lors d’une rencontre à laquelle participent des professeurs du Collège de France, des universitaires et d’autres intellectuels, quelqu’un parle de l’impossibilité de traduire certains penseurs allemands et propose, pour élargir le débat, que l’on détermine par une étude les philosophes pouvant être traduits et ceux ne pouvant l’être.
Ce qui semblerait donc supposer, par excès de certitude, que certains philosophes, et plus généralement certains écrivains, sont effectivement traduisibles. Mais, si je puis me permettre, n’est-ce pas là illusoire ? La traduction n’est-elle pas irrémédiablement une tâche utopique ? Au vrai, je crois chaque jour davantage que tout ce que l’Homme fait est utopique. Il s’attache à connaître sans jamais parvenir à connaître pleinement quoi que ce soit. Quand il rend la justice, il finit toujours par se livrer à quelque fourberie. Il croit aimer, puis s’aperçoit que ce n’était que promesses. Ne donnez pas à ces paroles un sens de satire morale : je ne blâme pas mes confrères parce qu’ils ne font pas ce qu’ils prétendent faire. Je veux, à l’inverse, non pas les condamner pour leur échec, mais suggérer qu’aucune de ces choses-là n’est réalisable, qu’elles sont en soi impossibles, qu’elles ne sont que pure prétention, vain projet et insoutenable posture. La Nature a programmé chaque être pour une série d’actes qu’il exécute de façon satisfaisante, sans plus. C’est pourquoi il est si rare que l’animal soit triste. Chez les animaux supérieurs seulement ─ chien ou cheval ─ apparaît parfois quelque chose qui ressemble à de la tristesse et c’est précisément à ces moments-là qu’ils nous paraissent si proches, si humains. Le spectacle le plus troublant qui soit dans la Nature est peut-être, dans la profondeur mystérieuse de la jungle, la mélancolie de l’orang-outan. Car normalement les animaux sont heureux. A l’inverse, le destin de l’homme est d’être toujours mélancolique, en proie à la manie et à la frénésie, affligé par les maladies qu’Hippocrate qualifia de divines. Parce que les tâches humaines sont irréalisables. Le destin de l’Homme ─ son privilège et son honneur ─ est de ne jamais parvenir à son but, de n’être qu’intention, utopie vivante. L’homme va toujours vers l’échec et porte en lui la blessure avant même d’engager le combat.
C’est ce qui arrive dans la modeste occupation du traduire. Dans les choses de l’esprit, il n’est tâche plus humble. Elle s’avère cependant colossale.
Bien écrire, c’est constamment faire subir à la grammaire, à l’usage établi et à la norme linguistique en vigueur de petites érosions. C’est un acte de rébellion permanente contre l’environnement social, une subversion. Bien écrire c’est, fondamentalement, faire preuve d’un certain courage. Or le traducteur est généralement quelqu’un de très effacé. C’est par timidité qu’il a choisi de se consacrer à une tâche aussi insignifiante. Confronté à l’imposant appareil policier que sont la grammaire et l’usage commun, que fera-t-il du texte rebelle ? N’est-ce pas trop lui demander que de l’être lui-même et pour le compte d’autrui ? La pusillanimité l’emportera en lui et plutôt que de contrevenir aux règles grammaticales, c’est tout le contraire qu’il fera : il enfermera l’auteur traduit dans la prison de la norme expressive et, partant, le trahira. Traduttore, traditore.
– Pourtant, les livres de sciences naturelles et de physique sont traduisibles, de répondre mon interlocuteur.
– Je ne nie pas que la difficulté soit moindre, mais je nie qu’elle n’existe pas. La branche des mathématiques la plus en vogue depuis vingt-cinq ans est la Théorie des ensembles. Or, son créateur, Cantor, l’a baptisée d’un terme intraduisible dans nos langues. Ce que nous avons dû appeler « ensemble » s’appelait chez lui Menge, vocable dont la signification ne recouvre pas celle d’ensemble. Il ne faut donc pas surestimer la traduisibilité des sciences mathématiques et physiques. Cela étant dit, je suis prêt à reconnaître que dans ces disciplines la traduction peut s’avérer plus précise que dans d’autres.
– Reconnaissez-vous donc qu’il existe deux sortes d’écrits : ceux qui sont traduisibles et ceux qui ne le sont pas ?
– Disons grosso modo que nous devons accepter cette distinction mais qu’alors nous fermons les yeux sur le véritable problème que toute traduction pose. Car si nous nous demandons pourquoi certains ouvrages scientifiques sont plus faciles à traduire que d’autres, nous nous apercevrons rapidement que pour les écrire l’auteur s’est d’abord traduit lui-même pour passer de la langue authentique, celle dans laquelle il « vit, bouge et existe », à une pseudo-langue composée de termes techniques, de vocables linguistiquement artificiels dont il doit lui-même donner la définition. En somme, il se traduit lui-même d’une langue en une terminologie.
– Mais une terminologie est une langue comme une autre ! Mieux encore, si l’on en croit notre Condillac, la meilleure langue, la langue « bien faite », c’est la science.
– Permettez qu’en cela je diffère radicalement de vous et du commun des mortels. Une langue est un système de signes verbaux grâce auquel les hommes peuvent se comprendre sans accord préalable alors qu’une terminologie n’est intelligible que dans la mesure où celui qui l’emploie à l’écrit ou à l’oral s’est préalablement entendu individuellement avec son lecteur ou son auditeur sur le sens des signes. C’est pourquoi je l’appelle pseudolangue et dis que l’homme de science doit d’abord traduire sa propre pensée dans cette langue. C’est un volapük, un espéranto délibérément établi entre les spécialistes d’une discipline. D’où la relative facilitée à faire passer ce genre d’ouvrages d’une langue à une autre. Car d’où qu’ils viennent, ils sont déjà presque entièrement écrits dans la même langue. À telle enseigne qu’ils semblent hermétiques, inintelligibles ou à tout le moins très ardus à tous ceux qui parlent la langue authentique dans laquelle ils sont apparemment écrits.
– Pour être tout à fait franc, il ne me reste plus qu’à vous donner raison et à ajouter que je commence à percevoir, dans les relations verbales des hommes, des mystères qui m’avaient jusque-là échappé.
– Quant à moi, je vous perçois un peu comme le dernier Abencérage, l’ultime représentant d’une espèce faunique disparue, puisque vous pouvez, face à un autre homme, croire que c’est lui, et non vous, qui a raison. Le fait est que la question de la traduction, pour peu qu’on y réfléchisse, nous entraîne au plus profond des arcanes du merveilleux phénomène de la parole. Contentons-nous pour l’instant d’examiner ce qui relève directement de notre discussion. Je me suis jusqu’à maintenant limité à fonder l’utopisme du traduire sur le fait que l’auteur d’un livre ne traitant ni de mathématiques, ni de physique ni, si vous préférez, de biologie, est un écrivain dans quelque bon sens du mot. Ce qui veut dire qu’il a employé sa langue maternelle avec grande habileté et réussi deux choses apparemment inconciliables : être tout simplement intelligible et en même temps modifier l’usage. Une double opération plus difficile à exécuter que celle qui consiste à marcher sur une corde raide. Comment l’exiger du tout-venant des traducteurs ? Sans compter qu’à la difficulté première de traduire un style personnel s’ajoutent d’autres niveaux de difficultés. Car la manière particulière d’un auteur peut consister, par exemple, à faire légèrement dévier un mot de son sens habituel, à le forcer à désigner un cercle d’objets ne coïncidant pas exactement avec le cercle d’objets auquel ce mot renvoie habituellement. Et la tendance générale de ces déviations chez un écrivain correspond à ce que nous appelons son style. Or il se trouve que chaque langue comparée à une autre possède aussi son propre style, sa « forme interne », pour reprendre Humboldt. Il est dès lors utopique de croire que deux vocables issus de langues différentes et donnés comme équivalents par le dictionnaire renvoient exactement à la même réalité. Les langues s’étant formées dans des environnements différents et par des expériences diverses, il est naturel qu’elles ne coïncident pas. Il est faux, par exemple, de penser que ce qu’un Espagnol appelle bosque correspond à ce qu’un Allemand appelle Wald, et pourtant le dictionnaire indique que Wald signifie bosque. Si le cœur y était, quelle excellente occasion ce serait d’y aller d’un morceau de bravoure sur tout ce qui sépare un bois allemand d’un bois espagnol. Je vous fais grâce du couplet, mais en revendique le résultat, soit la claire intuition de l’énorme différence existant entre ces deux réalités. Elle est telle que non seulement celles-ci ne coïncident pas, mais qu’il en est de même pour toutes leurs résonances intellectuelles et affectives.
Le profil de ces deux significations coïncide aussi peu que la photographie superposée de deux personnes. Et de même qu’alors la vue vacille et se trouble sans parvenir à se fixer sur l’un ou l’autre des profils ni à en former un troisième, on imagine la pénible impression de vague produite par la lecture de milliers de mots auxquels cela arrive. Ainsi donc, qu’il s’agisse d’image visuelle ou d’expression linguistique, les mêmes causes sont à l’origine du phénomène du flou. Or, la traduction est le flou littéraire permanent, et comme, par ailleurs, ce que nous avons coutume d’appeler bêtise n’est autre qu’un certain flou de la pensée, il n’est guère étonnant qu’un auteur traduit nous paraisse toujours un peu bête.
2. Les deux utopismes
Lorsque la conversation ne se réduit pas à une mécanique verbale dans laquelle l’homme s’apparente d’une certaine manière à un gramophone, mais consiste en un véritable dialogue par lequel des interlocuteurs échangent leurs vues sur un sujet donné, un phénomène curieux se produit. À mesure que la conversation avance, la personnalité de chaque intervenant se scinde progressivement en deux : d’un côté il écoute et participe à l’échange, tandis que de l’autre, attiré par le thème, comme l’oiseau par le serpent, il se replie de plus en plus en lui-même pour réfléchir à la question. Car si converser c’est vivre en société, penser c’est vivre seul. En fait, dans ce genre de conversation, nous menons les deux choses de front et de plus en plus intensément à mesure que la discussion progresse : nous écoutons, les sens en éveil, ce qui se dit et en même temps nous plongeons de plus en plus dans la solitude abyssale de notre méditation. Or cette dissociation croissante finit par manquer d’équilibre. D’où la particularité de ces conversations : arrive un moment où elles tombent en syncope et font place à un profond silence. Chaque interlocuteur est absorbé dans ses pensées. Sa réflexion même l’empêche de parler. Le dialogue a engendré le silence et la société initiale s’est brusquement transformée en solitudes.
C’est ce qui se produisit. Après mes dernières paroles. Pourquoi ? Sans aucun doute parce que cette vague de silence qui déferle sur le dialogue survient lorsque le développement du thème a atteint son apogée dans une direction et que la conversation doit virer de bord et changer de cap.
– Ce silence, dit une voix, qui a surgi entre nous a un caractère funèbre. Vous avez tué la traduction et nous suivons silencieusement son enterrement.
– Ah non ! répliquai-je. En aucune façon ! Si j’ai tenu à rappeler les misères du traduire et surtout à en déterminer la difficulté, le caractère improbable, ce n’est pas pour m’en tenir là, mais bien pour disposer d’un formidable tremplin susceptible de nous projeter vers la possible splendeur de l’art de traduire. Le moment est donc venu de crier : « La traduction est morte ! Vive la traduction ! ». Nous devons maintenant voguer en sens contraire ou, pour employer les mots de Socrate, chanter la palinodie.
– Je crains, dit quelqu’un, que cela ne vous soit très difficile. Car nous n’avons pas oublié que vous avez commencé par nous présenter la tâche du traducteur comme une opération utopique, un impossible dessein.
– J’ai en effet dit cela et même affirmé que c’est le cas de toutes les activités propres à l’homme. N’ayez crainte, je ne m’en expliquerai pas ici. Je sais qu’en France toute conversation se doit d’éviter toujours l’essentiel et se maintenir dans la zone tempérée des questions intermédiaires. Vous êtes trop aimables d’ailleurs de me tolérer et même d’aller jusqu’à m’imposer ce monologue déguisé, le monologue étant peut-être le crime le plus grave qui se puisse commettre à Paris. C’est ce qui explique que je me sente un peu intimidé et comme coupable de quelque viol. Seule me tranquillise la conviction que mon français piétine, ne pouvant se permettre l’agile contredanse du dialogue. Mais revenons à ce qui nous occupe, au caractère essentiellement utopique de tout ce que l’homme fait. Plutôt que de fonder cette thèse sur un raisonnement par trop solide, qu’il me soit seulement permis de vous inviter ─ pour le seul plaisir de l’expérience intellectuelle ─ à y voir un principe fondamental et à envisager les besognes humaines sous cet angle.
– Pourtant, d’intervenir mon cher ami Jean Baruzi, dans votre œuvre, la lutte contre l’utopisme est fréquente.
– Fréquente et substantielle ! Il existe, en effet, un faux utopisme qui est tout le contraire de celui que j’ai maintenant à l’esprit ; un utopisme qui consiste à croire que ce que l’homme désire, projette et se propose est tout simplement possible. Rien ne me répugne davantage et j’y vois la cause principale de toutes les infortunes du monde. Les modestes préoccupations qui sont ici les nôtres nous permettront d’apprécier l’opposition existant entre ces deux utopismes. Le mauvais utopiste, à l’instar du bon, considère opportun de corriger la réalité naturelle qui confine l’homme à l’intérieur de sa langue et l’empêche de communiquer. Le mauvais utopiste pense, puisque cette chose est souhaitable, qu’elle est possible, et de là à la croire facile il n’y a qu’un pas. Fort de cette conviction, il ne s’attardera pas à la question de savoir comment traduire, mais se mettra au travail, sans plus. C’est ce qui explique que la plupart des traductions existantes soient mauvaises. Le bon utopiste, en revanche, estime, puisqu’il serait souhaitable d’affranchir l’homme de la distance imposée par les langues, qu’il est peu probable d’y parvenir et que par conséquent on ne saurait y arriver que dans une certaine mesure. Mais le degré de réussite peut varier à l’infini, nos efforts dans ce sens étant illimités du fait qu’il y aura toujours place à l’amélioration, au dépassement et au perfectionnement, bref au progrès. Voilà en quoi consiste toute l’existence humaine. Imaginez qu’à l’inverse vous ne soyez condamné à ne faire que ce qui est possible, ce qui est en soi réalisable. Quelle angoisse ! Votre vie serait comme vidée de sa substance même et le fait précisément de réussir ce que vous entreprendriez vous donnerait l’impression de ne rien faire. L’existence humaine, en effet, tient de l’épreuve sportive en cela qu’elle se complaît dans l’effort plutôt que dans le résultat. L’histoire universelle ne témoigne-t-elle pas de l’incessante et inépuisable capacité de l’homme d’inventer des projets irréalisables ? En s’efforçant de les réaliser, il réussit beaucoup de choses et crée d’innombrables réalités que la dénommée Nature ne pourrait d’elle-même produire. La seule chose à laquelle l’homme ne puisse parvenir est, précisément, ce qu’il se propose et c’est tout à son honneur. Cette alliance de la réalité et du démon de l’impossible fournit à l’univers les seuls développements susceptibles de s’y produire. C’est pourquoi il est fondamental de souligner que tout – c’est-à-dire tout ce qui vaut la peine, tout ce qui est véritablement humain – est difficile, très difficile et par là même impossible.
Comme vous le voyez, déclarer son impossibilité ne constitue pas un argument contre la possible splendeur du traduire. Au contraire, c’est lui conférer une place dans la lignée des choses qui ont un sens.
– Ainsi donc, d’intervenir un professeur d’histoire de l’art, vous tendriez à penser, comme moi, que la véritable mission de l’homme, ce qui donne un sens à ses actions, c’est de s’opposer à la Nature.
– Je ne suis pas loin en effet de penser cela, à condition cependant de ne pas oublier la distinction ─ préalablement évoquée et selon moi fondamentale ─ entre les deux utopismes, le bon et le mauvais. Je le dis car la caractéristique essentielle du bon utopiste, lorsqu’il s’oppose à la nature, est de compter sur elle et de ne pas s’illusionner. Le bon utopiste s’engage envers lui-même à être avant tout inexorablement réaliste. Ce n’est qu’après avoir acquis la certitude qu’il a bien vu, sans la moindre illusion et dans sa plus simple expression, la réalité, qu’il peut avec grâce se retourner contre elle et s’efforcer de la réformer dans le sens de l’impossible, le seul acte qui ait un sens.
L’attitude inverse, plus traditionnelle, consiste à croire que le souhaitable est déjà présent, spontanément jailli de la réalité. C’est ce qui nous a pendant longtemps empêché de comprendre les choses humaines. Nous voudrions tous, par exemple, que l’homme soit bon, mais votre Rousseau, celui que nous avons dû souffrir, pensait quant à lui ce souhait réalisé depuis longtemps et considérait l’homme bon en lui-même et par nature. Ce qui nous a gâché un siècle et demi d’une histoire européenne qui aurait pu être magnifique et il nous a fallu d’infinies angoisses et d’énormes catastrophes – sans compter celles qui sont à venir – pour redécouvrir la simple vérité, connue de tous les temps ou presque, à savoir que l’homme, en soi, n’est qu’une méchante bête.
Disons, pour en revenir définitivement à notre thème, que souligner l’impossibilité du traduire est loin d’enlever tout son sens à cette occupation : qui, en effet, songerait à trouver absurde le fait que nous nous parlions dans notre langue maternelle alors qu’il s’agit là aussi d’un exercice utopique ?
Cette affirmation souleva des hauts cris et des protestations dans l’assistance. « Voilà bien une exagération ou mieux, comme disent les rhétoriciens, une surenchère », de dire un philologue, jusque-là silencieux. « C’est aller trop loin et user de paradoxe », de s’exclamer un sociologue.
– Je vois que mon audacieuse équipée doctrinale risque le naufrage dans cette soudaine tempête. Je comprends que pour des oreilles françaises, même les vôtres, au demeurant bienveillantes, l’affirmation selon laquelle parler est un exercice utopique soit pénible à entendre. Mais qu’y puis-je si telle est indéniablement la vérité ?
3. De la parole et du silence
Une fois apaisée la tempête provoquée par mes dernières paroles, je poursuivis :
– Je comprends fort bien votre indignation. Affirmer que parler est une occupation illusoire et un acte utopique a tout du paradoxe et le paradoxe est toujours irritant. En particulier pour les Français. Voilà peut-être venu le moment d’expliquer pourquoi l’esprit français est si ennemi du paradoxe. Vous reconnaîtrez cependant que nous ne sommes pas toujours en mesure de l’éviter. Ainsi, lorsque nous tentons de rectifier une idée tout à fait répandue et à nos yeux tout à fait fausse, il est peu probable que nos paroles soient exemptes d’une certaine insolence paradoxale. Qui sait, qui sait d’ailleurs si l’intellectuel n’est pas, à son corps défendant, inexorablement voué à faire valoir le paradoxe ici-bas. Si quelqu’un s’était attaché à nous expliquer une fois pour toutes et en profondeur pourquoi l’intellectuel existe, à quoi il sert depuis toujours, et nous avait présenté simplement comment les plus anciens d’entre eux – les penseurs de la Grèce antique par exemple, ou les premiers prophètes d’Israël – envisageaient leur mission, peut-être alors ma supposition deviendrait-elle évidente et superflue. Car, à la fin, doxa signifie opinion publique et comment justifier l’existence d’une classe d’hommes spécifiquement employés à donner leur avis si celui-ci coïncide avec celui de tout le monde ? N’y a-t-il pas là superfétation ou, comme nous disons en espagnol, langue de muletiers plutôt que de chambellans, albarda sobre albarda ? Ne semble-t-il pas plus vraisemblable de penser que l’intellectuel existe pour contredire l’opinion publique, la doxa, pour découvrir et soutenir, face au lieu commun, la véritable opinion, c’est-à-dire le paradoxe ? Il se pourrait que la mission de l’intellectuel soit par essence impopulaire.
Ne voyez dans ces suggestions qu’une défense contre votre irritation, même si, soit dit en passant, je crois qu’elles me permettent d’effleurer des thèmes de première importance, dont il est scandaleux qu’ils n’aient jamais été abordés. Sachez de plus que vous êtes responsables de cette nouvelle digression, et ce pour vous être soulevés contre moi.
De fait, mon affirmation, malgré ses allures de paradoxe, est assez simple et évidente. Nous entendons généralement par parole l’exercice d’une activité qui nous permet de faire connaître notre pensée à nos semblables. Mais la parole, cela va de soi, c’est bien d’autres choses encore qui, toutes, supposent ou impliquent cette fonction première. Lorsque nous parlons, par exemple, nous tentons soit de persuader l’autre, de l’influencer ou parfois de le tromper. Le mensonge est une parole qui occulte notre pensée véritable. Cependant, il n’est évidemment possible que dans la mesure où la parole normale est d’abord et avant tout sincère. Car la fausse monnaie ne circule que soutenue par la monnaie légale. En sorte que la duperie n’est que l’humble parasite de l’ingénuité.
Disons, donc, que l’homme, lorsqu’il se met à parler, le fait parce qu’il pense pouvoir exprimer sa pensée. Eh bien, il s’illusionne. Car la langue n’en permet pas tant. Elle exprime, plus ou moins, une partie de notre pensée et pose un obstacle insurmontable à la transmission du reste. Elle s’avère donc assez utile pour les énoncés et démonstrations mathématiques, mais, déjà en physique, apparaît équivoque et insuffisante. Et plus la conversation porte sur des thèmes primordiaux, c’est-à-dire spécifiques à l’homme et ancrés dans la « réalité », plus la langue augmente en imprécision, maladresse et confusion. Victimes du préjugé tenace selon lequel lorsque nous parlons nous nous comprenons, nous nous exprimons et écoutons autrui avec une bonne foi telle que nous finissons par nous comprendre beaucoup moins que si, muets, nous devinions nos pensées. Mieux encore, notre pensée étant dans une large mesure déterminée par la langue − bien que je me refuse à penser que cette détermination soit, comme beaucoup le pensent, absolue – il s’ensuit que penser consiste à se parler à soi-même et conséquemment à mal se comprendre et par là-même à risquer grandement de s’embrouiller.
– Vous n’exagérez pas un peu ? d’ironiser monsieur Z.
– Sans doute, sans doute… Mais cette exagération serait alors un antidote compensatoire. En 1922, la Société de Philosophie de Paris se réunit pour débattre la question du progrès dans la langue. Participent à la rencontre des philosophes français ainsi que les grands maîtres de l’école linguistique française qui est certainement, du moins en tant qu’école, la plus renommée du monde. Or en lisant le résumé des interventions, je tombai sur des propos de Meillet, Meillet, le grand maître de la linguistique contemporaine, qui me stupéfièrent : « Chaque langue, disait-il, exprime tout ce qui est nécessaire à la société dont elle est l’organe… Quelle qu’en soit la phonétique et la grammaire, elle peut tout exprimer ». Ne voyez-vous pas là aussi, sauf le respect dû à la mémoire de Meillet, une évidente exagération ? Comment Meillet a-t-il pu vérifier le bien-fondé d’une telle affirmation ? Certainement pas en sa qualité de linguiste. Car en tant que tel il ne connaît que la langue des peuples et non leurs pensées. Or son dogme suppose qu’il les a mesurées les unes par rapport aux autres et a découvert qu’elles coïncidaient. En outre, il ne suffit pas d’affirmer que toute langue peut exprimer toute pensée : il faut déterminer si elles le font toutes avec la même facilité et immédiateté. Ainsi la langue basque, pour aussi parfaite que Meillet la considère, n’en a pas moins oublié d’inclure dans son vocabulaire un signe pour désigner Dieu. Il a donc fallu employer le terme Jaungoikua qui signifiait « Seigneur tout là-haut ». L’autorité seigneuriale ayant disparu depuis plusieurs siècles, Jaungoikua désigne maintenant Dieu, mais nous devons nous replacer à l’époque où il a fallu concevoir Dieu comme une autorité politique de ce monde, comme un gouverneur civil. Or précisément, il s’est avéré que, dépourvus de nom pour désigner Dieu, les Basques éprouvèrent de grandes difficultés à concevoir son existence : c’est pourquoi ils tardèrent tant à se con vertir au christianisme. Le vocable indique d’ailleurs qu’il fallut l’intervention de la police pour leur inculquer la notion même de divinité. En sorte que la langue nous gêne pour exprimer certaines pensées, mais également pour en accueillir d’autres, elle mobilise notre intelligence dans certaines directions.
Nous n’aborderons pas maintenant les questions véritablement fondamentales − et combien stimulantes ! – soulevées par l’extraordinaire phénomène du langage. Ces questions, à mon sens, nous les avons jusqu’à ce jour ignorées, aveuglés que nous étions par l’éternel malentendu qu’occulte l’idée selon laquelle la parole nous permet de manifester nos pensées.
– À quel malentendu faites-vous référence ? Je ne comprends pas bien, de demander l’historien d’art.
– Cela peut signifier deux choses radicalement différentes : que lorsque nous parlons, nous tentons d’exprimer nos idées ou nos états d’âme, mais n’y parvenons qu’en partie, ou bien que la parole y parvient pleinement. Comme vous le voyez, nous retrouvons là les deux utopismes sur lesquels nous avons buté à propos de la traduction. Et ils réapparaîtront dans toutes les sphères de l’activité humaine, puisque, selon la thèse que je vous ai proposée tout à l’heure, « tout ce que l’homme fait est utopique ». Seul pareil principe nous permet de saisir les questions fondamentales du langage. En effet, si nous cessons de croire que la parole nous permet d’exprimer toute notre pensée nous comprendrons ce qui, de fait, nous arrive constamment, à savoir que, constamment, à l’écrit comme à l’oral, nous renonçons à dire toutes les choses que la langue ne nous permet pas d’exprimer. Mais alors, parler c’est non seulement dire, s’exprimer, mais aussi, inexorablement, renoncer à dire, se taire, faire silence ! Le phénomène est des plus fréquents et incontestés. Songez par exemple à ce qui vous arrive lorsque vous devez vous exprimer dans une langue étrangère. Quelle tristesse ! Celle que j’éprouve ici-même à parler français : la tristesse de devoir taire les quatre cinquièmes de ce qui me vient à l’esprit du fait que les quatre cinquièmes de ma pensée en espagnol ne peuvent tout bonnement pas s’exprimer en français, et ce malgré l’étroite parenté des deux langues. Or ne pensez pas qu’il n’en est pas de même, bien que dans une moindre mesure, lorsque nous pensons dans notre langue : seule la préconception contraire nous empêche de le remarquer. Voilà qui me place dans la dure situation de devoir provoquer une deuxième tempête bien plus grave que la précédente. En effet, tout ce qui a été dit doit se résumer par une formule qui s’affiche insolemment avec la force du paradoxe. La voici : on ne peut comprendre la formidable réalité du langage qu’en commençant par observer que la parole se compose surtout de silences. Tout être incapable de renoncer à dire beaucoup de choses serait dans l’impossibilité de parler. Et chaque langue représente une équation particulière de choses dites et tues. Chaque peuple en effet tait certaines choses pour pouvoir en exprimer d’autres. Car on ne pourrait tout dire. D’où l’énorme difficulté de la traduction : elle consiste en effet à exprimer dans une langue ce que précisément cette langue a tendance à ne pas dire. Mais, en même temps, on devine ce que traduire peut avoir de merveilleux : dévoiler les secrets que peuples et époques gardent réciproquement et qui contribuent tant à les séparer et à nourrir leur haine, pour réaliser, en somme, l’audacieuse intégration de l’Humanité. Car, comme le disait Goethe : « Entre tous les hommes seulement se vit dans son entier l’humain ».
Published March 6, 2023
© TTR : traduction, terminologie, rédaction, vol. 17, n. 1, 2004, pp. 13-53.
Miséria e esplendor da tradução
Written in Spanish by José Ortega Y Gasset
Translated into portuguese by Mauri Furlan and Mara Gonzalez Bezerra
1. A miséria
Numa reunião assistida por professores do Collège de France, universitários e pessoas interessadas, alguém fala sobre a impossibilidade de traduzir certos pensadores alemães e propõe, generalizando o tema, que se realize uma pesquisa sobre quais filósofos são possíveis de serem traduzidos e quais não.
Isto nos faz supor, com excessiva convicção, que há filósofos e, de forma geral, escritores que podem, de fato, ser traduzidos. Não é isto ilusório? permiti-me insinuar. Traduzir não é, irremediavelmente, um afã utópico? Na verdade, a cada dia inclinome mais à opinião de que o que homem faz é utópico. Ocupase em conhecer sem conseguir conhecer nada plenamente. Quando faz justiça, infalivelmente acaba por cometer alguma velhacaria. Acredita que ama e logo percebe que ficou na promessa de fazer. Não entendam estas palavras num sentido de sátira moral, como se eu censurasse meus colegas de classe porque não fazem o que pretendem. Minha intenção é precisamente o contrário: em vez de inculpálos pelo seu fracasso, quero sugerir que nenhuma dessas coisas são realizáveis, que são por si próprias impossíveis, que ficam numa mera pretensão, projeto vão e tentativa inválida. A natureza dotou cada animal de um programa de atos que, sem dificuldade, podem ser executados satisfatoriamente. Por isso é tão raro que um animal esteja triste. Somente nos superiores – o cachorro e o cavalo –, percebe-se alguma vez algo como de tristeza, e precisamente então é quando nos parecem mais próximos de nós, mais humanos. Talvez o espetáculo mais inquietante, pelo equívoco, que a natureza apresenta, na profunda e misteriosa selva, seja a melancolia do orangotango. Geralmente os animais são felizes. Nossa sina é oposta. Os homens estão sempre melancólicos, maníacos e frenéticos, maltratados por todos esses humores que Hipócrates chamou de divinos. E a razão disso está em que as tarefas humanas são irrealizáveis. O destino – o privilégio e a honra – do homem é não conseguir nunca o que se propõe e ser pura pretensão, utopia viva. Parte sempre em direção ao fracasso, e, antes de entrar na luta, leva já ferida a fronte.
Assim acontece nesta modesta ocupação que é traduzir. No campo intelectual, não há tarefa mais humilde. No entanto, acaba por ser extraordinária.
Escrever bem consiste em fazer continuadamente pequenas erosões à gramática, ao uso estabelecido, à norma vigente da língua. É um ato permanente de rebeldia contra o entorno social, uma subversão. Escrever bem implica uma certa ousadia radical. Pois bem, o tradutor costuma ser um personagem retraído. Por timidez escolheu tal ocupação, a menor. Encontra-se frente ao enorme aparato policial que é a gramática e seu uso monstruoso. O que fará com o texto rebelde? Não é demais pedir-lhe que também ele o seja e por causa alheia? A pusilanimidade o vencerá e em vez de ir contra o estabelecido pelos cartéis gramaticais, fará tudo ao contrário: colocará o escritor traduzido na prisão da linguagem normativa, isto é, o trairá. Traduttore, traditore.
– Contudo, os livros de ciências exatas e naturais podem ser traduzidos, responde o meu interlocutor.
– Não nego que a dificuldade seja menor, mas nego que não exista. O ramo da matemática que mais esteve em voga durante o último quarto de século foi a Teoria dos Conjuntos. Pois bem: seu criador, Cantor, batizou-a com um termo intraduzível em nossas línguas. O que tivemos que chamar de “conjunto” ele chamava Menge, um vocábulo cuja significação não é abarcada pela de “conjunto”. Não exageremos, então, a traduzibilidade das ciências matemáticas e físicas. Mas, feita esta ressalva, estou disposto a reconhecer que a versão pode chegar muito mais perto nelas do que nas outras disciplinas.
– Então o senhor reconhece que há duas classes de escritos: os que podem ser traduzidos e os que não?
– Se falamos grosso modo, seremos obrigados a aceitar essa distinção, mas ao fazê-lo fechamos a entrada ao verdadeiro problema proposto por toda tradução. Porque, se nos perguntamos qual é a razão por que certos livros científicos são mais fáceis de traduzir, logo nos daremos conta de que neles o próprio autor começou por se traduzir da língua autêntica onde “vive, se move e é” a uma pseudolíngua formada por termos técnicos, por vocábulos linguisticamente artificiais que ele mesmo necessita definir em seu livro. Em suma, ele se traduz a si mesmo de uma língua a uma terminologia.
– Mas, uma terminologia é uma língua como outra qualquer! Mais ainda, de acordo com nosso Condillac: a melhor língua, a língua “bem feita” é a ciência.
– Desculpe-me se nisso discordo radicalmente do senhor e do bom abade. Uma língua é um sistema de signos verbais graças ao qual os indivíduos podem entender-se sem acordo prévio, enquanto que uma terminologia só é inteligível se quem escreve ou fala e quem lê ou escuta se puserem prévia e individualmente de acordo sobre o significado dos signos. Por isso a chamo de pseudolíngua e digo que o homem de ciência tem que começar por traduzir o seu próprio pensamento nela. É um volapuque, um esperanto estabelecido por convenção deliberada entre os que cultivam essa disciplina. Daí o fato de ser mais fácil traduzir estes livros de uma língua a outra. Na realidade, os de todos os países já estão escritos quase inteiramente na mesma língua. Tanto é assim que esses livros parecem herméticos, ininteligíveis ou pelo menos muito difíceis de entender para os homens falantes da língua autêntica em que aparentemente estão escritos.
– Pra ser sincero, não me resta outra alternativa senão lhe dar a razão e ainda dizer que começo a entrever certos mistérios da relação verbal entre os homens que não tinha percebido até agora.
– E eu, de minha parte, entrevejo no senhor uma espécie de último abencerrage, sobrevivente final de uma fauna desaparecida, uma vez que o senhor é capaz de, diante de outro homem, acreditar que é o outro e não o senhor quem tenha razão. Certamente: o assunto da tradução, por pouco que o persigamos, nos leva até os arcanos mais recônditos do maravilhoso fenômeno que é a fala. Mesmo atendo-nos ao mais imediato oferecido pelo nosso tema, teremos o suficiente por enquanto. No que foi dito até agora, limitei-me a fundamentar o utopismo do traduzir em que o autor de um livro não de matemática nem de física, nem, se o senhor quiser, de biologia, é um escritor em algum bom sentido da palavra. Isto implica que usou sua língua materna com um tato prodigioso, conseguindo duas coisas aparentemente impossíveis de conciliar: ser inteligível, na medida certa, e ao mesmo tempo modificar o uso costumeiro do idioma. Esta dupla operação é mais difícil de executar do que andar sobre uma corda bamba. Como poderemos exigi-la de tradutores comuns? E ainda, além desta primeira dificuldade que o estilo pessoal proporciona, aparecem novos níveis de dificuldades. O estilo pessoal consiste, por exemplo, em que o autor desvia ligeiramente o sentido usual da palavra e a obriga a que o círculo de objetos que designa não corresponda exatamente ao círculo de objetos que essa mesma palavra costuma ter em seu uso regular. A tendência geral destes desvios num escritor é o que chamamos de seu estilo. Mas há o caso de que cada língua comparada com outra tem também o seu estilo linguístico, o que Humboldt chamava de sua “forma interna”. Portanto, é utópico acreditar que dois vocábulos pertencentes a dois idiomas e que o dicionário nos dá como tradução um do outro se referem exatamente aos mesmos objetos. Uma vez formadas as línguas em paisagens diferentes e por conta de experiências distintas, é natural a sua incongruência. É falso, por exemplo, supor que o espanhol chama bosque ao mesmo que o alemão chama Wald, e contudo, o dicionário nos diz que Wald significa bosque. Se quiséssemos fazer humor com isso, seria uma excelente ocasião para intercarlar uma “aria de bravura” descrevendo o bosque da Alemanha em contraposição ao bosque espanhol. Brinco com os senhores sobre a canção, mas reclamo seu resultado: a clara intuição da enorme diferença existente entre as duas realidades. É tão grande, que não somente elas são de sobra incongruentes, mas praticamente todas suas ressonâncias intelectuais e emotivas.
Os perfis de ambas significações não coinciden, como tampouco as fotografias sobrepostas de duas pessoas. E como neste caso a nossa visão vacila e enjôa sem se decidir por um ou por outro perfil e nem sequer formar um terceiro, imaginemos a imprecisão sofrida que a leitura de milhares de palavras deixará aos que isso acontece. São, pois, as mesmas causas as que produzem na imagem visual e na linguagem o fenômeno do flou. A tradução é o permanente flou literário, e como, por outro lado, o que costumamos chamar de tolice não é senão o flou do pensamento, não estranhemos se um autor traduzido nos pareça sempre meio tolo.
2. Os dois utopismos
Quando a conversação não é uma mera troca de mecanismos verbais em que os homens se comportam quase como gramofones, mas que os interlocutores falam de verdade sobre um assunto, acontece um fenômeno curioso. Conforme avança a conversa, a personalidade de cada um vai se dissociando progressivamente: uma parte dela atende ao que se diz e colabora ao dizer, enquanto a outra, atraída pelo próprio tema, como o pássaro pela serpente, se retrai cada vez mais em si mesma e se dedica a pensar no assunto. Ao conversar vivemos em sociedade: ao pensar ficamos sozinhos. Mas o caso é que nesse gênero de conversas fazemos as duas coisas ao mesmo tempo e à medida que a conversa progride vamos realizando-as com intensidade cada vez maior: acolhemos com emoção quase dramática o que se está falando e ao mesmo tempo nos afundamos mais e mais na solidão abissal de nossa meditação. Esta crescente dissociação não pode manter-se em permanente equilíbrio. De onde ser característico de tais conversas chegarem a um momento em que sofrem um colapso e passa a reinar um denso silêncio. Cada interlocutor fica absorto em si mesmo. Por ficar unicamente pensando, não consegue falar. O diálogo produziu o silêncio e a sociedade inicial se precipita na solidão.
Isto aconteceu em nossa reunião, depois das minhas últimas palavras. Por que, então? Não há dúvida: esta maré viva do silêncio que chega a cobrir o diálogo se produz quando o desenvolvimento do tema chegou ao seu extremo numa de suas direções e a conversa tem que girar sobre si mesma e apontar a proa para outro lado.
– Este silêncio surgido entre nós, disse alguém, tem um caráter fúnebre. O senhor matou a tradução e, taciturnos, acompanhamos seu enterro.
– Ah, não! Repliquei eu. De forma alguma! Importava-me muito sublinhar as misérias do traduzir, importava- me sobretudo definir sua dificuldade, sua improbabilidade, mas não para ficar nisso, pelo contrário: para ser como uma mola propulsora que nos lançasse até o possível esplendor da arte de traduzir. Por isso é o momento oportuno para gritar: “A tradução morreu! Viva a tradução!” Agora temos que remar em direção oposta e, como diz Sócrates em ocasiões parecidas, temos que cantar a palinódia.
– Temo, disse o senhor X, que lhe custe muito trabalho. Porque não esquecemos sua afirmação inicial que nos apresentou a tarefa do traduzir como uma operação utópica e um propósito impossível.
– Certamente; eu disse isso e um pouco mais: que todos os afazeres específicos do homem têm um caráter semelhante. Não temam os senhores que eu tente dizer agora por que penso assim. Sei que numa conversação francesa deve-se sempre evitar o principal e convém manter-se na zona neutra das questões intermediarias. Os senhores são extremamente amáveis suportando-me e até impondo- me este monólogo disfarçado, apesar de o monólogo ser, talvez, o crime mais grave que se pode cometer em Paris. Por isso falo um pouco coibido e com a consciência pesada, com a impressão de estar cometendo algo como um estupro. Somente me tranquiliza a convicção de que meu francês caminha arrastando os pés e não pode permitir-se a ágil contradança do diálogo. Mas, retornemos ao nosso tema, à condição essencialmente utópica de todo o humano. Em vez de assentar esta doutrina sobre razões demasiadamente sólidas, vou me permitir apenas convidá-los a tentarem, pelo puro prazer do exercício intelectual, considerá-la como princípio fundamental e contemplarem sob sua luz os afãs do homem.
– Contudo, disse o querido amigo Jean Baruzi, é frequente em sua obra o combate contra o utopismo.
– Frequente e substancial! Há um falso utopismo que é a exata inversão do que agora tenho à vista; um utopismo consistente em acreditar que o que o homem deseja, projeta e se propõe é, facilmente, possível. Por nada mais sinto tamanha repugnância e vejo nele a causa máxima de quantas desventuras acontecem agora no planeta. Neste humilde assunto com que agora nos ocupamos, podemos apreciar o sentido oposto de ambos os utopismos. O mau utopista, assim como o bom, considera desejável corrigir a realidade natural que confina os homens no recinto de línguas diversas impedindo-lhes a comunicação. O mau utopista pensa que, dado que é desejável, é possível, e disso a acreditar que é fácil não há mais que um passo. Assim persuadido, não questionará muito sobre como se deve traduzir, mas, sem rodeios, começará a tarefa. Eis o motivo por que quase todas as traduções feitas até agora são ruins. O bom utopista, por outro lado, pensa que, dado que seria desejável libertar os homens da distância imposta pelas línguas, não existe probabilidade de que possa ser alcançado; portanto, que somente cabe tentar em medida aproximada. Mas esta aproximação pode ser maior ou menor…, até o infinito, e isso abre, ante nosso esforço, uma atuação sem limites, em que sempre cabe melhora, superação, aperfeiçoamento; em suma: “progresso”. Em tarefas deste tipo consiste toda a existência humana. Imaginem os senhores o contrário: que estivessem condenados a ocupar-se somente com fazer o que é possível, o que possa ser conseguido por si. Que angústia! Sentiriam sua vida como que esvaziada de si mesma. Precisamente porque sua atividade alcançaria o pretendido lhes pareceria não estarem fazendo nada. A existência do homem tem um caráter esportivo, de esforço que se compraz em si mesmo e não em seu resultado. A história universal nos faz ver a incessante e inesgotável capacidade do homem para inventar projetos irrealizáveis. No esforço para realizá-los consegue muitas coisas, cria inúmeras realidades que a chamada natureza é incapaz de produzir por si mesma. A única coisa que o homem nunca consegue é, precisamente, o que se propõe – que se diga em sua honra. Estas núpcias da realidade com o íncubo do impossível proporcionam ao universo os únicos avanços de que é capaz. Por isso, importa muito sublinhar que tudo – entende-se tudo o que vale a pena, tudo o que de fato é humano – é difícil, muito difícil, tanto, que é impossível.
Como os senhores podem ver, não é uma objeção contra o possível esplendor da tarefa tradutória declarar sua impossibilidade. Pelo contrário, este caráter empresta-lhe a mais sublime filiação e nos faz vislumbrar que tem sentido.
– De acordo com isso, interrompe um professor de historia da arte, o senhor tenderia a pensar, assim como eu, que a missão própria do homem, o que proporciona sentido a seus afãs, é ir contra a natureza.
– Estou, de fato, muito próximo dessa opinião, desde que não se esqueça – o que é fundamental para mim –, a anterior distinção entre os dois utopismos: o bom e o mau. Digo isto porque a característica essencial do bom utopista ao opor-se radicalmente à natureza é contar com ela e não criar ilusões. O bom utopista se compromete consigo mesmo a ser primeiro um inexorável realista. Somente quando está certo de ter visto bem a realidade, em sua nudez mais ácida, e de não ter a mínima ilusão, volta-se contra ela garboso e se es força em reformá-la no sentido do impossível, que é a única coisa que tem sentido.
A atitude inversa, que é a tradicional, consiste em acreditar que o desejável já está aí como um fruto espontâneo da realidade. Isto nos cegou de antemão para entender as coisas humanas. Todos, por exemplo, desejamos que o homem seja bom, mas o Rousseau dos senhores que nos infligiram acreditava que esse desejo já estava realizado sem dúvida, que o homem era bom por si ou por natureza. Fato este que estragou um século e meio de historia européia, que poderia ter sido magnífica, e necessitamos infinitas angústias, enormes catástrofes – e as que ainda hão de vir – para redescobrir a verdade simples, conhecida por quase todos os séculos anteriores, segundo a qual o homem, por si, não é senão um animal mau.
Ou para voltar definitivamente ao nosso tema: destacar a impossibilidade de traduzir está tão longe de subtrair sentido a tal ocupação, que ninguém pensa em considerar absurdo o fato de falarmos uns com outros em nosso idioma materno e, contudo, trata-se também de um exercício utópico.
Esta afirmação produziu em torno uma onda de oposições e protestos. “Isso é um superlativo ou, melhor, o que os gramáticos chamam um “excesso”, disse um filólogo, até então calado. “Parece-me demasiado dizer isso e coisa paradoxal”, exclamou um sociólogo.
– Vejo que o barquinho ousado de minha doutrina corre o risco de naufragar nesta súbita tormenta. Eu compreendo que para ouvidos franceses, mesmo sendo como o dos senhores, tão benévolos, resulte duro ouvir a afirmação de que falar é um exercício utópico. Mas, o que posso fazer, se isto é irrecusavelmente a verdade?
3. Sobre o falar e o calar
Uma vez aplacada a tormenta que minhas últimas palavras haviam suscitado, pude continuar desta maneira:
– Compreendo muito bem a indignação dos senhores. A afirmação de que falar é uma tarefa ilusória e uma ação utópica tem toda aparência de um paradoxo e o paradoxo é sempre irritante. E muito mais para os franceses. Talvez o rumo desta conversação nos leve a um ponto em que ne cessitemos esclarecer por que o espírito francês é tão inimigo do paradoxo. Mas, os senhores reconhecerão que nem sempre está em nosso arbítrio evitá-lo. Quando tratamos de retificar uma opinião muito importante, que nos parece muito equivocada, não há probabilidade de nossas palavras se eximirem de certa insolência paradoxal. Quem sabe, quem sabe se o intelectual, por prescrição inexorável e a contra gosto ou vontade, não tenha sido encarregado para fazer constar neste mundo o paradoxo! Se alguém tivesse se ocupado em nos esclarecer, de uma vez por todas e a fundo, por que existe o intelectual, para que está onde sempre esteve e nos apresentasse alguns simples dados de como perceberam sua missão os mais antigos – por exemplo, os antigos pensadores da Grécia, os primeiros profetas de Israel, etc. –, talvez essa minha suspeita resultasse em algo evidente e trivial. Porque, no fim, doxa significa a opinião pública, e não parece justificada a existência de uma classe de homens cujo oficio específico consiste em opinar se sua opinião irá coincidir com a pública. Acaso não é isto superfetação, ou, como diz a língua espanhola, feita mais por tropeiros do que por camaristas: sela sobre sela? Não parece mais verossímil que o intelectual existe para contradizer a opinião pública, a doxa, descobrindo, sustentando, frente ao lugar comum, a opinião verdadeira, o paradoxo? Poderia ser que a missão do intelectual fosse essencialmente impopular.
Recebam os senhores estas sugestões apenas como uma defesa minha diante de sua irritação, mas, diga-se de passagem, com elas acredito tocar em assuntos primordiais, embora escandalosamente intatos. Conste, ainda, que os senhores são os responsáveis desta nova divagação, por terem se sublevado contra mim.
E o caso é que minha afirmação, apesar de sua aparência paradoxal, é algo bastante simples e óbvio. Costumamos entender por falar o exercício de uma atividade mediante a qual conseguimos manifestar ao próximo nosso pensamento. A fala é, certamente, muitas outras coisas além disso, mas todas elas supõem ou implicam essa função primária do falar. Por exemplo, ao falar intentamos persuadir o outro, influenciá-lo, às vezes enganá-lo. A mentira é uma fala que oculta nosso autêntico pensamento. Mas é evidente que a mentira seria impossível se o falar primário e normal não fosse sincero. A moeda falsa circula mantida pela moeda verdadeira. Por fim, o engano resulta ser um humilde verme da ingenuidade.
Digamos, pois, que o homem, quando se põe a falar o faz porque acredita que poderá dizer o que pensa. Pois bem, isto é ilusório. A língua não dá para tanto. Diz, pouco mais ou menos, uma parte do que pensamos e põe um obstáculo intransponível à transmissão do restante. Serve bastante bem para enunciados e demonstrações matemáticas: já o falar da física começa a ser equívoco ou insuficiente. Mas, à medida que a conversação se ocupa de temas mais importantes que esses, mais humanos, mais “reais”, vai aumentando sua imprecisão, sua torpeza e sua confusão. Dóceis ao preconceito inveterado de que falando nos entendemos, nós dizemos e ouvimos com tão boa fé que acabamos por mal entender-nos muito mais do que se, mudos, nos ocupássemos em adivinhar a nós mesmos. Mais ainda: como nosso pensamento está em grande medida adscrito à língua, embora eu resista a crer que a adscrição seja, como se costuma dizer, absoluta, resulta que pensar é falar consigo mesmo e, consequentemente, mal entender a si mesmo e correr um enorme risco de confundir-se completamente.
– O senhor não exagera um pouco?, pergunta irônico Mister Z.
– Talvez, talvez… Mas, em todo caso, se trataria de um exagero medicinal e compensatório. Em 1922 houve uma sessão na Sociedade de Filosofia, de Paris, dedicada a discutir o problema do progresso na língua. Participaram dela, junto com os filósofos do Sena, os grandes professores da escola linguística francesa, que é, de certo modo, ao menos como escola, a mais ilustre do mundo. Pois bem, lendo o resumo da discussão, esbarrei com umas frases de Meillet, que me deixaram pasmado, Meillet, grande mestre da linguística contemporânea: “toda língua, dizia ele, expressa quanto é necessário à sociedade da qual ela é órgão… Com qualquer foneticismo, com qualquer gramática, pode-se expressar qualquer coisa”. Não lhes parece, senhores, com todo o respeito à memória conde Meillet, que há também nessas palavras um evidente exagero? Como Meillet averiguou a verdade de uma sentença tão absoluta? Não terá sido na qualidade de linguista. Como linguista conhece apenas as línguas dos povos, mas não seus pensamentos e, o seu dogma supõe ter medido estes com aquelas e ter achado que coincidem, sobre o que não basta dizer: toda língua pode formular todo pensamento, mas se todas podem fazê-lo com a mesma facilidade e imediatez. A língua basca será tão perfeita como Meillet queira, mas no caso, ela se esqueceu de incluir no seu vocabulário um signo para designar Deus e foi mister usar aquele que significava “senhor do alto”, Jaungoikua. Como há séculos desapareceu a autoridade senhorial, Jaungoikua significa hoje denotativamente Deus, mas temos que nos transportar à época em que se viu obrigada a pensar Deus como uma autoridade política e mundana, a pensar Deus como governador civil ou algo parecido. Precisamente este caso nos revela que, carentes de nome para Deus, custava muito aos bascos imaginá-lo: por isso demoraram tanto para converter-se ao cristianismo e o vocábulo indica que foi necessária a intervenção da polícia para incutir em suas cabeças a ideia pura da divindade. De modo que a língua não somente apresenta dificuldades à expressão de certos pensamentos, mas também estorva a recepção de outros, paralisa nossa inteligência em certas direções.
Não vamos agora entrar nas questões verdadeiramente radicais – e as mais sugestivas! – suscitadas por este enorme fenômeno que é a língua. A meu ver, essas questões não foram ainda sequer percebidas, precisamente pelo fato de o equívoco perpétuo oculto nessa ideia de que a fala nos serve para manifestar nossos pensamentos nos ter cegado para elas.
– A que equívoco o senhor se refere? Não entendo bem, pergunta o historiador da arte.
Esta frase pode significar duas coisas radicalmente diferentes: que ao falar intentamos expressar nossas ideias ou estados íntimos, mas somente em parte o conseguimos, ou, a fala consegue plenamente este propósito. Como os senhores podem ver, reaparecem aqui os dois utopismos com que tropeçamos antes ao nos ocuparmos da tradução. E igualmente aparecerão em todo agir humano, segundo a tese geral que os convidei a pensar: “tudo o que o homem faz é utópico”. Somente este princípio nos abre os olhos sobre as questões radicais da língua. Porque se, de fato, nos curamos de pensar que a fala consegue expressar tudo o que pensamos, nos daremos conta do que de fato e com toda evidência nos acontece constantemente, a saber: que, constantemente, ao falar ou escrever renunciamos a dizer muitas coisas porque a língua não nos permite. Ah, mas então a eficácia do falar não é somente dizer, manifestar, mas ao mesmo tempo, é inexoravelmente renunciar a dizer, calar, silenciar! O fenômeno não pode ser mais freqüente e inquestionável. Lembrem-se, senhores, o que lhes acontece quando devem falar numa língua estrangeira. Que tristeza! É a que eu estou sentindo agora ao falar em francês: a tristeza de ter que calar quatro quintas partes do que me vem à mente, porque essas quatro quintas partes dos meus pensamentos espanhóis não podem ser ditas razoavelmente em francês, apesar de ambas as línguas serem tão próximas. Mas não acredite que não acontece o mesmo, se bem que em menor medida, quando a preconcepção contrária nos impede de percebê-lo. Por isso me vejo na situação constrangedora de provocar uma segunda tormenta muito mais grave que a outra. Na verdade, tudo que foi dito se resume necessariamente numa fórmula que ostenta abertamente seus insolentes bíceps de paradoxo. É esta: não se compreende profundamente a maravilhosa realidade da linguagem se não se começa por constatar que a fala se compõe acima de tudo de silêncios. Um ser que não fosse capaz de renunciar a dizer muitas coisas seria incapaz de falar. E cada língua é uma equação diferente entre manifestações e silêncios. Cada povo se cala algumas coisas para poder dizer outras. Porque tudo seria indizível. Daí a enorme dificuldade da tradução: nela se trata de dizer num idioma exatamente o que este idioma tende a silenciar. Mas, ao mesmo tempo, percebe-se o que traduzir pode ter de magnífico: a revelação dos segredos mútuos que povos e épocas guardam reciprocamente e tanto contribuem para a sua dispersão e sua hostilidade; em suma, uma audaciosa integração da Humanidade. Porque, como Goethe dizia: “Somente entre todos os homens vive-se por completo o humano”.
Published March 6, 2023
© «Scientia Traductionis» n.13, 2013
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