Una vez, cuando todavía vivía en Pekín en la década del noventa, vi un documental breve de la reina Isabel II dando un discurso. Me desconcertó su forma de hablar el inglés, aunque no le entendí ni la mitad de lo que estaba diciendo. Noté que los labios casi ni se le movían cuando hablaba. Parecía tener habilidades ventrílocuas, pero le faltaba ese muñequito pintado de mandíbula batiente que suelen llevar en los hombros. Toda su actitud era extraña e impenetrable. Nunca llegué al fondo de mi desconcierto. Unos años más tarde, sin embargo, después de lograr conseguir una beca, vine a Gran Bretaña y me instalé en Londres. Y así fue como comenzó un largo camino de descubrimientos a través del inglés y su anglicidad. 

Durante los primeros años en Londres, me costaba entender el idioma de la BBC y el que se usa en los artículos periodísticos. Ese idioma era muy diferente del que yo había podido experimentar a diario en las calles y en los autobuses. Estaba lleno de vocabulario político y convenciones periodísticas que me parecían confusas y distantes. Tampoco me daba mucho aliento mirar los discursos de la reina en la televisión. Entonces volví a mi costumbre habitual: estudiar las palabras de los menús ingleses en los restaurantes. Un día, mientras desayunaba en la cafetería del barrio, escuché una canción en la radio que sonaba desde los parlantes del techo. 

La señora de mediana edad que servía el té le gritó al chef que estaba cerca del mostrador. 

—¡Los Archer! ¡Dale volumen, Jim! 

—¡Claro, Dot! —fue la respuesta.

Entonces, de repente, en la cafetería retumbó el alegre tintineo de la cortina musical. Cuando se acabó, algunas voces inglesas resonaron. Presté atención, expectante, tratando de discernir el porqué. Deduje que se trataba de una radionovela dramática, compuesta por interminables diálogos entre ancianos ingleses en un escenario campestre. Cada tanto se escuchaban el mugir de una vaca, el balar de una oveja y el sonido de las maquinarias. Los personajes hablaban inglés inglés, definitivamente no un inglés de extranjero. La señora de la cafetería, Dot, inclinada sobre el mostrador, escuchaba con una concentración devota mientras doblaba servilletas con una sonrisa beatífica. Pensé que el programa debía tener cierta importancia a nivel nacional porque ninguno de los que estaba en la cafetería se quejó por el ruido. Lo escuché atentamente hasta que terminó; para ese momento ya había depositado los guisantes cocidos y el pan tostado en mi estómago oriental. Entonces empezaron las noticias. Dot, un poco exaltada, bajó el volumen. No parecían importarle las noticias o las cuestiones mundiales. Una atmósfera de relativa calma y tranquilidad regresó al café, lo que me dio la oportunidad de preguntarle a Dot algunas cosas cuando vino a limpiar la mesa. 

—Ese programa que estaban escuchando recién, ¿es muy importante?—pregunté con mi inglés entrecortado.

—¿Cuál, querida, Los Archer? ¿No te suenan para nada?—Me miró incrédula, como si yo acabara de salir de la jungla, una completa ignorante de la vida mundana—. ¿No sabías que cinco millones de personas en este país lo escuchan todos los días? —Dot limpió la mesa con orgullo y vigor.

—Ah, ¿sí? —Quedé impresionada—. ¿De qué se trata? Es que yo vengo de China…—agregué la pregunta en tono de disculpa.

—¡Viene de China! Ah, ¿entonces eres nueva por acá? 

La señora volvió a acomodar el frasco de mostaza en la mesa y limpió el de kétchup con un trapo. 

—Se trata de la vida de una familia que vive en una granja en los Midlands, el centro rural de Inglaterra. Nosotros los ingleses amamos ese tipo de cosas, ¿sabe?, ovejas, vacas, la vida de la granja, dramas familiares, chusmeríos divertidos. 

Asentí, atenta. Claro, pensé para mis adentros, eso explica los sonidos de las vacas y el hervor de las teteras, el chirrido de la puerta del granero, junto con los “ehhh” y los “ahhh” de las voces ancianas. Así como algunas personas comen los famosos platos tradicionales como el pudín de arroz, esta debe ser una radio tradicional, un pudín de arroz de narrativa. 

 Volví al departamento y empecé a investigar sobre Los Archer en Internet. Un inmigrante bien informado es un buen inmigrante. Entonces descubrí que ese programa no solo era la radionovela que más tiempo lleva en el aire en la historia de Gran Bretaña, sino en todo el mundo. Empezó en mil novecientos cincuenta. En un principio, aspiraba a educar a los campesinos y, por ende, a aumentar la producción de alimentos después de la Segunda Guerra Mundial. Pero rápidamente se convirtió en una importante fuente de entretenimiento para audiencias tanto urbanas como rurales. Supongo que es algo similar a lo que tenemos los chinos con el Canal de Educación al Campesino en la televisión pública de nuestro país, ¿no? Así aprendimos a tejer canastas de bambú y a curar cerdos. ¿No debería escucharlo yo también, al menos para enriquecer mi inglés y también mi nueva vida en el Reino Unido? ¿Tal vez no debería preocuparme por aprender el inglés perfecto de la reina y debería empezar por acá, con este inglés no tan pretencioso de Los Archer?

Durante los días siguientes, después de haberme sometido al programa varias veces mientras almorzaba fideos, perdí todo apetito que podría haber tenido por unirme a la gran familia de oyentes de Los Archer. Quizás exagero si digo que el programa era como la muerte en vida. Después de escucharlo tres o cuatro veces, la cortina musical me provocó un extraño adormecimiento en el cuerpo, una especie de claustrofobia muy curiosa. También había conversaciones sobre los más mínimos detalles de los matrimonios de los hijos y la salud. Las conversaciones parecían demasiado indirectas: tocaban temas como el cambio climático o las granjas orgánicas, pero nunca los profundizaban. Mientras el bullicio de las sirenas penetraba mis paredes, me puso nerviosa. No había personajes inmigrantes en la historia, ni ninguna discusión social grave, ni problemas raciales, ni crisis económicas, ni política real. Era un oasis de la Inglaterra rural, al margen del devenir de la historia. Y ese era el propósito. ¿Qué más podía esperar? Pero igual me seguía resultando extraño. En China también tenemos novelas similares; las populares siempre tenían que ver con las grandes historias de amor y la revolución, pero no con amas de casa que se la pasan en sus casitas y charlan del clima. Apenas algunos meses después, descubrí que los diarios más populares de Gran Bretaña eran The Daily Mail y The Sun. Me pregunté si los lectores de estos diarios amarillistas y los oyentes de Los Archer eran los mismos.

Pero después mis pensamientos se cristalizaron y formaron una idea más clara. Era una idea sobre la ideología. Las formas más poderosas de ideología funcionan solapadamente. El mundo apolítico de los Archer era la apariencia que inculcaba en los oyentes una posición profundamente política. Era la posición de aceptación del statu quo. La granja de los Archer representaba al estado británico; la jerarquía animal, desde los pollos hasta los caballos, a los campesinos más o menos emprendedores y la clase media, siempre ambiciosos y temerosos de las órdenes inferiores, que avanzaban por el barro y soñaban con la cosecha y las soleadas tierras montañosas. La gente suele pensar que los ingleses no tienen ideología. En cambio, sí pueden pensar que los chinos estamos saturados de ideología: nuestras revolucionarias visiones campesinas y el sistema comunista. ¡Pero los británicos no! Qué descabellado. Alcanza con eso para probar lo poderosa que es la ideología en esta tierra y lo efectiva que fue para moldear y subyugar la vida de las personas.

Se me ocurrió que esta invisibilidad de la ideología explicaba en cierta medida por qué los británicos, y los ingleses en particular, tenían el don de evadir todo tipo de enfrentamientos directos. Debajo de las superficies sociales había capas más profundas por las que desviaban sus propios pensamientos sobre sí mismos. Buscaban protegerse de cualquier idea de cambio. Así se podían explicar algunos rasgos locales: la habilidad de los ciudadanos de soportar un transporte público de pésima calidad y la privatización de casi todos los servicios estatales, y su habilidad constante para votar contra sus propios intereses. Aun así, había revueltas, aunque de las más superficiales. Los adolescentes de la clase trabajadora expresaban a diario su ira provocando disturbios a modo de protesta contra la sociedad en general y saqueando los negocios de las calles principales. Desde la década de los setenta, hubo una “revolución” en el mundo de la música pop que se limitaba a los malos modales de los músicos punk en el escenario. Tal vez era el grito de angustia existencial, descarnado y embriagado, una reacción abrupta contra las familias, que, con sus teteras calientes y sus tortas, habitaban eternamente el pueblo de Ambridge, hogar de los Archer, el espíritu inglés que nunca moriría.

No me mal interpreten. No estoy insinuando que los ingleses están más impregnados de ideología que otros países. Lo que se me ocurrió fue lo siguiente. Al descubrir cómo funciona la ideología en un país, se descubre un aspecto importante del “carácter nacional” de la tierra en cuestión.

2.

La siguiente enseñanza sobre ideología la aprendí varios años después. Rendía el examen Life in the UK, una tarde, en algún lugar en el norte de Londres. Estábamos en un oscuro y destartalado centro comunitario multifuncional, y dos examinadores nos controlaban. Justo al lado había un negocio turco de kebab que nos aturdía con la cacofonía ensordecedora de un partido de fútbol televisado. Antes de entrar en el aula, había esperado en ese restaurante, mientras comía un pincho de cordero muy quemado con ensalada. En ese momento la carne me estaba haciendo v el estómago, o tal vez solo eran los nervios por el examen. ¿Y si desaprobaba? Era probable que desaprobara. La gente dice que se necesitan tres generaciones de inmigrantes para llegar a ser nativo, o al menos, sentirse nativo. En este caso, solo me quedaba esperar que mis nietos se sintieran menos alienados en esta tierra, siempre y cuando su deseo fuera quedarse en este país cuando crecieran. Tal vez ellos también serían trotamundos.

Tres semanas antes del examen, había tratado de memorizar hechos históricos de Gran Bretaña: el sistema monárquico, la Mancomunidad de Naciones y los países que la integran, así como los aspectos legales y sociales del Reino Unido. Como no vengo de una excolonia británica, el sistema de monarquía constitucional y parlamentaria no me resultaba familiar. Había mucho que aprender, pero mis esfuerzos para concentrarme no siempre eran efectivos. Peor aún, pensé que realmente no tenía que aprender las cosas de memoria porque creí que tenía una técnica para aprobar exámenes. Cuando vivía en China e iba a la escuela, me jactaba de haber aprendido a contestar bien cualquier pregunta. Y, de todas maneras, en la mayoría de los casos había solo una respuesta. Sin embargo, cuando me encontraba en el aula del examen, mirando fijo la hoja, me di cuenta de que era un examen de opción múltiple:

Marque con una tilde la respuesta correcta: La hija del rey Enrique viii, María, era una ferviente católica y oprimía a los protestantes. Por esa razón, era conocida como: 

A. María, la católica
B. María, la contenciosa
C. María, la sanguinaria
D. María, la asesina

Por dentro largué una palabrota. ¡Qué inmigrante más ignorante! Tendría que haber aprendido la diferencia entre los católicos y los protestantes, así como el apodo de la heredera de Enrique viii. Durante la preparación para el examen, era consciente de que haber crecido en un hogar comunista chino complicaba las cosas, por eso basé mis estudios en hechos históricos: el acceso de la mujer al derecho al voto en Gran Bretaña en 1928 y la legalización del aborto en 1967, etcétera, etcétera. ¡Pero no había prestado atención a los apodos de los integrantes de la familia real! Lamenté no haber pasado la mayor parte de los días leyendo política alemana y novelas francesas del siglo veinte en mi departamento londinense. Ahora me daba cuenta de que la historia europea del siglo veinte no era para nada importante en este examen. 

Sentada frente a la hoja, elegí al azar la respuesta B o C, aunque tenía la leve intuición de saber cuál era la correcta. ¿Tal vez la A como para variar? Mientras le hacía un círculo a “María, la católica” con la lapicera, de repente sentí que corría el riesgo de perder mi ciudadanía británica. Bueno, todavía no tenía la ciudadanía británica. Corría el riesgo de no lograr la calificación que necesitaba para poder obtener la nacionalización.

Mientras el examinador, de aspecto subcontinental, iba y venía por el pasillo del aula, pensé: ¿Por qué no hay preguntas sobre la Compañía Británica de las Indias Orientales o sobre la Partición de India y Pakistán? Exhalé larga y profundamente y pasé a la próxima pregunta:

En general, ¿Qué tipo de ave consumen las personas durante la Navidad? 

A. Pato
B. Pollo
C. Pavo
D. Avestruz

¡Por fin una pregunta fácil! Aunque había experimentado un solo almuerzo de Navidad en Londres con una familia italiana, en el que comimos un avestruz gigante. Sí, un avestruz relleno servido en su jugo que le cubría toda la carne gomosa. Pero, pensándolo bien, tal vez esta pregunta no era tan sencilla como parecía. Cuando decía “personas”, ¿se refería a “cualquier persona” o a “los ingleses”? Como buena oriental que vivía en Gran Bretaña, en Navidad, siempre comía un plato de fideos, a solas en un departamento alquilado. Santa Claus nunca visitaba mi chimenea; tampoco mis amigos o familiares. Volviendo a la pregunta: “¿Qué tipo de ave…?”, a mí no me gustaba comer ningún tipo de ave. Me parece espantosa la idea de ingerir hormonas ajenas, que vienen de granjas de pollos enjaulados, y que me infecten el estómago. ¿Y los vegetarianos de este país? ¿Será que el espíritu navideño era incompatible con el consumo de tofu o de algún tipo de queso de soja? ¿O de bok choy salteado en salsa de jengibre?

Entonces mientras me concentraba otra vez en las hojas del examen y dejaba de lado ese aluvión de imágenes de pájaros muertos, rápidamente elegí la C: Pavo, y pasé a la próxima. La siguiente pregunta sería un poco más seria, me imaginé.

En general, la es más _________ en el gobierno que la Cámara de los Comunes.

A. Poderosa
B. Efectiva
C. Independiente

Mmm, la Cámara de los Comunes, la Cámara de los Lores. Estos términos siempre me resultaron extraños. Me hacían acordar a la corte oriental y occidental de la dinastía Ming, que tenían la función de servir al emperador. Eso fue hace quinientos años. En todos los años en los que viví en Londres, jamás había visto ningún edificio que llevara alguno de estos nombres: Lores o Comunes. ¿Tal vez era porque solo había vivido en la parte pobre de la ciudad? Se me vino la ridícula imagen de unas en miniatura metidas adentro del Palacio de Westminster, y de la reina regando los tulipanes que las rodean. Volví a mirar las hojas, y repetí la frase en voz baja: En general, la Cámara de los Lores es más poderosa, efectiva o independiente en el gobierno que la Cámara de los Comunes. Examiné las tres palabras de nuevo. Cuanto más miraba las palabras Lores y Comunes, más pesados se me volvían los párpados. Necesitaba un café. Entonces me concentré más: la palabra “independiente” me sonaba más neutral que las palabras “poderosa” o “efectiva”, que eran más pomposas. Daba la idea de democracia, la imagen que el Reino Unido quería proyectar. Marqué la C. Se me acababa el tiempo; enfrenté la última pregunta sin un minuto de sobra.

¿Cuál de los siguientes es un país del Reino Unido?

A. Las Islas del Canal de la Mancha
B. Escocia
C. República de Irlanda
D. Isla de Man

¿Un país del Reino Unido? Qué pregunta más provocadora para una persona proveniente de la República Popular de China. Sabía que Escocia era un país, aunque carecía de pasaporte propio y de una frontera firme con Inglaterra. Sí había estudiado diferentes aspectos de la constitución británica, y había leído varias veces sobre todos los países que integran Gran Bretaña. De todos modos, yo nunca pude hacerme a la idea de que un archipiélago en el Atlántico pudiera estar formado por tantos países diferentes en lugar de provincias. Todavía me acordaba de haber leído lo que opinaba George Orwell sobre la anglicidad: “Llamamos a nuestras islas por no menos de seis nombres diferentes: Inglaterra, Britania, Gran Bretaña, las Islas Británicas, el Reino Unido y, en momentos gloriosos, Albión”. Aunque en mi experiencia, Londres realmente parecía otro país dentro del Reino Unido. Suspiré y marqué la B.

Cuando salí del aula, tenía pocas esperanzas de aprobar. En el fondo, pienso que mi falta de preparación no era solo por pereza, o el mero producto de mi preocupación por otras cosas, sino también por resistencia. Algo de ese orgullo implícito por una monarquía supuestamente milenaria y por el sistema parlamentario —que sospecho que muy pocos entendían— me hacía sentir intranquila. Era el mismo síndrome que me provocaban Los Archer. Recién me estaba adentrando en el mundo de los símbolos y motivos culturales del Reino Unido. Las personas aprenden las historias de los reyes y las reinas, así como nosotros aprendemos cuentos de hadas y nos devoramos la última de las telenovelas románticas. ¿Y para qué? Todo se trata de instalar la sabiduría colectiva de las clases dominantes, pero de la manera más suave e inofensiva.

3.

Un mes después recibí el resultado del examen, que decía que había aprobado. Entonces comencé los trámites de la ciudadanía. Cuatro semanas más tarde, recibí una carta formal del Ministerio del Interior felicitándome porque estaba en la fase final de ese largo proceso, y comunicándome que tenía que participar en la ceremonia de nacionalización. 

El día de la ceremonia, me puse un abrigo recién lavado pero sobrio. Mis experiencias como inmigrante hacían que pensara de la siguiente manera: ser normal y parecer normal probablemente son los gestos más apropiados en estas circunstancias. Lo último que uno quiere hacer en estos casos es llamar la atención. No es lo mismo que ir al festival de Glastonbury. Así que me bajé del autobús cerca de Bow, en el este de Londres; entré en un edificio municipal y me encontré con algunas familias que no parecían ser nativas. Todos ellos estaban muy bien vestidos: las mujeres en atuendos coloridos y los hombres, de traje. Me imaginé que eran bengalíes o indios, y algunos, miembros de una familia africana. También había varios europeos blancos. Los europeos estaban solos, sentados con los iPhones en mano, lejos de nosotros, sin familiares que los acompañaran.

Frente a un retrato gigantesco de la reina actual, me dieron dos hojas de diferentes colores. Las dos eran versiones impresas del juramento que podía leer en voz alta junto con el resto. Pero yo tenía que decidir qué texto iba a elegir.

El juramento de color rojo decía lo siguiente:

“Yo, (nombre completo), juro por Dios Todopoderoso que, al convertirme en ciudadano(a) británico(a), seré fiel y profesaré verdadera lealtad a su majestad la Reina Isabel II y a sus herederos y sucesores, de conformidad con la ley”.

Y el juramento de color verde decía:

“Yo, (nombre completo), seré leal al Reino Unido y respetaré sus derechos y libertades. Defenderé sus valores democráticos. Obedeceré sus leyes con lealtad y cumpliré con mis tareas y obligaciones como ciudadano(a) británico(a)”.

    Entonces supe qué juramento iba a leer y me sentí aliviada por no tener que leer algo contrario a mis creencias. Como si todo eso fuera poco, enseguida nos dieron un papel azul que decía lo siguiente:

“De acuerdo con la Ley de Juramentos de 1978, todo aquel que se oponga a prestar juramento puede, en su lugar, hacer una afirmación solemne. La misma opción regirá cuando no sea factible tomar el juramento de acuerdo con las creencias religiosas del interesado (por ejemplo, si no estuviera disponible el libro sagrado de la religión que profesa). Las disposiciones pertinentes de la Ley de Juramentos (Artículos 5 y 6) se aplican a los juramentos de ciudadanía en virtud del Artículo 42 (7) de la Ley de Ciudadanía Británica de 1981.”

Me sentí completamente perdida ante la incoherente jerga legal del papel azul. Entonces encontré debajo un papel blanco que decía:

“La afirmación oral debe hacerse de la siguiente manera: Yo, (nombre completo), declaro y afirmo solemne, sincera y verdaderamente que, al convertirme en ciudadano(a) británico(a), seré fiel y profesaré verdadera lealtad a su majestad, la Reina Isabel II, y a sus herederos y sucesores, de conformidad con la ley”.

Las palabras del papel se convirtieron en una canción de rap que retumbaba en mis oídos. Y empecé a mover la cabeza con ritmo de un lado para otro. Pero la dura mirada de la reina, desde el cuadro, me llamó la atención. Por un momento, hubiera jurado que sus ojos me perseguían. Recuperé la compostura y empecé a mirar a mi alrededor. Todos parecían un poco perdidos, en especial una señora mayor que vestía un sari dorado de varias capas. Desorientada, decidí unirme a mis vecinos europeos y me paré al lado de ellos. Pensaba leer cualquier papel de color que ellos también fueran a leer. Noté que todos tenían el papel verde en la mano.

Ante la reina, y siguiendo las instrucciones de un señor de aspecto respetable, la multitud de nuevos ciudadanos allí reunida pronunció los juramentos con voz apagada. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, asiáticos y africanos, europeos y latinos, todos continuamos con la lectura en diversos niveles de comodidad e incomodidad.

“Seré leal al Reino Unido y respetaré sus derechos y libertades. Defenderé sus valores democráticos…”

Al leer esas palabras, casi me emocioné, en especial con la frase que hablaba de defender los valores democráticos, aunque no tuviera mucha idea del futuro destino de Gran Bretaña. Podía pasar cualquier cosa. De hecho, pasó de todo, como la peculiar aventura del brexit que más adelante agarró al país por el cuello. Pero eso era el futuro. Por ahora, teníamos que hacer lo que nos habían indicado, en ese recinto municipal, frente a la magnífica Isabel II, cuyo retrato se erguía sobre dos postes plásticos contra la ventana empapada por la lluvia. Así como los personajes de Los Archer deben someterse a los pantanosos páramos, a los campos anegados y sumergidos en estiércol y al todavía vigente sistema medieval de propiedad de la tierra, nosotros, los ciudadanos del Reino Unido, debemos vivir en nuestro eterno pueblito de Ambridge, suponiendo que las fronteras todavía estuvieran a buen resguardo. Pude sentir el peso de la sumisión sobre los hombros. Pronunciaría las palabras vacías que me ordenaba la nación, y me inclinaría, me arrodillaría y me sometería a los aburridos mantras que se filtraban desde las altas esferas del poder.

A medida que mis pensamientos ascendían a través de los monótonos murmullos de la masa, el himno nacional resonó en mis oídos a modo de epifanía. ¿Había visto la luz? Temí que no hubiera ninguna luz que ver. Y recité, como zombi:

God save all dressed in green
Long live our noble Queen
God save the Queen
Send her victorious
Happy and glorious
Long to reign over us