¿Por qué escribo?
Written in Spanish by Abilio Estévez
1
Después que los periodistas agotan todas las posibles preguntas sobre Fidel Castro y su futuro, surge siempre la pregunta ¿por qué escribes? Si sobre Fidel Castro y su futuro no sé casi qué decir, a propósito de esta última pregunta me quedo con una incómoda sensación de perplejidad. Que se note, además, mi vacilación o mi ignorancia suele provocarme un añadido de sincera vergüenza: la de no saber cómo salir del paso con la suficiente inteligencia, o cuando menos con el ingenio adecuado. Cualquier respuesta a esta pregunta parece un tópico, y casi casi una necedad. En casos así, suelo repetir: Ah, es como si me preguntaras por qué respiro, con un tono lo suficientemente irónico como para que mi interlocutor se percata de que bromeo y no bromeo, de que digo una verdad que a mí mismo me suena grandilocuente; y a sabiendas, por otra parte, de que si no respiras, te mueres, mientras que existe un número extraordinario de personas (en rigor la gran mayoría) que no escribe y por eso no deja de vivir. Es famoso el diálogo entre André Gide y Paul Valéry, cuando el primero exclamó con énfasis “Me mataría si me impidieran escribir”, y Valéry respondió con rapidez “Yo me mataría si me obligaran”. Entre el posible suicidio de Gide y el otro posible suicidio de Valéry, creo que existen numerosos matices, acaso mucho menos drásticos y agresivos. Más conciliador, menos declamatorio, como un ladrón entre dos cristos, declaro aquí, ante ustedes, que no me suicidaría ni por lo uno ni por lo otro. Sin embargo, es obvio que por algo escribo. Las palabras que siguen intentarán responder a la extrañísima, torcida y agresiva pregunta de por qué lo hago.
2
Hace poco vi un documental en National Geographic Channel sobre una playa en Nueva Zelanda. Como comprenderán, puesto que el National Geographic Channel se había tomado el trabajo de filmar un documental, estoy hablando de una playa increíble, salvajemente hermosa, paraíso de surferos y de no surferos. Y una vez más sentí una emoción conocida y extraordinariamente lejana, acendrada en mí. Por un instante reviví un recuerdo y una nostalgia de mi niñez. Una nostalgia que luego se convirtió en recurrente, una nostalgia que vive en mí desde hace cincuenta años, por lo menos. En aquellos tiempos de mi niñez, por supuesto, no tenía que ver con el lado televisivo de la National Geographic. Por un lado, cuando yo era niño no tenía televisión (que, aclaro, ya existía), por otro, National Geographic Channel no apareció hasta 1996. En aquellos años, yo consultaba la revista que me parecía, y aún me parece, maravillosa. Un vecino al que llamábamos Padrino, un madrileño que era dueño de las casas donde vivíamos en torno a un patio mariananese, por detrás del Instituto de Segunda Enseñanza, tenía una colección casi completa de National Geographic Magazine, además de otra colección, más completa aún, de Selecciones del Reader’s Digest. En uno de aquellos números, se hacía un recorrido por la costa del estado norteamericano de Oregon, y se hablaba de una ciudad llamada Florence, que pacíficamente miraba al Pacífico. Fue, hasta donde sé, la primera vez que sentí aquella imperiosa necesidad de estar en otro sitio, e incluso algo más violento, la necesidad de haber nacido en otro sitio. Una ciudad pequeña, de la que nunca había oído hablar, costera, con hermosísimos acantilados, con casitas de madera (lo que luego supuse podría llamarse “cottage”), dos plantas, techo a dos aguas (útiles para la nieve), jardincitos, chimeneas y ventanas acristaladas… Muy próximo a la ciudad, se decía en la revista, había un parque nacional, con sequoias, ciervos, alces y pájaros extraños. Fue la primera ocasión en la que pensé en el raro destino de nacer en un lugar y no en otro. Por supuesto, no lo pensé así, como lo expreso ahora, con el sustantivo destino que supongo no entendía entonces, puesto que ni ahora mismo, a punto de cumplir sesenta años, lo acabo de entender muy bien. ¿Por qué entre tantos rincones, parajes, ciudades, países había tenido yo que nacer en La Habana? ¿Por qué tantos millones de personas que habían nacido en lugares con cuatro estaciones, con nieve y ríos, grandes ríos en cuyas orillas crecía el huckleberry, mientras mi familia y yo habíamos sido destinados a La Habana? Entre las anécdotas que mi madre suele contar sobre mis locuras infantiles, se halla la de mi pregunta: ¿por qué somos cubanos? Ella, siempre tan paciente, respondía: “Porque nacimos en Cuba” Yo continuaba en la brecha: ¿Y por qué nacimos en Cuba? Porque aquí vivimos. ¿Y por qué aquí vivimos? Porque tus bisabuelos, que eran españoles, vinieron en busca de mejor vida. ¿Qué quiere decir mejor vida? Ella, por supuesto, siempre tan paciente, perdía la paciencia y yo dejaba de preguntar, lo que no quiere decir que tuviera aún muchas preguntas pendientes.
3
Mi abuela paterna, a la que llamaban la Niña Ibáñez, tenía un álbum confeccionado con las postales que publicaba los cigarros Susini. Era una edición de 1925. Conservé ese álbum hasta mi salida de Cuba. En él, había páginas dedicadas a todos los países reconocidos entonces. Me fascinaban aquellas fotografías envejecidas, color sepia, donde se veían los paisajes más exóticos, aunque debo aclarar que para aquel niño que yo era entonces, hasta una foto de Santiago de Cuba podía constituir lo “más exótico”. No terminaba de pasar sus páginas. Me detenía en países cuyos nombres me resultaban evocadores, Besarabia, Mesopotamia, Siam, Abisinia…, me sobrecogía la bandera roja con la svástica del Tercer Reich, me fascinaban los palacios venecianos… Por esos años, me compraron un atlas y se inauguró en mi mente, es decir en mi mundo, la literatura de viajes.
Luego, con el tiempo, ese malestar con Cuba, ese no querer haber nacido en Cuba, encontró su “definición mejor”, su justificación (vamos a decir) histórica, su razón política, pero entonces, cuando tenía seis, siete años, por supuesto yo nada sabía de revoluciones, ni de las pesadillas de las revoluciones, de la historia, esas pesadillas de las que inútilmente se quisiera despertar. Hubiera preferido haber nacido en un país de grandes ríos y valles, de montañas nevadas, por nada, por gusto, acaso por una especie de primitivo esnobismo, o tal vez por una rara premonición, porque, como dice Alfonso Reyes, “cuando la piedra de la onda viene en camino, algo, que es mineral en nuestra carne, la presiente por imantación”.
4
Mis incursiones al palacio blanco tenían sin duda que ver con esta casaliana añoranza por estar siempre en otro lugar. No era ni mucho menos un palacio (en dos mil ocho, cuando regresé a La Habana, anduve toda una tarde por el barrio de mi infancia y, entre otras muchas cosas, me sorprendió la modestia–por no decir vulgaridad− del palacio blanco) no era un palacio, digo, sino una casa grande, rodeada de un jardín con muchas matas de aguacate y mango, que había a cinco o seis calles de mi casa, subiendo por la calle 100, que también se llamaba como el santo patrono de Marianao, San Francisco Javier. Claro que no era un palacio, pero sí era blanca, enjalbegada, de dos plantas, de un estilo ecléctico, afrancesado, con balcones y ventanales acristalados. Allí vivían dos ancianas, muy ancianas, con un criado haitiano casi tan anciano como ellas. Una de las mujeres iba en silla de rueda, le faltaba un brazo y era francesa. La otra, alta, rubia, esbelta a pesar de que debía tener más de ochenta años, era belga. En rigor, no sé qué de cierto tenía el que fueran francesa, belga y haitiano. Era, en cualquier caso, lo que se decía. Y sólo ahora lo pongo en duda. En aquellos años, estaba convencido (y esto es lo que importa) de que en el palacio blanco vivían una francesa, una belga y un criado haitiano. Según se contaba, los tres habían venido luego de la Primera Guerra Mundial, en busca de calma (hay que reconocer que cualquiera toma decisiones equivocadas), y de un lugar donde las dos mujeres pudieran dedicarse a la ilustración botánica. Muchas tardes, dos o tres muchachos corríamos hasta el palacio blanco y saltábamos la verja. Daba mucho gusto andar por el jardín descuidado donde, además de los árboles, había todo tipo de flores, de helechos y de hibiscus gigantescos. En una pequeña pérgola medio destruida, encontrábamos restos de pinturas. Alguna que otra vez, teníamos ocasión de ver a las mujeres a través de los ventanales, casi siempre inclinadas sobre una mesa, hojeando grandes libros, sin mirarse, sin hablarse. Puedo asegurar, sin embargo, que más que las dos ancianas, me llamaba la atención un tramo de escalera de madera, con alfombra roja, o aproximadamente roja, que se volvía sobre sí, se retorcía como una serpiente, y que, desde mi puesto en la ventana, no parecía comenzar ni terminar en ningún sitio. También el haitiano despertaba mi curiosidad, porque era alto, elegante, muy negro, con las manos siempre unidas, como si rezara.
5
Y porque solía verlo en la Sociedad Caribeña que estaba en la calle Santa Petronila y pasando la vinagrera. Allí se reunían los jamaiquinos de nuestro barrio. Y no sólo jamaiquinos, como se deducirá, sino los de Antigua, Barbados, Dominica, Martinica. (Por cierto, una de las grandes amigas de mi madre, se llamaba Ariana Corasmín, y era holandesa, una negra de Curaçao, que siempre se aparecía con pasteles de guayaba y que, cuando la risa se lo permitía, hablaba un español rarísimo, que a mi me daba gusto escuchar). Casi todos los jamaiquinos eran profesores de inglés de la escuela nocturna, que funcionaba en la propia escuela donde yo hacía mis estudios primarios. Los domingos, luego de pasar por la iglesia pentecostal, los caribeños llegaban poco a poco al salón de la Sociedad, que tenía frontón griego, columnas dóricas y estaba pintado de azul. Ellos, de rigurosa corbata. Ellas, con trajes elegantes y sombreros. Siempre he dicho que fueron ellas, aquellas caribeñas oscuras de piel y dientes blancos, las primeras mujeres que vi tocadas con sombreros. Algunos muchachos nos acercábamos a las ventanas, sobre todo para oírlos cantar calipsos y otros ritmos caribeños. Las mujeres, que nos veían, nos obligaban a entrar (siempre sonrientes) y nos hacían comer merengues y tartas deliciosos. Muchos años después, en Denver, Colorado, tuve la sensación de regreso a aquellos domingos, el mediodía que asistí a un banquete de anabaptistas, invitado por una profesora de la Universidad de Boulder. En mi niñez, y luego en Denver, cuánto no hubiera dado por solicitarle un abrazo a una de aquellas negras que olían a flores y, sin duda, haber sido uno de aquellos negros estupendos, que, arrastrando una historia tan dolorosa, sabían reír como nadie.
6
Sí, reír, reír mucho, porque lo nuestro era el llanto. El llanto (o como se dice en Cuba, el llantén) a una hora precisa, después del almuerzo, cuando el calor alcanzaba sus más inurbanas intensidades, se escuchaba una música frenética y una voz ubicua, afectada, anunciaba la novela de las dos. Se trataba, a veces, de adaptaciones de novelas famosas, Cumbres borrascosas, El molino junto al Floss, Los misterios de París, Por siempre ámbar… A veces también eran novelas de la tierra, de la tierra cubana, claro, con títulos como Los amores de la finca Soledad, Cielo claro, El camino de Simón Herrera, o radionovelas sobre la vida de los bajos fondos habaneros: El sufrimiento de una madre, Yo compro a esa mujer, La estrella maldita… El letargo del almuerzo se prolongaba en las voces de Marina Rodríguez, Juan Lado, Maritza Rosales, Alberto González Rubio. El calor intolerante de esa hora del mediodía justo, compuesto de fuego, se hacía soportable gracias a la modorra lloricona de las radionovelas. Y luego, cuando concluían, quedaba una sensación de desamparo, de pérdida, de ¿y ahora qué hacemos?
7
Siempre había algo qué hacer. En la victrola de la bodega del gordo Plácido se escuchaba a Ñico Membiela, a Vicentico Valdés, a María Luisa Landín, a Daniel Santos, a Blanca Rosa Gil, a Panchito Risset… A la espera de que llegara Beny Moré, quien estaba casado con una de las hijastras del gordo Plácido, y cuya llegada, como ya he contado en Tuyo es el reino, tenía el valor de una parusía, la manifestación gloriosa de un Dios.
8
Ahora, en este raro ahora de mi vida, pienso que, sin saberlo claro está, yo era un kantiano muy ortodoxo en mi niñez. Un kantiano no sólo ortodoxo, sino también atormentado y un poco vulgar, la verdad, pero kantiano al fin y al cabo. Me paseaba por el gran patio donde vivía mi abuela, lleno de árboles, de estatuas y de fuentes secas. Me impresionaba la copia del Laoconte y sus hijos, de idénticas proporciones a las del original, y sentía un gran miedo y una inevitable fascinación. Miedo, fascinación, los dos sentimientos juntos, o más bien inseparables. También había una copia del discóbolo, otra de la Victoria de Samotracia y de la Venus de Milo. Todas me provocaban miedo y fascinación. Luego me perdía entre la vegetación más intrincada que daba al campamento de Columbia y era entonces que me volvía en un verdadero kantiano. Pensaba que lo que veía no era verdaderamente lo que había en la realidad. Me parecía que yo veía algo que no era lo que realmente había. Constantemente preguntaba a los otros: ¿Qué tú ves ahí? Y la respuesta, que nunca dejaba de coincidir lo que yo realmente veía, me llenaba de sospecha. ¿Y si el otro quería engañarme para que yo siguiera viendo las cosas que no eran? Me apresuraba a ver las fotografías con tal de descubrir qué habían captado en realidad. Luego me pareció que era una versión primitiva del nóumeno y el fenómeno, de la intuición sensible y la intuición intelectual. Pero bromas aparte, a mí esta inseguridad me llenaba de pavor. Me sentía, si se me permite la paradoja, como un ciego que veía.
9
En mi casa, y no sé por qué, había una colección de biografías sobre personajes célebres. Allí estaban, resumidas en cien páginas cada una, las vidas más variopintas: María Antonieta, Cristóbal Colón, María Estuardo, Juana la Loca, Leonardo, Benito Juárez, Miguel de Cervantes y Saavedra. Una colección para niños, ahora me doy cuenta de que muy mala (María Estuardo era poco menos que una santa que, después de muerta, reaparecía en forma de paloma). Estimulado por esas lecturas, comencé a escribir en los cuadernos de clase, biografías de personajes célebres. En realidad no eran célebres, puesto que estaban inventados por mí, aunque también sea verdad que me preocupaba por conferirles los atributos de la celebridad: nombres suntuosos, títulos nobiliarios, y destinos verdaderamente terribles. De aquellas biografías, la más acabada fue la de Cristina de Ávila, que, en el siglo XVI, como Cervantes, fue raptada por los moros, llevada a Argel y, siendo muy devota, obligada a prostituirse en un serrallo. Me divertí mucho, lo confieso. También por esa época, mi madre me regaló Las mil y una noches. Era, o es, porque todavía está en mi casa de La Habana la edición de Ramón Sopena de 1930, con alrededor de 300 páginas, un libro austero, con tapas de cartón, que no hace sospechar los prodigios que se hallaban en sus páginas. Aún conservo de esta lectura un recuerdo extremadamente vívido. Los caballos de ébano, los caballos volando sobre Bagdad, los niños que bajaban a sótanos llenos de objetos valiosos, las lámparas maravillosas que se frotaban para que salieran genios. No tengo que decir que creía al pie de la letra en esas lámparas maravillosas y en esos genios. Como también creía en la presencia real de la pensión que se levantaba en la primera gran novela que leí, y que he leído varias veces, siempre con la misma admiración, aunque no siempre en un solo día como sucedió en aquella primera lectura. Hablo, como se comprenderá, de Papá Goriot. Hablo de la pensión Vaucaire, de Eugenio de Rastignac, de la señora de Nuncinguen, de la señorita Victorine, de Vautrin, y de aquel París con el que yo también hubiera querido enfrentarme.
10
Hacia 1968, José Lezama Lima escribió unas bellísimas páginas tituladas «Confluencias», tan felizmente insólitas, tan inquietantes que nunca he sabido con exactitud si conforman un cuento, un ensayo, un fragmento de memorias, o incluso todo eso a la vez. Habla en ellas del cuartel de Columbia, de la noche, del miedo, de la aparición de la mano dentro de la noche, la “otra mano”, la “otra palabra” que formaban para él un “continuo hecho y deshecho por instantes”. Allí decía: “lo que se oculta es lo que nos completa”, es “la plenitud en la longitud de la onda”. En esas páginas regresaba Lezama a su infancia, a los inicios de la república, cuando el cuartel fundado por los norteamericanos era apenas un espacio civilizado acorralado, por el monte Barreto, difícil camino hacia el mar, que se abría a sólo unos kilómetros. Muchos años después, sin embargo, y siendo yo un niño, volvía a repetirse el espanto narrado por Lezama. En el mismo lugar, en el mismo cuartel, más de cuarenta años después. También yo esperaba la noche con “innegable terror”. Entonces todo era igual y, por supuesto, enormemente diferente. El monte había perdido densidad, cierto, y se habían construido algunas casas y avenidas lujosas. No había mulos fajados que bajaran con paso seguro hacia el abismo. Casi no había mulos, casi no había abismos. Las filas de jeeps habían sustituido las recuas. Mi padre no era ingeniero, mucho menos coronel. No vivíamos en una de las casonas que se alzaban dentro de los límites del puesto militar. Y en las postas, habían dejado de escucharse los “¡Quién vive!”; ahora quizá las preguntas eran otras, más expeditas, menos castizas, mucho menos aristocráticas. Mi padre era soldado del Cuerpo de Señales, adjunto al Estado Mayor General; vivíamos en una pequeña casa, con patio alargado, a dos pasos del campamento. Mi abuela y mi tía, en cambio, sí vivían dentro de los límites cuartelarios, y para llegar hasta ellas había que recorrer una gran extensión de árboles gigantescos, bajo cuyos densos ramajes brillaban los cocuyos, y se alzaba el otro brillo temible de numerosas estatuas. No era el mismo cuartel de Columbia de los tiempos de Lezama Lima. He dicho que habían pasado más de cuarenta años desde la niñez temerosa del autor de Paradiso; debo agregar: años de frustraciones, incredulidades y letargos. No obstante, la noche, así como el terror a ella asociado, parecían continuar con idéntica intensidad. Durante el día, lo recuerdo bien, yo jugaba y me perdía entre los árboles. La enorme arboleda (un bosque para la pequeña estatura de mi mirada) que conducía hasta la casa de la Niña Ibáñez, se convertía en diversos lugares fabulosos: la jungla negra de Sandokán, la isla misteriosa de Cyrus Smith, el apacible pueblecito de Tom Sawyer, a orillas del Mississippi. Pero en cuanto comenzaba a ponerse el sol y las sombras de las estatuas se alargaban, desaparecían entre las sombras de otras sombras, y el silencio del día, el silencio de siempre, se acrecentaba y transformaba para insinuar misterios distintos, comenzaba yo a sentir que se esfumaban los paisajes de mis libros preferidos, para dar paso a un único espacio de miedo, un muro enorme, infranqueable para mí, accesible para una realidad amenazante, terriblemente peligrosa, que se acercaba y se acercaba cada vez con mayor agresividad. Regresaba yo a mi casa, o a la casa de la Niña Ibáñez, sin correr, fingiendo serenidad. Sospechaba que si corría, si mostraba miedo, se desatarían las fuerzas del peligro, que éste dejaría simplemente de ser eso, peligro, es decir, que abandonaría su condición de posibilidad. Y subía las estrechas escaleras con calma disimulada, tocando las paredes con ambas manos, como si tratara de constatar que todo continuaba en el mismo sitio, con idéntica textura, que la realidad continuaba siendo la misma. En lo alto, rodeada por la oscuridad de la arboleda, la casa, con las ventanas abiertas de par en par con el propósito infructuoso de recobrar alguna brisa, parecía levantarse en el aire, en la pura nada. Casa que flotaba sobre negruras y presagios, aunque, por suerte, desde la ventana del fondo, lograba distinguirse la luz, roja o vinosa, de la linterna del Obelisco.
11
Bien pronto, en aquellos años de mi infancia, vine a conocer el miedo. Lo que no supe en aquel momento era que semejante miedo me acompañaría siempre. Como un enemigo que también era un amigo. Alguien que prodigaba fidelidad y amoroso compañerismo y que marchaba paso a paso junto a mí. Alguien o algo consustancial, que de algún modo compartía tanto lo violento y lo apacible y lo feliz y lo cotidiano y lo necesario. Lezama Lima cuenta que en Rilke, en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, supo luego que también “estaba la mano”, y supo “que estaba en casi todos los niños, en casi todos los manuales de psicología infantil”. Gracias a Lezama, descubrí a Rilke y a Malte. “Tengo que hacer algo contra el miedo”, escribió Malte en plena madrugada. Y se sentó a escribir. En efecto, había que hacer algo. La noche continuaba desplegando sus amenazas, y ahora comenzaba a hacerlo con diferentes formas o máscaras. Pasaban los años y ya no eran sólo las sombras. Llegó el momento de comprender que no existían sólo las amenazas de las sombras. Llegó el momento en que la noche se transformaba en una cosa mucho más real y tangible. En La Habana todo se volvía amenaza. Vivir, crecer en La Habana en los años sesenta, setenta, ochenta, consistía en aprender a vivir, a sobrevivir, a sortear esa amenaza. Cualquier acto, el más simple, se erigía en delito. Había que acatar y callar. Resultaba fácil entender a los funámbulos. Cualquier simpleza podía hacer perder el equilibrio, desde leer un libro (sin aprobación) hasta suspirar cuando se esperaba un grito de aprobación o de rabia. Un peligro leer a Camus (en la Universidad, una profesora me preguntó por qué leía El revés y el derecho, “un libro del enemigo”. No supe qué responder. Otra profesora, generosa y avisada, dio la respuesta tópica, la propia de esos casos: “Si no lo lee no puede atacarlo”. ¡Qué alivio!). No sólo había que ser un soldado, sino además valiente. El hombre más hombre. Dispuesto a morir por la patria. Nunca el joven que se conmueve, que ríe y llora con idéntico asombro, que se oculta para tocar las piernas musculosas de un camarada, o tomar de la mano a otro joven, osar la erótica de los besos furtivos. Un compañero de clases, entonces muy querido, a quien creía amigo, dejó de reunirse conmigo, de estudiar conmigo, de hablarme: era la condición que le había impuesto la Juventud Comunista para que él pudiera entrar a formar parte de sus filas. Las “filas”, como en los ejércitos. Y había, para colmo, que aplaudir, permanecer adicto vibrante, en estado de entusiasmo. Entusiasmo por decreto. Estábamos en guerra, sí, sólo que una guerra enaltecedora, de la que saldríamos convertidos en héroes. La guerra nos preparaba para el futuro. A nadie parecía importarle lo improbable de ese futuro. No había disparos, no había bombas, y estábamos en guerra. Y aplaudíamos. De manera que al miedo aparecía ya a cualquier hora. Lo mismo en la noche que en la luminosidad irresistible de los días habaneros. No había bombas: sí, estragos y derrumbes. Y discursos interminables e incendiarios. Y espías. Big Brother acechaba en todas partes, en plazas, rincones, cines y teatros y habitaciones cerradas. ¿Qué hacer con tanto susto? Como he contado en muchas otras ocasiones, en 1975 conocí a Virgilio Piñera. Bajo otra arboleda, en una quinta de las afueras de la ciudad donde vivían los Gómez. Como si supiera, como si pudiera entrever el futuro, Piñera había escrito en 1955: “Tendré que decirlo de una vez: mi torcedor es el miedo”. No había adivinado nada, según aclara después, se trataba simplemente de que el miedo podía ser mayor o menor, pero nunca dejaba de hacerse patente. Para espantar la amenaza, leíamos, conversábamos y leíamos. En rigor, nada espantábamos, sólo lo fingíamos, nos creíamos protegidos y a salvo. Una simple y seductora ilusión. La guerra que no lo era, la guerra sin disparos y sin bombas destruía La Habana, como un ciclón sin principio ni fin. Nosotros, en tanto, recluidos en lo más semejante a una torre de marfil (nada de torre, mucho menos de marfil) leíamos la traducción de La jeune parque, de Mariano Brull. Hablábamos de Julián del Casal, de Lino Novás Calvo, de José Lezama Lima. Virgilio leía La isla en peso o los cuentos de Muecas para escribientes. A veces, se atrevía a hacer la broma inevitable, la boutade, se divertía, nos divertíamos, pensando en cuánto nos parecíamos a Edmond de Goncourt, preocupado por sus porcelanas durante los días terribles de la Comuna. Y así, poco a poco, yo iba comprendiendo. Lenta, satisfecha, difícil, y también jubilosa experiencia. Otra noche, ésta de 1976, Piñera me regaló un ejemplar de su novela Pequeñas maniobras. La dedicatoria decía, dice: “A un posible brillante escritor, que al menos tiene conciencia de tan delicioso peligro”. A partir de entonces ya no hizo falta más. Miedo, peligro. La mano entrevista por Lezama Lima. La fuerza que empujaba a Malte Laurids Brigge. En «Confluencias» se puede leer: “…el hombre no sólo germina sino también elige”. De ahí, tal vez, la sensación, acaso ilusoria (qué más da) de que aprendizajes, epifanías, revelaciones comienzan pronto, junto a un viejo campamento, cuando las sombras de estatuas y de árboles extienden su negrura entre la otra negrura de la noche.
12
Stendhal decía que cuando la política irrumpía en la literatura lo hacía como un pistoletazo en un concierto. Un día estuvimos en el concierto, en el más elegante de los conciertos, y escuchamos, no ya el pistoletazo, sino verdaderas salvas de artillería. Y los cubanos, todos los cubanos, vimos cómo se abrían nuestras puertas, cómo empujaban las ventanas, obligados a mirar fijamente a lo político, a vivir en lo político. Es cruel y extraordinariamente fatigoso sentir que se vive cada día de cara a un gran suceso histórico. Al borde de acontecimientos asombrosos y de catástrofes permanentes. En un cuento de Virgilio Piñera, cada tarde se ajusticiaba a Luis XVI. ¿Qué nos quedaba si entendíamos que la literatura era un modo de inconformidad, un acto de rebeldía, una manera sediciosa de reconstruir el mundo, y no hacer, como dijo Albert Camus apropósito del “realismo socialista” que el arte culmine en un “optimismo de encargo, justamente el peor de los lujos y la más irrisorias de las mentiras?” ¿Qué nos quedaba si queríamos continuar en el concierto y en medio de los pistoletazos? También con Camus, había que llegar a una convicción. “No se trata de saber si el arte debe rehuir lo real o someterse a ello –dijo Camus en su conferencia de Upsala−, sino únicamente la dosis exacta de realidad con que debe lastrarse la obra para que no desaparezca en las nubes ni se arrastre, por el contrario, con suelas de plomo. Cada artista resuelve este problema como buenamente puede o entiende. Cuanto más fuerte sea la rebelión de un artista contra la realidad del mundo, mayor será el peso de lo real necesario para equilibrarla. La obra más alta será siempre, como en los trágicos griegos, en Melville, Tolstoi o Moliére, la que equilibre lo real y su negación en un avivamiento mutuo semejante a ese manantial incesante que es el mismo de la vida alegre y desgarrada”. De manera que si no era posible dar la espalda a la realidad, tampoco existía la perspectiva de alabarla como si se viviera en el mejor de los mundos posibles. No queríamos glorificar. En cualquier caso, blasfemar, que es mucho más higiénico. Había que encontrar el modo de ser libres en medio del encierro. Se hacía preciso encontrar la sutileza que nos devolviera la fe literaria en medio del descreimiento. Estábamos en el concierto y teníamos que hablar de la música, pero el pistoletazo interrumpía la música y había también que hablar del pistoletazo, de aquella invasión grosera y ofensiva.
13
Virgilio Piñera siempre me dijo que para ser escritor había que tener revelaciones. ¿Qué eran para él revelaciones? No lo decía, no lo explicaba. O no lo consideraba necesario o él mismo no era capaz de aclarar lo que se proponía decir con revelaciones. Quizá sea verdad que hay cosas que sólo se pueden sentir. Por supuesto, también había en él un lado mayeuta, que prefería inducir al descubrimiento propio y que gustaba de dejarlo todo en el misterio. No obstante, no dejaba de ser paradójico que hablara de revelaciones un hombre tan descreído. Bueno, tan descreído en asuntos de Dios o de dioses, aunque con tanta fe en la literatura. De modo que había que entender que esa “verdad secreta” no venía el lado de los Dioses, de su cielo imposible, sino de otro lado, de otra creencia, de otro culto y otra devoción. Y yo no tenía revelaciones. O al menos no me daba cuenta, que es un modo de no tenerlas. Y ahora, sólo ahora, en esta ciudad soñada, la tan admirada por el propio Piñera, y la de tantos escritores admirados, me decido a contar por primera vez cómo tuvo lugar la revelación que me hizo saber que yo era un escritor. (De primera, de segunda o de tercera, eso no importa, porque los escritores no son jockeys en hipódromos.) No lo he contado mucho porque es una historia que parece mentira. No lo es y pido vuestra benevolencia vuestra confianza. Sucedió como sigue: escribí un libro de poemas al que titulé con una frase matemática: Razón suficiente. Se lo di a leer a Virgilio el lunes 15 de octubre. Nos volvimos a ver el miércoles 17. Con su malicia habitual, no me habló del libro hasta el final de la noche, cuando yo me encontraba al borde de la desesperación. Por fin, cerca de la una de la mañana, me dijo que había leído el poemario y que le había gustado. “No es un buen libro −dijo−, tiene de torpezas como es natural. Sin embargo, ahora sé que no he perdido todo este tiempo. Ya sé que eres, o vas a ser, un escritor. Y puedo morirme tranquilo”. Virgilio Piñera murió al día siguiente, el jueves 18 de octubre de 1979.
14
Volvamos a la pregunta que ha dado lugar a este imperdonable regodeo digresivo, ¿por qué escribo? Quedan, lo sé, muchas cosas por decir. No es una pregunta de fácil respuesta, como todos sabemos. No he hablado, por ejemplo, de mi primer amor que fue, como Dios manda, un amor imposible. No he hablado de todos los que, desde muy joven, vi morir, como mi amiga Marta, que murió con veintisiete años, de mi padre, que murió con la misma edad que tengo ahora, del propio Piñera… No he hablado de mi madre, que apenas sabe escribir y que en mi niñez se acostaba junto a mí para leerme los cuentos de Las mil y una noches. Tal vez escribo porque de lo contrario andaría aún de un lado para otro, en busca de un país con ríos, montañas y nieve donde vivir. O porque todavía me atormentaría ser un ciego que ve, o porque sé muy poco, o no sé nada y quizá sea cierto que cada vez que un hombre carece de respuestas, escribe una historia.
Published May 1, 2017
Discurso pronunciado en la Escuela Normal Superior de París
© Abilio Estévez
1
Once journalists have exhausted all the possible questions about Fidel Castro and his future, the next thing they ask is invariably: Why do you write? Knowing what to say about Fidel Castro and his future is hard enough, but this last question leaves me even more uncomfortably perplexed. Not only that, but I feel genuinely ashamed of this indecision or ignorance; of not being able to respond with the requisite intelligence, or at least with some level of ingenuity. Any answer I could give would sound clichéd, or perhaps even stupid. In such situations I normally say: Oh, you might as well ask me why I breathe, my tone of voice ironic enough to show my interlocutor that I’m both joking and not joking, that I’m telling a truth that sounds pretentious even to me; fully aware, too, that if you don’t breathe, you die, whereas an extraordinary number of people in the world (indeed, the vast majority) don’t write but still somehow manage to survive. In a famous exchange between André Gide and Paul Valéry, Gide declares emphatically: “I’d kill myself if people stopped me writing”, to which Valéry immediately responds: “I’d kill myself if people made me write”. Between the possible suicide of Gide and the other possible suicide of Valéry, there must be plenty of intermediary points that are neither so drastic nor so aggressive. And so here, before you all – more conciliatory, less declamatory, like a thief flanked by two Christs – I’d like to announce that neither of those things would make me kill myself. However, there must be a reason why I write. The words that follow will be an attempt to answer the strange, counterintuitive and confrontational question of what that reason is.
2
Not long ago, I saw a documentary on the National Geographic Channel about a beach in New Zealand. As you might expect, since the National Geographic Channel had gone to the trouble of making a documentary about it, it was a stunning beach with a kind of savage beauty, a paradise for surfers and non-surfers alike. And for a moment I felt something both familiar and extraordinarily distant: I was reliving a childhood memory and a very particular yearning, a yearning I’ve felt over and over again for the past fifty years or more. Of course, during my childhood it had nothing to do with the television arm of National Geographic. We didn’t even own a television in those days (though I should clarify that they did exist), for one thing, and besides, the National Geographic Channel didn’t appear until 1996. I used to read the magazine, however, which I thought – and still do think – brilliant. A neighbour we used to call the Godfather, a guy from Madrid who owned the houses we lived in around a typical Marianao patio, behind the secondary school, had a nearly complete collection of National Geographic magazines, as well as another collection, even more complete, of Selections from Reader’s Digest. One issue talked about a tour of the coast of the US state of Oregon, describing a city there called Florence that looked out peacefully – pacifically, you might say – over the Pacific. As far as I remember, this was the first time I felt that imperious need to be elsewhere – and the even more violent need to have been born elsewhere. A little coastal town I’d never heard of before, with picturesque cliffs, little wooden houses (which I thought later would be called cottages), with two floors and sloping rooves (useful when it snows) and little gardens, chimneys and glazed windows… Very near the city, the magazine said, there was a national park, with sequoias, deer, moose and exotic birds. It was the first time I’d thought about the strange destiny of being born in one place and not another. Of course, back then I didn’t see it in terms of destiny. I don’t think I understood what destiny was at that age, especially since even now, about to turn sixty, I haven’t fully got to grips with it. Why, of all the far-flung corners of the world, of all the cities and countries, did I have to have been born in Havana? Why had all those millions of people been born in places with four seasons, with snow and rivers, enormous rivers with huckleberries growing on their banks, while my family and I had been destined to Havana? In one of the stories my mother tells about my childhood caprices, I ask: why are we Cuban? She answers, patient as ever: Because we were born in Cuba. I carry on in the same vein: why were we born in Cuba? Because we live here. Why do we live here? Because your Spanish great-grandparents came here in search of a better life. What does a better life mean? She, of course, always so patient, lost her patience with me at this point and I stopped asking questions – which doesn’t mean I had all the answers I wanted.
3
My paternal grandmother, who was known as Niña Ibáñez, had an album of the postcards the Susini cigar company used to produce. It was a 1925 edition, and I kept it until I left Cuba. In it were pages dedicated to all the countries recognised at the time. I loved the old sepia photos of exotic landscapes, though I should add that for the young boy I was then, even a photo of Santiago de Cuba seemed exotic. I was forever leafing through the pages of the album. I lingered over the countries with the most evocative names – Bessarabia, Mesopotamia, Siam, Abyssinia … I was scared of the red swastika flag of the Third Reich and amazed by the Venetian palaces. It was around then that someone bought me an atlas, and that marked the beginning, in my mind, that is to say in my world, of travel literature.
Years later, that unease with Cuba, that feeling of wishing I hadn’t been born there, would find its perfect reflection, its historical (let’s say) vindication, its political justification, but back then, aged six or seven, I knew nothing of revolutions – nor of the nightmares of revolutions, the nightmares of history, those nightmares from which everyone tries in vain to wake up. I would have preferred to have been born in a country with wide rivers, valleys and snow-capped mountains – for no real reason, simply because I felt like it. Maybe because of something like snobbishness, or a kind of premonition. As Alfonso Reyes says, “when the stone in the wave is moving towards us, something mineral in our flesh senses its approach magnetically”.
4
No doubt my forays into the white palace also had something to do with my constant Julián de Casal-style longing to be elsewhere. It wasn’t a palace at all (when I went back to Havana in 2008, I spent an afternoon walking around the neighbourhood where I grew up and, among other things, I was surprised by the modest size – and yet also the vulgarity – of the white palace); really it was more of a large house, surrounded by a garden full of avocado and mango bushes. It was about five or six blocks from my house along Calle 100, which was also named after the patron saint of Marianao, San Francisco Javier. It may not have been a palace, but it was white – whitewashed. It had two floors and was built in an eclectic and French-influenced style, with balconies and glazed windows. Two old ladies – very old ladies – lived there, along with a Haitian servant who was almost as old as them. One of the ladies was in a wheelchair. She was missing an arm, and she was French. The other, tall and blond, slim in spite of her eighty years, was Belgian. I don’t know why I was so sure they were French, Belgian and Haitian, but that was what people said and it’s only now that I question it. I was convinced at the time (which is what matters) that the white palace was home to a French woman, a Belgian woman and a Haitian servant. People said the three of them had come to Cuba after the First World War in search of a peaceful life (we all make bad decisions sometimes) in a place where both women could spend their time doing botanical drawings. On countless afternoons, two or three of us kids would run up to the white palace and jump over its iron gates. We loved exploring the garden when no one was looking, roaming among the enormous trees, the many different kinds of flowers, and the ferns and giant hibiscus plants. We used to come across discarded painting materials in the small, rickety pergola. Every now and then we’d catch a glimpse of the ladies through the windows. They were almost always leaning over a table and turning the pages of huge books, without looking at each other or speaking. However, even more than the two old ladies, my attention was drawn to a stretch of the wooden staircase covered in a red, or reddish, carpet, which doubled back on itself, twisting like a serpent, and which, from my place at the window, seemed to have no beginning or end. I was curious about the Haitian servant too, because he was tall, elegant and very dark-skinned, with his palms always pressed together as if he was praying.
5
And because I used to see him at the Caribbean Society, which was on Calle Santa Petronila just after the vinegar factory. The Jamaicans in my neighbourhood used to meet there. And not only Jamaicans, but also people from Antigua, Barbados, Dominica and Martinique. (By the way, one of my mother’s best friends was a black woman called Ariana Corasmín. She was Dutch, from Curaçao, and always turned up with guava cakes for us and, if she could stop laughing for long enough, spoke a very strange sort of Spanish that I used to like listening to). Almost all the Jamaicans were English teachers at the night school, which took place in the building where I went to primary school. On Sundays, after calling in at the Pentecostal church, the Caribbean people would gradually congregate in the lounge of the Society building, which had a Greek façade with Doric columns and was painted blue. The men were smartly dressed, with ties, and the women wore elegant outfits and hats. I’ve always said that those Caribbean women, with their dark skin and white teeth, were the first women I ever saw wearing hats. Some of us children would go up the windows to listen to them singing calypsos and other Caribbean songs. Whenever the women spotted us they’d make us go inside (always smiling) to eat meringues and delicious tarts. Many years later, in Denver, Colorado, I felt like I’d returned to those Sundays when I was invited to a midday banquet of Anabaptists by a professor from Boulder University. In my childhood, and then in Denver, I wanted nothing more than to ask for a hug from one of those black women who smelt of flowers, or indeed to be one of those stupendous black men who, despite the pain and sadness in their past, can laugh like no one else.
6
Yes, that laughter mattered so much, because crying was more our thing. Crying at a particular point in the day: just after lunch, when the heat was at its most brutal, you’d hear frenetic music and that ubiquitous, affected voice announcing the two o’clock radio drama. Sometimes it was an adaptation of a famous novel: Wuthering Heights, The Mill on the Floss, The Mysteries of Paris, Forever Amber… Sometimes it was a radio drama from the countryside, the Cuban countryside, that is, with a title like Love on Soledad Plantation, Clear Sky or The Path of Simón Herrera, or one about life in the depths of Havana: A Mother’s Suffering, I’ll Buy that Woman, The Cursed Star… The lazy lunchtime atmosphere was prolonged by the voices of Marina Rodríguez, Juan Lado, Maritza Rosales, Alberto Gonzáles Rubio. The intolerable midday heat, made of fire, was made bearable only by the drowsy weeping that accompanied these radio dramas. And when they were over we were left with a feeling of vulnerability, of loss, of not knowing what to do with ourselves.
7
There was always something to do. The fat grocer Plácido had a gramophone in his bodega and we’d listen to Ñico Membiela, Vicentico Valdes, María Luisa Landín, Daniel Santos, Blanca Rosa Gil, Panchito Risset… We were always hoping to see Beny Moré, who was married to one of Plácido’s stepdaughters. Whenever he turned up, as I’ve described in my novel Thine is the Kingdom, it was like the second coming of Christ, the glorious manifestation of a God.
8
Looking back now, in this strange now of my life, I realise I was a very orthodox Kantian in my childhood, though I didn’t know at the time. Tortured and somewhat unschooled as well as orthodox, but a Kantian nevertheless. I used to wander around the big patio outside my grandmother’s house, among the trees, statues and dried-up fountains. I was always struck by the replica of the famous Laocoön and His Sons statue, the same size as the original. It frightened me, but at the same time I couldn’t help being fascinated. Fear and fascination, the two sensations combined, or rather inseparable one from the other. There was also a replica of the Discobolus, and others of the Winged Victory of Samothrace and the Venus de Milo. They all frightened and fascinated me. Then I’d lose myself in the dense vegetation that led to the Columbia military encampment, and that was when I became a true Kantian. I used to have the feeling that what I was looking at wasn’t what was actually there; that I was seeing something else entirely. I was forever asking people, “What can you see over there?” Their answers described exactly what I could see myself, but this only made me more suspicious. What if they were trying to trick me so I kept seeing things that weren’t there? I was always hunting for photos so I could see what they’d recorded. Later, it occurred to me that this had been like a primitive version of noumenon and phenomenon, of sensual intuition and intellectual intuition. But in all seriousness, the uncertainty terrified me. I felt, if you’ll forgive the paradox, like a blind person who could see.
9
At home, for some reason, we had a set of biographies of famous people. They covered an extraordinary variety of lives, each one summarised in a hundred pages: Marie Antoinette, Christopher Columbus, Mary Queen of Scots, Joanna the Madwoman of Castile, Leonardo da Vinci, Benito Juárez and Miguel de Cervantes. It was a collection for children, and I realise now that it was pretty bad (Mary Queen of Scots was depicted as little more than a saint who returned in the form of a dove after her death). I was inspired, however, and started to write my own biographies of famous people in my exercise books. They weren’t really famous, in that I invented them, but I nevertheless tried hard to give them the characteristics of famous people – sumptuous names, noble titles and truly terrible fates. The most complete of those biographies I wrote was of Cristina of Ávila, who, like Cervantes, was kidnapped by the Moors in the sixteenth century and taken to Algiers, where, because of being so pious, she was forced to prostitute herself in a harem. I thought it was all great fun, I have to admit. Around the same time, my mother gave me the Thousand and One Nights. This was, or is, because it’s still in my house in Havana, the 1930 Ramón Sopena edition of around 300 pages. It’s an austere book with cardboard covers, and its appearance doesn’t even hint at the marvels to be found within. I still have extremely vivid memories of reading it. The ebony horses flying over Baghdad, the children venturing into cellars filled with treasure, the magical lamps you rubbed to release genies. It need hardly say that I took these genies and magical lamps literally. Just as I believed in the real presence of the boarding house in the first great novel I read, and which I’ve read so many times since, always with the same admiration, though not always in one day as I did the first time. I’m talking, of course, about Père Goriot. I’m talking about the Vaucaire boarding house, Eugène de Rastignac, Mademoiselle de Nucingen, Mademoiselle Victorine, Vautrin and the Paris I wanted to see for myself.
10
Around 1968, José Lezama Lima wrote a beautiful text called ‘Confluences’, so unnerving and so wonderfully strange that I’ve never been quite sure whether it’s a story, an essay, a fragment of some memoirs or indeed all those things at once. In it, he describes the Columbia barracks in Marianao, the night, the fear, the apparition of the hand in the night, the “other hand” and the “other word”, which formed for him a “continuum made and unmade from one moment to the next”. He speaks of how “hidden things are what complete us”; of “the entirety of the wavelength”. He’s looking back on his childhood and the beginnings of the Republic, when the barracks founded by the Americans was nothing but a civilised, cordoned-off space at the foot of Mount Barreto, with the sea just a few miles and a difficult walk away. More than forty years later, when I was a child, the fear Lezama wrote about was still there. In the same place, the same barracks, I too used to wait for night to fall with the “undeniable terror”. By then everything was the same and, of course, completely different. The vegetation on the mountain was less dense, a few posher streets and houses had been built and you no longer saw dappled mules clambering sure-footedly down into the abyss. There were hardly any mules left, and hardly any abysses. The packs of mules had been replaced by lines of jeeps. My father wasn’t an engineer, and he certainly wasn’t a colonel. We didn’t live in one of the big houses within the confines of the military base. And at the staging posts, you no longer heard the shouts of ‘Who goes there!’ Perhaps the questions had changed, becoming more efficient and workaday, and much less aristocratic. My father was a soldier in the Signal Corps, which was attached to the Army General Staff; we lived in a small house with a large patio a stone’s throw away from the military encampment. My grandmother and my aunt, however, lived within the barracks, and to reach their houses you had to cross an expanse of enormous trees. Beneath the thick branches you could see the light of the fireflies, and the other frightening glow of the numerous statues. It wasn’t the Columbia barracks that Lezama Lima had known. As I said, more than forty years had passed since the terrified childhood of the author of Paradise; years, I should add, of frustration, incredulity and lethargy. However, the night, like the terror that came with it, seemed to continue with the same intensity as ever. During the day, I remember, I used to play out there, losing myself among the trees. The huge grove (a forest to someone as small as me) leading to Niña Ibáñez’ house became various fabulous places – the black jungle of the pirate Sandokan, the mysterious island of Cyrus Smith, or Tom Sawyer’s sleepy village on the banks of the Mississippi. But as the sun began to set, the shadows of the statues lengthened, merging with the shadows of other shadows, and the silence of the day, the silence that was always there, grew and changed and hinted at very different mysteries. It seemed that the landscapes of my favourite books were receding to make way for one single space of fear, an immense wall that encircled me but allowed in a menacing and horribly dangerous reality that advanced ever more aggressively. I’d return home, or to Niña Ibáñez’ house, without breaking into a run, pretending to be perfectly calm. I was afraid that if I ran, or showed any signs of fear at all, the forces of danger would unleash themselves upon me and danger would cease to be merely that, danger, because it would lose its condition of possibility. And I’d go up the narrow stairs with feigned calm, running both hands along the walls as if to reassure myself that everything was where it used to be and nothing felt any different; that reality was still the same. Upstairs, surrounded by the darkness of the trees, the windows open in a hopeless attempt to lure in a breeze, it seemed as if the house were rising into the air, into the nothing. A house that floated above darkness and premonitions – though, luckily, from the back window it was possible to make out the reddish or wine-coloured light of the Obelisk.
11
I first experienced fear very early in my childhood, but I didn’t realise then that it would always be with me. Like an enemy who was also my friend. Someone who offered loyalty and affectionate companionship, who walked in step with me. Someone or something that was part of me, that somehow shared everything violent and gentle and happy and mundane and necessary in my life. Lezama Lima describes reading Rilke’s The Notebooks of Malte Laurids Brigge and realising that “the hand was there” too, that “it was there in almost all children, in almost all child psychology manuals”. It was thanks to Lezama that I discovered Rilke and Malte. “I have to do something to combat the fear,” wrote Malte at dawn. And he sat down to write. It was true that something had to be done. The night continued making its threats, only now they were taking different forms, wearing different masks. Years had passed and the threats were no longer just shadows. There came a point when the night was transformed into a thing, far more tangible and real than before. In Havana, everything became a threat. Living and growing up there in the sixties, seventies and eighties involved learning how to survive, how to dodge the threats. Even the simplest act could be a crime. You had to do what you were told and keep your mouth shut. We developed a new understanding of tightrope-walkers. The slightest thing could throw you off balance, from reading a book (without prior approval) to sighing when a cry of anger or approval was expected. Reading Camus was dangerous (at the University, a professor asked me why I was reading The Wrong Side and the Right Side, “one of the enemy’s books”. I didn’t know how to answer. Another professor, generous and measured, gave the usual response, the right one in these situations: “If he doesn’t read it he can’t attack it.” I breathed a sigh of relief). It wasn’t enough to be a soldier; you also had to be brave. A real man. Ready to die for your country. Never the emotional teenager, laughing and crying in equal amazement, surreptitiously touching the muscular legs of a classmate, or taking another boy by the hand, risking the eroticism of furtive kisses. There came a time when a boy in my class I was very fond of at the time, and who I considered my friend, stopped spending time with me, studying with me or even speaking to me: the Communist Youth had made this a condition of him joining its ranks. Its “ranks”, like in an army. And, to top it all, you had to applaud, to be a fervent and enthusiastic supporter. Enthusiasm by decree. We were in a war, yes, but it was a war that would make us stand taller, that would make us heroes. The war was preparing us for the future. No one seemed to care how improbable that future seemed. There were no bullets, there were no bombs, and yet we were at war. And we were clapping. All this meant that fear could appear at any moment, whether at night or in the soft, seductive light of the Havana days. There were no bombs. Yes, things were destroyed, things collapsed. There were interminable fiery speeches. And there were spies. Big Brother followed you everywhere, through squares, around corners and into cinemas, theatres and rooms with closed doors. What could we do with so much fear? As I’ve recounted on many other occasions, in 1975 I met Virgilio Piñera. In another wood, in a villa on the outskirts of the city where the Gómez family lives. As if he knew, as if he could predict the future, Piñera had written in 1955: “I’ll say it once and for all: fear is what torments me”. He hadn’t guessed what was to come just a few years later, he explained afterwards; it was simply that fear was always there, to a greater or lesser extent. To scare the threat away, we read. We talked and read. To be honest, we didn’t scare anything away, we just pretended to, and we believed we were protected and safe. A simple, beguiling illusion. The war that wasn’t a war, the war with no bullets or bombs, was destroying Havana like a cyclone with no beginning or end. We, meanwhile, hidden away in what seemed very much like an ivory tower (though it wasn’t a tower at all, and it certainly wasn’t ivory) read Mariano Brull’s translation of La Jeune Parque. We discussed Julián de Casal, Lino Novás Calvo, José Lezama Lima. Virgilio read from his own book La isla en peso (The Whole Island) or the short stories in Muecas para escribientes (Smirks for Clerks). Sometimes he dared to crack the inevitable joke, making himself and us laugh by comparing us to Edmond de Goncourt, worried about his china during the terrible days of the Paris Commune. And so, little by little, I came to understand. A slow, satisfying, difficult and joyous experience. Another night, this time in 1976, Piñera gave me a copy of his novel Pequeñas maniobras (Small Manoeuvres). The dedication said – says – “To a potentially brilliant writer, who is at least aware of the delicious danger it involves”. From then on, I had everything I needed. Fear, danger. The hand Lezama Lima could discern in the darkness. The force pushing against Malte Laurids Brigge. In ‘Confluences’, it says: “man doesn’t only germinate, he also selects”. That, perhaps, is the origin of the perhaps illusory (and what if it is?) sense that learning, epiphanies and revelations begin early, next to an old army encampment, when the shadows of the statues and trees extend their darkness into the other darkness of the night.
12
Stendhal used to say that when politics erupts into literature it does so like a gunshot during a concert. One day we were in the concert, the most elegant of concerts, and we were listening, not yet to the gunfire, but certainly to artillery salutes. And the Cuban people, all of us, saw how the doors were opening, saw the pressure on the windows; we were forced to look straight at politics, to begin to live in the political sphere. It’s painful and extraordinarily tiring, the feeling of spending every day of your life face-to-face with a great historical moment. At the margins of incredible events and irreversible catastrophes. In a story by Virgilio Piñera, Louis XIV is executed every afternoon. What could we do if we understood that literature was a kind of non-conformity, an act of rebellion, a seditious way of rebuilding the world and of not, as Albert Camus said in relation to Socialist Realism, making art culminate in a “forced optimism, the worst of luxuries, it so happens, and the most ridiculous of lies.” What could we do if we wanted to stay in the concert hall in the middle of the gunfire? Like Camus, again, we had to reach a conviction. “There is no need of determining whether art must flee reality or defer to it,” Camus said in his lecture at Uppsala, “but rather what precise dose of reality the work must take on as ballast to keep from floating up among the clouds or from dragging along the ground with weighted boots. Each artist solves this problem according to his lights and abilities. The greater an artist’s revolt against the world’s reality, the greater can be the weight of reality to balance that revolt. But the weight can never stifle the artist’s solitary exigency. The loftiest work will always be, as in the Greek tragedians, Melville, Tolstoy, or Molière, the work that maintains an equilibrium between reality and man’s rejection of that reality, each forcing the other upward in a ceaseless overflowing, characteristic of life itself at its most joyous and heart-rending extremes.” So if it wasn’t possible to turn your back on reality, neither was it possible to sing its praises as if you lived in the best of all possible worlds. We didn’t want to glorify anything. At any rate, blaspheming was much more hygienic. We had to find a means of being free in our imprisonment. We had to find the subtlety that would restore our faith in literature just as the doubts were creeping in. We were at the concert so we had to talk about the music, but the gunfire had interrupted the music so we also had to talk about the gunfire, that rude and aggressive invasion.
13
Virgilio Piñera always used to tell me that to be a writer you have to have revelations. What did he mean by revelations? He never said. Either he didn’t think he needed to explain or he found it impossible to be any more specific. Maybe there are some things that can only be felt. Of course, he also had his Socratic side, which preferred to lead people towards their own discoveries and didn’t like to give too much away. Nevertheless, it was paradoxical that such a non-believer should talk about revelations. Such a non-believer when it came to God and gods, that is, though he had plenty of faith in literature. So we had to understand that this “secret truth” of his didn’t come from the Gods and their impossible Heaven, but rather from somewhere else, another belief, another kind of worship and devotion. And besides, I didn’t have revelations. Or if I did, I didn’t notice, which amounts to the same thing. And only now, in Paris, this dream-city that Piñera himself so admired, home to countless legendary writers, I’ve decided to tell for the first time the story of the revelation that made me realise I was a writer. (The first, or the second or third – it doesn’t matter which, because writers aren’t jockeys on racecourses.) I’ve almost never told it because it’s a story that sounds like a lie. But it isn’t a lie, and so I have to ask you to be generous. This is what happened. I wrote a collection of poems, the title of which came from a mathematical phrase – Sufficient Reason – and gave it to Virgilio to read on Monday 15th October. We next saw each other on Wednesday 17th. With his usual cruelty, he didn’t mention the book to me until the end of the night, by which time I was almost in despair. At last, at around one in the morning, he told me he’d read the collection and liked it. “It’s not a good book,” he said. “It’s clumsy in some ways, which is only natural. However, now I know I haven’t been wasting my time. I know you’re a writer, or you’re going to be one. And I can die happy.” Virgilio Piñera passed away the next day, on Thursday 18th October 1979.
14
Let’s return to the question that gave rise to this unforgivable, self-indulgent series of digressions: why do I write? There is, I know, plenty still to be said. And, as we all know, it’s not a question with an easy answer. I haven’t discussed my first love, for example; an impossible love, as all first loves should be. I haven’t spoken of all the people who, from a very young age, I’ve seen die. Such as my friend Marta, who died at twenty-six, and my father, who died when he was the age I am now, and Piñera himself, of course … I haven’t mentioned my mother, who barely knows how to write and yet who throughout my childhood would lie down next to me and read me stories from the Thousand and One Nights. Perhaps I write because if I didn’t I’d drift from one place to another in search of a country with rivers, mountains and snow where I could live. Or because I still couldn’t bear to be a blind person who could see, or because I don’t know very much, or indeed anything at all, and maybe it’s true that whenever a person doesn’t have any answers he writes a story.
Published May 1, 2017
Speech delivered at the the “École normale supérieure” in Paris
© Abilio Estévez
© 2017 Specimen
لماذا أكتب؟
Written in Spanish by Abilio Estévez
Translated into Arabic by Shadi Rohana / عن الأسبانيّة: شادي روحانا
1
فور انتهاء الصحافيين عن إمطاري بكل ما في حوزتهم من أسئلة حول فيدل كاسترو وما ينتظره من خبايا بالمستقبل، دائمًا يأتوني بالسؤال إيّاه: لماذا تكتب؟ بصراحة، لا يوجد عندي أي شيء أقوله عن فيدل كاسترو ولا عمّا ينتظره من خبايا بالمستقبل؛ أما بخصوص السؤال الأخير، أي عن تورّطي بالكتابة، فطالما يربكني هذا السؤال ويحدث فيّ شعور بعدم الارتياح. علاوة على ذلك، لاحظ أيها القارئ كيف تأرجحي أو جهلي عند الردّ على هذا السؤال من شأنه أن يصطحب معه شعورًا بالخجل، الخجل الصادق: أكتشف، في كل مرّة، بأني لا أملك ما يكفي من عبقريّة ولا حتى دهاء مناسب للنجاة من ورطة هذا السؤال والهروب منه. فلا مفرّ من الانزلاق في براثن الابتذال والجهالة عند محاولة الإجابة عليه. في هذه الحالات عادة أكرّر الجواب إيّاه: «آه، يا له من سؤال؛ وكأنك، يا أخي، تسألني لماذا أتنفّس…». وأقولها بنغمة هازئة بعض الشيء، وهذا لكي يفهم محاوري بأني أمزح ولا أمزح في نفس الوقت؛ بأني أبوح له بحقيقة حتى أنا بنفسي لا أشكّ بكونها حقيقة عظيمة. ولكن، ومع ذلك، لا أنا ولا محاوري نشكّ في حقيقة موت الإنسان عند توقّفه عن التنفّس، وأن هناك ما لا يُحصى ولا يُعد من البشر الذين لا يمارسون الكتابة (الغالبية الساحقة منهم، على وجه الدقّة) وها هم أحياء يرزقون. كلنا نتذكر ذلك الحوار الشهير الذي جرى بين أندريه جيد وبول فاليري. قال الأول، بحدّة: »سوف أقتل نفسي في حال منعوني في يوم من الأيام عن الكتابة». أمّا الثاني فأجاب فورًا: »أنا الذي سوف أقتل نفسي في حال أجبروني عليها». ما بين إمكانية إنتحار الأوّل والثاني هناك متّسع للكثير من الإمكانيات الأخرى، لعلّها تكون أقلّ تطرّفًا وعنفًا. بتسامح أكثر، وبانفعالًا أقلّ، كاللص المصلوب بين يسوعين، أعترف لك، يا قارئي العزيز، بأني لن أنتحر لأي واحد من السببين أعلاه. لكنّي أكتب، ولا شكّ في ذلك، لسبب ما. ما يتبع، إذًا، هو محاولة منّي للإجابة على ذلك السؤال الغريب، الأعوج والعنيف: لماذا أكتب؟
2
قبل بضعة أيام شاهدت فيلمًا وثائقيًا على الناشونال جيوغرافيك حول شاطئ بحر في نيوزيلندا. كما تتخيلون، شاطئ البحر هذا رائع ومدهش، جميل بوحشية، يعتبره راكبي الأمواج ومن لا يركب الأمواج بأنه جنة عدن على الأرض، وإلا لم تكلف قناة الناشونال جيوغرافيك نفسها عناء تصوير هذا الفيلم. من جديد أحسست بذلك الشعور المألوف، البعيد أشد البعد، الطاهر، يغمرني. لبرهة عدت وعشت ذاكرة وحنين من أيّام طفولتي، حنين يعيش في قرارتي منذ خمسين عام على الأقل، والذي بدأ يتكرّر في مرحلة لاحقة من حياتي. في أيام طفولتي تلك، كما تتخيلون، لم تمت لهذا الحنين أي علاقة بقناة الناشيونال جيوغرافيك التلفزيونيّة. أولًا: في طفولتي لم يكن عندنا تلفزيون بالبيت (ولا أتكلّم عن أيام ما قبل اختراع التلفزيون، وجب التوضيح). ثانيًا: إن قناة الناشونال جيوغرافيك لم تظهر على الشاشة إلا في عام 1996. في تلك الأيام، إذًا، كنت مجرّد قارءًا للمجلة التي كنت اعتبرها، ولا أزال، مجلة عظيمة. كان لدى جارنا، والذي كنّا نناديه بالـ«بادرينو»، وهو رجل إسبانيّ جاء من مدينة مدريد وأصبح مالكًا للبنايات التي كنّا نسكن إحداها في حيّ مارياناو بالقرب من الشاطئ في هافانا، بنايات تصطف بشكل دائري حول ساحة وتقع خلف المبنى التاريخيّ لمعهد التعليم الثانوي، كان لديه، أقول، المجموعة شبه الكاملة لأعداد مجلة الناشونال جيوغرافيك بالأنكليزية. أذكر أيضًا حوزته على كم هائل من أعداد المختار من الريدرز دايجست، أعتقد كانت أكثر كاملة من زميلتها الناشونال جيوغرافيك. أذكر أن أحد أعداد المجلة كان يحتوي على تقريرٍ تصويري لرحلة على طول شاطئ ولاية أوريغون في الولايات المتحدة، إحدى محطّاتها كانت مدينة تُدعى فلورينس، مدينة هادئة تطلّ بهدوء على المحيط الهادئ. هذه كانت أول مرّة في حياتي، أعتقد، أني شعرت فيها بتلك الحاجة الماسة إلى أن أكون متواجدًا في موقعٍ آخر، أو، بحدّة أكثر، بالحاجة إلى أن أكون قد وُلدت في مكان آخر. مدينة فلورينس هي مدينة صغيرة، لم اسمع بها من قبل، ساحلية، لها منحدرات بحرية جميلة ومذهلة، أكواخ خشبية (لاحقًا عرفت بأنها تُدعى بالـ«كوتج») المؤلفة من طابقين، سقوف مثلّثة (كي ينحدر عليها الثلج في فصل الخريف)، وجنينة، ومدخنة وشبابيك زجاجية، شفافة… بالقرب من المدينة، بحسب تقرير الناشونال جيوغرافيك، تقع محميّة طبيعية، وهذه عبارة عن غابة فيها أشجار الماموث العالية ويسكنها الأيل، حيوان الموظ، وأنواع عصافير غريبة عجيبة. لأوّل مرّة شرعت أفكّر في قدر الأنسان وكيف يولد في مكان ما بدل آخر. بالطبع، لم أفكّر بالأمر مستخدمًا هذه العبارات التي كتبتها توا. ففي الأمس وأنا طفل، كما اليوم وأنا على عتبة السبعين، لا زلت لا أفهم بالضبط معنى كلمة «قدر» هذه. من بين كل خوازيق العالم المتوفّرة، من بين كل بِقاعه، مُدنه، وبلدانه، لماذا كُتب عليّ أن أولد في مدينة هافانا في كوبا؟ لماذا يولد الملايين من البشر في أماكن تحظى بأربعة فصولٍ في كل سنة، أماكن يهطل عليها الثلج وتجري فيها الأنهر، أنهر عملاقة مثل ذلك النهر الذي كبر على ضفافه صديقنا هكلبيري، بينما كُتب عليّ وعلى عائلتي العيش في هافانا؟ من بين القصص التي ترويها والدتي عن نهفاتي وأنا طفل، يسأل فيها كاتب السطور والدته: لماذا نحن كوبيون؟ أما هيـ أي أمّي، فكانت دائمًا تجيبني دون أن تفقد صبرها: «لأننا وُلدنا هنا في كوبا». كنت أواصل، ملحًّا: ولماذا وُلدنا في كوبا؟ لأننا نعيش فيها. ولماذا نعيش فيها؟ لأن أجدادك، بحثًا عن حياة أفضل، تركوا أسبانيا وأتوا إلى هنا. ماذا تقصدين بحياة أفضل؟ في هذه المرحلة، والدتي المتسمة بالصبر تفقد صبرها وأنا بدوري أكفّ عن طرح الأسئلة. لكن هذا لا يعني، بالضرورة، أنه كان قد بقي في ذهني شيء من التساؤلات العالقة.
3
كان لدى جدّتي عن أبي، والتي كنّا نسمّيها بإيبانييس الصغيرة، كان لديها ألبوم صور صدر في عام 1925 ويحتوي على مجموعة طوابع قديمة من تلك التي كانت تهديها شركة «سوسيني» مع كل علبة سجائر تشتريها. حافظتُ على الألبوم حتى تركت كوبا. كان الألبوم يحتوي على صفحات مخصصة بأكملها لجميع الدول المُعترف بها آنذاك. سحرتني تلك الصور العتيقة، داكنة اللون، والتي كنت ترى فيها مناظر غريبة عجيبة. ولكن، بالنسبة لذلك الطفل في تلك الأيام، أي أنا، حتى صورة لمدينة سانتياغو دِي كوبا، الواقعة على الطرف الثاني من الجزيرة، كانت تبدو لي وأنها «غريبة عجيبة». لم أكفّ أبدًا عن تصفّح الألبوم ذاك. كنت أتوقّف، بشكل خاص، عند طوابع تحمل صورًا لبلاد لن انسى وقع صوت اسمها على أذنيّ: بيسارابيا، ميسوبوتاميا، سيام، أبسينيا…، أذهلني علم الرايخ الثالث أحمر اللون والمزيّن بالصليب المعقوف، سحرتني قصور البندقية في إيطاليا… في تلك الأيام، أيضًا، اشتروا لي أطلس خرائط وبه دُشِّن، في ذهني، أي في عالمي، أدب الرحلات.
لاحقًا، ومع الوقت، كان لإستيائي من كوبا، لذلك النفور من كون كوبا مسقط رأسي، كان له أن يكتسب صياغة قد تتسم بـ«الفصاحة»، أي أنها صياغة تتماشى مع مصداقيات (لنسمّيها، مثلًا، بـ) تاريخيّة أو سياسية. لكنّي، وأنا طفل حينها، لم يكن لي بالطبع أي علم لا بالثورات، ولا بكوابيس الثورات، ولا بالتاريخ، ولا بكل تلك الكوابيس التي يشاء المرء أن يستيقظ منها ولكن دون جدوى. كنت أتحسّر: آه لو وُلدت في بلدٍ فيه أنهار ووديان كبيرة وجبال ثلجية. لماذا؟ لدون سبب واضح، لمتعة التحسّر لا أكثر. لعلّها كانت الخيلاء البدائية التي كبرت بي مع الكبر. أو، لعلّها كانت نبوءة غريبة، كما قال المكسيكيّ ألفونسو ريّيس: «الحجر، بعد أن قذفته النقّافة وصار في مسراه، هناك شيء ما معدنيّ في داخلنا، في لحمنا، يشعر به؛ يشعر بقدومه ويجذبه، كحجر المغناطيس».
4
لا شك بأن للقصر الأبيض، ولتسللاتي إليه، فضل كبير في تكوين ذلك الشعور الكاسالياني (نسبة للشاعر الكوبيّ خوليان دي الكاسال) بالحنين إلى أماكن أخرى ولو لا أعرفها. لم يكن القصر قصرًا بالضبط (في عام 2008، عندما عدت إلى هافانا، قضيت بعد ظهر يوم بأكمله أتجول في الحارة التي قضيت طفولتي فيها؛ الكثير من الأشياء أدهشتني، من بينها حجم القصر الأبيض المتواضع، كي لا أقول المخيب للأمل). لم يكن قصرًا، أقول، بل منزلًا كبيرًا مُحاطًا بجنينة فيها أشجار الأفوكادو والمنجا. يقع على بعد ستة أو خمسة شوارع من منزلنا. تصله مشيًا على شارع رقم 100، المعروف أيضًا باسم القدّيس الذي كُتب عليه ليكون شفيع حارتنا، أي حارة المارياناو، وهو القدّيس فرانسيسكو خافيير. إذًا، أقول، لم يكن لا قصرًا ولا يحزنون. ولكنّه فعلًا كان أبيضًا، مدهونًا بالكلس، مؤلفًا من طابقين ومن معمارية متنوعة ومتشكّلة على النمط الفرنسيّ ذا شرفات وشبابيك واسعة وزجاحية. كان يسكن فيه امرأتان عجوزتان، عجوزتين للغاية، مع خادمهما، عجوز من هايتي يكاد أن يكون بنفس مستوى العُجوز. كانت إحداهما تستعمل الكرسيّ المتحرّك. كانت ذراعها مقطوعة وكانت من أصل فرنسيّ. أما الثانية فكانت طويلة القامة، شقراء، وممشوقة القوام مع أنها، آنذاك، كانت قد تجاوزت الثمانين من عمرها. كانت من بلجيكا. لكن عليّ أن أكون دقيقًا وأبلّغكم، قرّائي الأعزاء، بأني لست متأكدًا بأن سكّان المنزل كانوا حقيقةً من فرنسا، بلجيكا وهايتي. هذه المعلومة أنقلها على ذمّة ما تنوقل بين الناس فقط. أما الآن، فأضعها موضع الشكّ. لكنّي في تلك الأيام، وهذا ما يهمّنا الآن، كنت على يقين بأن أهل القصر الأبيض كانوا فرنسيين، بلجيكيين وهايتيّين. كان يتنوقل بين الناس خبر أنهم أتوا إلى كوبا فرارًا من الحرب العالمية الأولى بحثًا عن هدأة البال (كلًنا نتخذ قرارات خاطئة، هذا ليس ذنبهم) وعن مكان تستطيع فيه الامرأتان أن تفرّغا وقتهما لرسم المنمنمات النباتية. خلال ساعات ما بعد الظهر غالبًا ما كان إثنان منّا، أو ثلاثة، نركض نحو القصر الأبيض ونتسلّق سوره. كنّا في قمّة المتعة ونحن نتمخطر في الجنينة التي كانت تحتوي على كل أنواع الأزهار، السرخس والخاتمية العملاقة. تحت عريشة صغيرة وقديمة وجدنا بقايا رسومات. أحيانًا كنّا نرى العجوزتين من خلف الشبّاك، دائمًا في الوضعيّة إيّاها: منحنيتا الرأس، يتصفّحان كتبًا كبيرة مستلقية على الطاولة، لا تتبادلان النظرات، لا تتبادلان الكلام. لكني اعترف لكم أن ما لفت انتباهي، أكثر من العجوزتين، كان مقطع الدرج الخشبيّ بسجّادته الحمراء أو شبه الحمراء والتواءاته كالحيّة. من موقعي، خلف الشباك، بدا لي الدرج وكأنه بلا بداية ولا نهاية. الخادم من هايتي هو الآخر لفت انتباهي أيضًا. كان طويل القامة، أنيقًا، بشرته سوداء سوداء. كان شابك اليدين دومًا، وكأنه كان يصلّي.
5
أكتب أيضًا بفضل ما كان يحدث كل يوم أحد في النادي الكاريبي الواقع على شارع سانتا بِترونيلا بجوار محل بيع قناني الخلّ. هناك كان يجتمع الجامايكيون من أهل حارتنا. كنا نسمّيهم بجامايكيين، صحيح، ولكنّهم لم يكونوا جامايكيين فقط. كانت تجمعهم هويّتهم الكاريبيّة. أتوا من جزر أنتيغوا، باربادوس، دومينيكا والمارتينيك. (أذكر صديقة أمّي الحميمة، أريانا كوراسمين، هولندية من جزيرة كوراساو، سمراء، دائمًا تزورنا حاملة معها الكعك بطعم الجوافة؛ حين كانت ضحكتها تسمح لها بالكلام، كان فمها ينطق بإسبانية غريبة عجيبة خاصة بها؛ كنت أعشق سماعها). جميع الجامايكيين، تقريبًا، كانوا يعملون كمدرّسين للغة الأنجليزية في المدرسة الليلية داخل مبنى الابتدائية التي كنت أداوم عليها في ساعات الصباح. أيام الأحد، بعد حضورهم قدّاس الكنيسة الخمسينية، كان الكاريبيون يتوافدون جماعات جماعات، أو أفرادًا أفرادًا، على صالون النادي بقوصرته اليونانية، أعمدته الدوريسية وجدرانه المدهونة بالأزرق. الكاريبيون بربطة العنق الإلزامية، والكاريبيات ببدلاتهن وقبعاتهن الأنيقة. دائمًا أقول أن هؤلاء النساء، هؤلاء الكاريبيات ذوات البشرة السمراء والأسنان البيضاء، كن الأولات في حياتي اللواتي رأيتهن يعتمرن القبعات. كنّا، نحن الصغار، كنّا نقترب من نوافذ النادي لكي تستمع إليهم وهم يغنون الأغاني على إيقاع الكاليبسو وغيرها من الإيقاعات الكاربيبية. النساء، حين رأيننا، كن يجبرننا على الدخول (والابتسامة دومًا على وجههن) وعلى أكل حلويات الميرينغي والكعك الشهيّ. بعد سنوات كثيرة، وأنا في دِنفِر في ولاية كولورادو، شعرت وكأني أعود إلى أيام الآحاد تلك. كان ذلك عندما دُعيت على يد محاضرة في جامعة بولدر إلى حضور حفل للتجديديين البروتستانت. كما في أيام طفولتي، ولاحقًا في دنفر، الشعور هو الشعور إيّاه. كنت مستعدًا أن أعطي كل عمري من أجل أن تحضنني واحدة من هؤلاء السمراوات حاملات رائحة الزهور، أو من أجل أن أكون واحدًا من هؤلاء الرجال السمر الطيّبين. فبالرغم من عبء تاريخهم الموجع والحافل بمآسي العبوديّة والقهر، هؤلاء هم ابطال العالم بالفرح.
6
الفرح، أي نعم، وأن تضحك، أن تضحك الكثير من الضحك. عندهم كان الضحك هو سيّد الموقف. أما عندنا، فسيّد الموقف كان البكاء (والبكاء، عندنا في كوبا، يحتفظ على نكهة دراميّة خاصة به تميّزه عن باقي بلدان العالم). كان يحلّ البكاء علينا في ساعة محدّدة من كل يوم، أي فور انتهائنا من تناول الغذاء، أي الساعة التي يبدأ الحرّ ممارسة طغيانه بهمجيّة. في الساعة الثانية بعد الظهر يُسمع صوت لحن موسيقيّ مسعور ليتبعه صوت المذيع الوقور والمؤثر معلنًا بداية المسلسل الإذاعي. عادة ما كان المسلسل الإذاعي عملًا مقتبسًا عن روايات شهيرة، مثل «مرتفعات وذرنج» (إميلي برونتي)، «الطاحونة على نهر فلوس» (ماري آن إيفانس)، «أسرار باريس» (أوجين سو)، «عنبر إلى الأبد» (كاثلين ونسور)… وأحيانًا كانت تُعرض المسلسلات محلية الصنع. أقصد طبعًا الكوبيّة، أي تلك التي كانت تحمل عناوينًا مثل «الحب في مزرعة سوليداد»، «السماء الصافية»، «سيمون هرّيرا على الطريق»، أو تلك التي كانت تتحدّث عمّا كان يحصل في عوالم هافانا السفلية: «معاناة أمّ»، «دعني اشتريها، المرأة تلك»، «ذلك النجم الملعون»… كان إذًا لطغيان خمول وجبة الغذاء أن يمتدّ إلى ساعات ما بعد الظهر الطويلة ولينسجم مع اصوات الممثلين والممثلات: مارينا رودريغيس، خوان لادو، ماريتسا روساليس، وألبرتو غونساليس روبيو. كان للحرّ الذي لا يطاق والمنسوج بالنار إذًا أن يُلطّف بجو من النعاس النواح الناتج عمّا كنّا نصغي إليه في المذياع. لكنّنا، عند نهاية المسلسل، كنّا نذوق طعم الهجرة واليتم. كنّا نسأل أنفسنا في كلّ بعد ظهر، فور انتهاء المسلسل: ماذا نفعل بحياتنا الآن؟
7
لكنّا لم نذق طعم الملل. لم نكن نعرفه. دائمًا كان هناك شيء نتسلى به. في دكّان العمّ بلاسيدو، الذي كنّا نسمّيه بـ«الغوردو»، أي بالسمين، كان الغراموفون يطربنا بأغانٍ لإنييكو ميمبييلا، فيسينتيكو فالديس، ماريا لويسا لاندين، دانييل سانتوس، بلانكا روسا، بانشيتو رِيسيت… كنّا نتردّد إلى محل الغوردو وننتظر بشغف قدوم بيني موري بزيارة إليه. فبيني موري هذا كان من أعظم المطربين الذين عرفناهم. كان متزوجًا لإحدى بنات زوجة الغوردو، ودخوله الدكّان كان، بالنسبة لي، كالتجلّي الإلهي، كحضور الله سبحانه وتعالى أمامنا، وهذا ما أروي عنه في روايتي «الملك لك Tuyo es el reino /».
8
الآن، وفي هذه اللحظة الغريبة من حياتي، حين أنظر إلى الوراء، إلى أيّام طفولتي، أعتبر نفسي بأني كنت آنذاك من أحد أتباع مذهب فلسفة إيمانويل كانط الأكثر متشدّدين. لم أعي بذلك حينها، طبعًا. لم أكن متشدّدًا فقط، بل أيضًا ملوّعًا وحتى بذيئًا بعض الشيء، أي «كانطيًّا» بكل ما في الكلمة من معنى. كنت أتنزّه في حديقة جدّتي بأشجارها وتماثيلها وآبارها الجافة. كان هناك نسخة طبق الأصل، أقصدد من ناحية الحجم، لتمثال لاوكون وأبناؤه. وأنا أنظر إليه كنت أشعر بالخوف الرهيب، وكذلك بالإعجاب الذي لا مفرّ منه في هذه الحالات. الخوف والإعجاب: تفضل، ها لك بشعورين يلتقايان ولا بفترقان. كذلك كان هناك نسخة طبق الأصل لتمثال رامي القرص الإغريقي، وآخر للنسر المجنح وتمثال آخر لفينوس دي ميلو. كل هذه التماثيل كانت ثير بي الخوف والإعجاب. بعدها، كنت أواصل تنزّهي لأغوص في الكساء الخضري، بأغصانه وأوراقه المتشابكة، لتمتثل أمامي، فجأة، قاعدة كولمبيا العسكرية. حينها تحوّلت إلى واحد من أتباع مذهب كانط الفلسفيّ بصدق. كنت أرى قاعدة عسكرية أمامي، لكني كنت على قناعة بأن هذه القاعدة العسكرية، في الواقع، لم يكن لها وجود. أي كان يبدو لي بأني أرى شيئًا ما لا يوجد له وجود على أرض الواقع. كنت أوجّه السؤال للآخرين، مرارًا وتكرارًا: قل لي، ما الذي تراه هناك؟ كان جوابهم يتطابق، دائمًا، مع ما كانت تراه عينيّ، مما كان يثير عندي الشكّ. هل كانت خدعة أراد الآخرون فيها أن أواصل وأرى أشياءًا خيالية لا يوجد لها أي وجود على أرض الواقع؟ رحت أبحث في الصور لأكتشف ما لقطته عدسة الكمرا. اكتشفت لاحقًا أنها كانت حالة بدائية من النومينون والفينومينون بحسب كانط، أي من ثنائيته التي تتمحور على «الشيء في ذاته»، من جهة، وعقل الإنسان الذي يؤلف ظاهريًا حقائق تلك الأشياء، من ناحية أخرى؛ الحدس الحساس من جهة، والحدس الفكري من ناحية أخرى. لكن، بجد وبدون المزح، الشعور بعدم الثقة خلق عندي احساسًا بالرعب. شعرت، آسف على المفارقة، شعرت وكأني مثل الأعمى الذي يرى.
9
في منزلنا، كان لدينا سلسلة كتب بعنوان «حياة المشاهير والعظماء». لماذا؟ الله أعلم. كل كتاب من السلسلة كان يحتوي على مئة صفحة تروي، بشكل موجز، حياة أحدهم المتشعّبة: ملكة فرنسا ماري أنطوانيت، البحار كرستوفر كولمبس، ملكة اسكتلندا ماري ستيوارت، خوانا الأولى ملكة قشتالة وأراغون (والملقبة بـ«المجنونة»)، ليوناردو دافنشي، المكسيكي بينيتو خواريس، ميغيل دي سرفانتس سافيدرا. كانت السلسلة موجهة للأطفال. اليوم أعرف حجم تفاهتها (فماري ستيوارت، مثلًا، كانت وكأنها قدّيسة؛ فور موتها قامت وعادت إلى الحياة على شكل حمامة بيضاء). شجّعتني السلسلة على أن أكتب بنفسي موجز حياة المشاهير والعظماء في دفاتري المدرسيّة. في الحقيقة، مشاهيري لم يكونوا لا مشاهيرًا ولا يحزنون، بل أبناء خيالي. لقد حرصت على إضفاء سمات العظمة على حياة مشاهيري: أولًا، أسماء توحي بالفخامة؛ ثانيًا، ألقاب النبالة؛ ثالثًا، الأقدار المأساوية. اعتزّ بشكل خاص بكريستينا دي أفيلا، والتي في القرن السادس عشر، مثل سرفانتس، خُطفت على يد قراصنة عثمانيين في البحر الأبيض المتوسّط وأُسرت في الجزائر. بسبب رفضها التنازل عن ديانتها، أُجبرت كريستينا على البغاء في حريم القرصان. لقد استمتعت كثيرًا وأنا أكتبها، لا أكذب. في نفس الفترة أهدتني أمّي كتاب «ألف ليلة وليلة». كان هذا الكتاب، أو بالأحرى لا يزال هذا الكتاب، لأنه لا يزال صامدًا على رفّ مكتبة منزلنا في هافانا، لا يزال يحمل ختم دار نشر رامون سوبيتا الإسبانية من عام 1930، بصفحاته الثلاثمائة وهيئته التي توحي بالقداسة وتجليده الفاخر، مما لم يترك أي مجال للشك بوجود أسرار مخفية بين صفحاته. قراءتي لألف ليلة وليلة ستظل محفورة في ذاكرتي كذاكرة حيّة: الخيول الخشبية الإبنوسية، الخيول وهي تطير فوق بغداد، الأطفال وهي تنزل إلى السرداب بحثًا عن الأشياء الثمينة، المصابح السحرية، تُفرك باليد ليخرج منه مارد يلبّي كل طلباتك. كنت فعلًا أصدّق أن هناك مصابيح سحرية ومارد يخرج منها، هذا أمر مفروغ منه طبعًا. وعلى نفس الشكل صدّقت حقيقة وجود ذلك المنزل الذي يتحدثون عنه في أول رواية عظيمة قرأتها في حياتي، والتي أعدت قراءتها مرارًا بالشغف إياه دون أن أقرأها بدفعة واحدة كالمرة الأولى. أتحدّث طبعًا عن رواية «الأب غوريو» لأونوريه دي بلزاك، وأقصد طبعًا منزل السيدة فوكير، وأوجين دي راستينياك، والسيّدة دي نوسينجان، والصبية فيكتورين، وفوتران، ومدينة باريس التي أردت أن تكون، هي الأخرى، المدينة التي وُلدت من أجل أن أواجهها.
10
حوالي العام 1968 كتب الكوبيّ خوسيه ليساما ليما مجموعة من الصفحات الجميلة تحت عنوان Confluencias، أي «ملتقيات»، ويا لها من صفحات فذة ومحيّرة لدرجة أنك لا تعرف هل هي عبارة عن مجموعة قصص، أم مقالات، أم مقاطع من مذكّرات، أو كل هذه الأشياء معًا. يحكي فيها عن قاعدة كولمبيا العسكرية، عن الليل، عن الخوف، عن ظهور اليد في الليل، عن «اليد الأخرى»، عن «الكلمة الأخرى»، وكيف كل هذه الأشياء معًا تكوّن «طيفًا زمنيًّا من شأنه أن يتكوّن وينفكّ في لحظات». يقول ليما في صفحاته أن «المخفي أعظم، ففيه نكتمل»، ومن بعدها يضيف: «والمخفي هو ما تمتلئ به الموجة عند وصول اقصى طولها». في صفحاته، يعود ليما إلى طفولته، إلى الجمهورية بأيّامها الأولى، إلى أيّام كانت فيه قاعدة كولمبيا العسكرية، والتي أنشأتها الولايات المتحدة الأمريكية، كانت مجرّد قطعة أرض يسكنها بعض العسكريّين وعائلاتهم، من بينهم عائلة ليما. كان يفصل قاعدة كولمبيا عن شاطئ البحر، ببعض الكيلومترات، جبل بارِّيتو. كان الوصول إلى الشاطئ عبر الجبل صعبًا. بعد سنوات، عاد وتكرّر ذلك الرعب الذي يروي عنه ليما في صفحاته. تكرّر في حياتي أنا كطفل. في المكان ذاته، في القاعدة العسكريّة ذاتها، بعد أكثر من أربعين عامًا. كنت أنا أيضًا، وفي كل يوم، كنت أنتظر الليل «وأنا في حالة من الرعب لا يمكن نكرانها». يومها كان كلّ شيء على نفسه، أي كما كان عليه في أيام طفولة ليما. ولكن، وفي الوقت ذاته، كان يختلف عنه بشكل هائل. صحيح، إن جبل بارّيتو في طفولتي كان قد فقد من هيبته. بُنيت عليه بعض البيوت والشوارع الواسعة. كذلك، في طفولتي، لم تعد هناك البغال المربوطة ببعضها البعض بالحبال. لم تكن البغال تهبط الجبل، ثابتة القدم، نحو الهاوية. عمليًّا، في طفولتي، بالكاد كان هناك بغال وهواة: فرُكبان الجيپ قضى على رُكبان البغال. والدي لم يكن لا مهندسًا ولا كولونيلًا مثل والد ليما، ولم نعيش في إحدى القصور التي شُيِّدت داخل حدود الثكنة العسكرية. كذلك، لم نعد نسمع دوي صرخة الـ«مَن يعيش!»، تلك الصرخة العسكرية التي يستخدمها الجنديّ عند اقتراب شخص مجهول. ففي عهد طفولتي لقد تغيّرت الأسئلة وأصبحت أكثر عجلة، أقلّ تقوى، وأقلّ أرستوقراطيّة بكثير. كان والدي جنديًا في سلاح الإشارة ويخدم الأركان العامة مباشرة؛ كنّا نعيش في منزل صغير ذات ساحة واسعة عن بعد خطوتين من حدود المدينة العسكرية. أما جدّتي وعمّتي، فهما بدورهما كانتا تسكنان في منزل داخل حدود المدينة العسكرية. من أجل الوصول إليه، كان على المرء قطع مسافة طويلة حافلة بالأشجار العالية تلمع من تحت أغصانها خنافس النار، بالإضافة للمعانٍ آخر ناتج عن تماثيل تثير فيك الرعب. إذًا، لم تكن القاعدة العسكريّة، في طفولتي، كما كانت عليه في أيام طفولة ليساما ليما. وكما أسلفت، لقد مرّ أربعون عام منذ طفولة كاتب رواية Paradiso وصولًا إلى طفولتي أنا، ويا لها من سنوات حافلة بالإحباطات، بالمباغتات وبالخمول تلك التي مرّت على الجزيرة. أمّا الليل، ومعه الرعب الصادر عن عتمته، الليل بقي هو هو، وبنفس القوّة، منذ طفولة ليما. أتذكّر جيدًا ساعات النهار من كل يوم، ففيها كنت ألعب وأضيع بين الأشجار. لقد كانت الأشجار التي أمر من بينها (والتي كانت، بالنسبة لي قصير القامة، كالأدغال) وصولًا لمنزل جدّتي إيبانييس الصغيرة، كانت تتحوّل، وأنا على الطريق، إلى مواقع خرافية أقرأ عنها في الكتب: غابة القرصان ساندوكان السوداء، جزيرة سايروس سميث الغامضة، ضيعة توم سوير الهادئة وهي تستريح على ضفاف نهر الميسيسيبي. ولكن حين تبدأ الشمس بالغروب، أي في تلك الساعة التي فيها تكبر الظلال وتمتدّ، وظلال التماثيل تتشابك وتضيع بين الظلال الأخرى، ويكبر الصمت، ذلك الصمت الموجود منذ الأزل، ويخيّم الصمت، حينها كان يجتاحني الشعور بأن الدنيا بدأت تكشف عن غموضها، عن غموض من نوع آخر ليس موجودًا في الكتب التي كنت أقرؤها، عن غموض يبشّر بالخوف، الخوف الصافي، عن جدار عملاق يفصل بيني وبين واقع يعرّض حياتي للخطر، الخطر الشديد، والذي كان يقترب منّي شيئًا فشيئًا بعدوانيّة تكبر وتكبر. حينها كنت أعود إلى المنزل، إلى منزلنا أو إلى منزل جدّتي إيبانييس الصغيرة. كنت أعود ببطء متظاهرًا بأن كل شيء على ما يُرام. كنت أومن بأني إذا بدأت أركض، إذا أظرت على وجهي الخوف، كان للخطر أن يطلق عنانه وقِواه، أي كان للخطر أن يكفّ عن كونه خطرًا، أي كال للخطر أن يعتزل ظرفه الطبيعيّ كإحتمال قد يحدث في المستقبل، وأن يحدث فعلًا. كنت أصعد الدرج الضيّق بهدوء مزيّف، أتحسّس الجدران بيديّ الإثنتين، أطمئن بالي بأن كل شيء على ما يُرام، بأن كل شيء لا يزال في مكانه، بأن كل شيء بقي على شكله، بأن الواقع لم يتغيّر. كان المنزل أعلى الدرج، فوق، مُحاطًا بظلام الأشجار. كانت النوافذ مفتوحة على مصاريعها لغرض فاشل، وهو أن يستروح فضاء المنزل بنسيم آتٍ من النافذة، نسيم غير موجود أصلًا. بدا المنزل وكأنه محلّق بالهواء، باللا شيء. كان المنزل يطفو على سطح من السواد والتنبؤات. ولكن، من حسن حظّي، كنت أرى من الشبّاك ذلك الضوء أحمر اللون، أو بالأحرى النبيذيّ، المنبعث من منارة مسلّة هافانا.
11
إذًا، وفي وقت مبكّرٍ من طفولتي، عرفت الخوف. ما لم أعرفه حينها هو أن الخوف سوف يصطحبني طول حياتي كصديق وعدو في آن، يبذر بوفائه وبرفاقيّته الحبّية في آن، رفيقًا لي خطوة بخطوة. كان الخوف بمثابة ذلك الرفيق، أو ذلك الشيء، الذي يشاطرك هموم العنف والطمأنينة والسعادة واليوميّ والضروريّ. يروي ليساما ليما في صفحاته كيف اكتشف، بفضل الشاعر ريلكه، وعلى وجه الأخص بفضل كتابه «مفكّرات مالتي لوريدس بريجي»، كيف اكتشف «وجود اليد»، وبأن اليد «لها وجود تقريبًا عند كل الأطفال، ويتكلّمون عنها تقريبًا في كل دلائل علم نفس الطفل». وأنا، بفضل ليساما ليما، اكتشفت وجود ريلكه ومالتي. «عليّ أن أفعل شيئًا ضد الخوف»، كتب مالتي في ساعة فجريّة باكرة. وجلس ليكتب. أجل، كان عليّ أن أفعل شيئًا ضد الخوف. فكان الليل لا يزال يبسط الرعب، والآن بدأ يفعل ذلك مُتخذًا شتى الأشكال والأقنعة. لقد مرّت الأيّام، وبدأت أفهم أن الرّعب قد يظهر على أشكالٍ أخرى تختلف عن الظلال. تحوّل الليل إلى شيء أكثر حقيقيّة وواقعيّة. في مدينتي، هافانا، كان لكل الأشياء أن تبثّ الرّعب فيّ. أن تعيش، بل أن تكبر في مدينة هافانا في سنوات الستّينيّات والسبعينيّات والثمانينيّات كان من شأنه أن يعلّمك على العيش، على النجاة، على تحاشي الرّعب. كان لأي فعل تقوم به، مهما كان بسيطًا، كان من شأنه أن يُعتبر جريمة. كان على المرء التزام الطاعة والصمت. كانت الحياة كالسير على الحبل. أي أيّ أمر بسيط من شأنه أن يفقدك التوازن: قراءة كتاب معيّن دون الحصول على موافقة، مثلًا، أو أن تزفر زفرة بينما المتوقّع منك هو أمّا أن تطلق صرخة غضب أو هتاف تحيّة. قراءة ألبير كامي تعرّضك للخطر (في أيام الجامعة سألتني إحدى الأستاذات عن السبب من وراء قراءتي كتاب «بين وجه المكان وعكسه» لكامي. نعتته بـ«الكتاب العدوّ». لم أعرف كيف أجيب على سؤالها. أجابت عني أستاذة أخرى كنت أعرفها بطيبتها وحذرها: «وكيف سيعرف مهاجمة الكتاب إن لم يقرأه؟!»، وبهذا أنقذتني! تحوّلت هذه الإجابة إلى كليشيه بيننا بسبب تكرّر في هذا النوع من لمواقف). لم يُفرض علينا أن نكون جنودًا فقط، بل شجعانًا أيضًا. عليك أن تكون رجلًا مكتمل الرّجولة، على استعداد للموت من أجل الوطن. من العيب أن تكون ذلك الصبي الحسّاس، الذي يتأثر، الذي يضحك ويبكي بنفس الدرجة، الذي يختبئ عن أعين الآخرين من أجل أن يلمس، بحرية، ساقي رفيقه مفتول العضلات، ذلك الصبي الذي يأخذ يده بيد رفيقه الصبيّ، والذي يتحدى ويذوق طعم الشبق في القبلات المختلسة. في أيّام المدرسة كان لي زميل في الصفّ؛ كان عزيزًا عليّ بالفعل وكنت أظن بأنه صديقي بجد. في يوم من الأيام كفّ عن ملاقاتي، عن المذاكرة معي، عن التكلّم معي: فتنظيم الشبيبة الشيوعيّة ألزمه على مقاطعتي من أجل السماح له بالانخراط في صفوفه. «الانخراط في صفوفه»، وكأن تنظيم الشبيبة كان عبارة عن وحدة في الجيش. وأيضًا فُرِض علينا التصفيق، وهذا ما زاد الطين بلة. يعني فُرِض علينا الإدمان الحيويّ على الحماس، الحماس بموجب مرسوم رسميّ يقرّ على الحماسة. صحيح، لقد كنّا في حالة حرب، لكنّها كانت بحرب معنويّات علينا أن نطلع منها أبطالًا. كانت الحرب تجهزنا للمستقبل، ويظهر أنه لم يكن أحد يهتمّ بالحقيقة التي كنّا على دراية بها جميعنا أصلًا، وهي استحالة وقوع ذلك المستقبل. لم يُسمع دوي إطلاق النار، ولا القنابل، ولا القصف، ومع ذلك كنّا في حالة حرب. وكنّا نصفّق. إذًا كان الخوف يتربّص بنا وكنا ننتظره ينزل بنا في أي وقت، في ساعات الليل أو تحت سطوع شمس هافانا الذي لا يُقاوم. لم نذق طعم قذف القنابل، ولكنّنا ذقنا طعم الخراب والإنهيار، طعم الخطابات الرنّانة التي لا تنتهي، وطعم الجواسيس المتربّصين. أي نعم، الأخ الأكبر في كل مكان، في الساحات، في كل ركن، في دور السينما وفي المسارح وفي الغرفة المغلقة بين أربعة جدران. ماذا يمكن أن تفعل بكل هذا الرعب؟ ليست هذه المرّة الأولى التي أتحدّث فيها عن فيرخيليو بينييرا. كان ذلك في عام 1975، تحت ظل أشجار أخرى في مزرعة تقع في ضواحي هافانا كانت تسكن فيها عائلة غوميس وكانت تُقام فيها الصالونات الأدبية. وكأنه كان يعرف، وكأنه كان يرى المستقبل، كتب بينييرا في عام 1955: «سأقولها، مرّة وإلى الأبد: الخوف، الخوف وحده، هو قاهري». هو لم بتنبأ شيئًا لأنه، فيما بعد، أوضح قصده: «الخوف من شأنه أن يكون كبيرًا أو صغيرًا، لكنّه لن يكفّ أبدًا عن فعل فعلته». لكي نطرد الرّعب، قمنا بالقراءة. كنّا نقرأ، نتجادل، ومن ثم نقرأ. لم يفزعنا شيء، أو على الأقل هذا ما كنّا نتظاهر به، بأننا بأمانٍ، تحت حراسة كتبنا. كان الوهم الذي عشناه بسيطًا ومغريًا. وكانت الحرب، الحرب التي لم تكن، الحرب بدون رصاص ولا قنابل، كانت تدمّر هافانا كإعصار بلا بداية ولا نهاية. أما نحن فبنينا لأنفسنا شيئًا شبيهًا ببرجٍ من العاج (مع أنه لم يكن لا ببرجٍ ولا من العاج)، نقرأ مطوَّلة Le jeune parque بترجمة الشاعر الكوبيّ ماريانو برول. كنّا نتبادل الحديث عن خوليان دي الكاسال، عن لينو نوفاس كالفو، عن خوسيه ليساما ليما. كان فيرخيليو يقرأ لي من ديوانه La isla en peso، أي «وزن الجزيرة»، أو من مجموعته القصصية Muecas para escribientes، أي «تكشيرة لموظفي المكاتب». أحيانًا، كان فيرخيليو يجرؤ على قولها، أي على قول تلك المزحة التي لا مفرّ منها، الـboutade، كما يسمّونها الفرنسيون، ويبدأ بالضحك، ونبدأ بالضحك على أوجه الشبه بيننا وبين أدموند دي غونكور وهو يخاف على سلامة أواني البورسلين خلال أفظع أيام كومونة باريس. وهكذا، شيئًا فشيئًا، بدأت أن أفهم. إنها لتجربة بطيئة، مرضية، صعبة، وكذلك مفرحة. في ليلة أخرى، هذه المرّة في عام 1976، أهداني بينييرا نسخة من روايته Pequeñas maniobras، أي «مناورات صغيرة»، وكتب عليها الإهداء التالي: «إلى كاتبٍ قد يكون لامعًا في المستقبل، فإنه على الأقل يُدرك وجود طعم الخطر الطيّب». منذ تلك اللحظة باتت الأمور واضحة بالنسبة لي. الخوف، الخطر. تلك اليد التي رآها ليساما ليما. القوّة التي حرّكت مالتي لوريدس بريج. في مكانٍ ما في صفحات ليساما ليما، في Confluencias، نقرأ التالي: «…الإنسان، وهو ينمو، وهو آخذ بالإنتاش، هو مخيّر أيضًا». من هنا، ربّما، تنتج الحقيقة التالية: منذ الصغر يتكوّن عند الأنسان ذلك الشعور الوهميّ (أو الحقيقي، ما همّ!) بدروس الحياة ومقدرتها (أي الحياة) على الكشف عن أسرارها وخباياها؛ وقد يتم ذلك بجوار قاعدة عسكرية قديمة، بينما ظلال التماثيل والأشجار تمدّ سوادها متشابكة بسواد الليل.
12
قال ستندال أن السياسة، حين تتدخّل في الأدب، تكون كصوت انفجار دوي إطلاق النار خلال حفلة موسيقية. نحن الكوبيّون كنّا نعيش في حفل موسيقي، حتى جاء ذلك اليوم الذي فيه سمعنا فجأة ليس الرصاص فحسب بل دوي زخات المدفعية. جميعنا في الجزيرة عشنا تلك اللحظة: فتحوا علينا الأبواب، فتحوا علينا النوافذ على مصاريعها، وأجبرونا على أن نحدّق في السياسة، أن نعيش في السياسة. إنها لعقوبة قاسية، ومرهقة للغاية، أن تستيقظ كل يوم وهناك حدث تاريخيّ هام يفرض نفسه أمام عينيك؛ أن تعيش على هاوية الأحداث المرعبة والمأساوية وهي في حالة على وشك الحدوث طوال الوقت. هناك قصة لفيرخيليو بينييرا فيها يُصدر حكم بالإعدام، يوميًا، على لويس السادس عشر. ما الذي يتبقّى لنا في حال أصرّينا على أن الأدب هو نوع من أنواع عدم المهادنة مع الوضع القائم، من التمرّد عليه، وبأن الأدب يحرّض على إعادة إعمار عالمنا؟ لم نريد للأدب، كما قال ألبير كامي في حديثه عن «الواقعية الاشتراكية»، لم نريد له أن يتقزّم ليصبح جهازًا لبثّ «التفاؤل بالوصاية، والتفاؤل، كما نعلم، هو الترف الأسوأ والكذبة الأكبر يُمكن للمرء أن يعيشها». ما الذي يتبقّى لنا في حال أردنا مواصلة الحفلة الموسيقية على الرغم من تواصل إطلاق النار؟ كان لا بدّ من الوصول إلى القناعة التالية، والتي عبّر عنها ألبير كامي في مدينة أوبسالا في السويد عام 1957: «ليست القضية بمعرفة هل الأدب يتحاشى الواقع أم يخضع له. إن حقيقة القضية تكمن في مقدار جرعة الواقعيّة الأنسب على العمل الأدبي تناولها، وبها ينجى من تلاشيه بين الغيوم فوق، أو من جرّه وهو مرميًا على الأسفلت تحت. بوسع كل فنّان أن يحل هذه المعضلة بحسب قدرته الجمالية والعقليّة. هناك علاقة طردية بين حجم تمرّد الفنّان على الواقع الذي يعيشه العالم، من جهة، ومقدار الجرعة الضرورية من الواقعية الذي عليه تناولها، من جهة أخرى: فكلّما زاد التمرّد عند الفنّان، تزيد جرعة الواقعية بهدف إحراز التوازن بينهما. إن أسمى الأعمال الأدبية هي تلك التي توفّق بين الواقع ونفيه، كما هو الحال عند المأساة الإغريقية، هرمان ملفيل، ليو تولسلوي أو موليير. عندهم تجد عمليّة إحياء متبادلة كالتي تجدها عند نبع الماء الذي لا ينقطع والذي يمدّ بالحياة كل ما هو سعيد وبائس في آن». إذًا، لم يكن بوسعنا أن ندير ظهرنا للواقع، ولا أن نحمد الله على أن كل شيء في هذا العالم حسن لا ريب فيه وعلى أننا نعيش في أفضل عالم من العوالم الممكنة. لم نرضى بتمجيد الواقع. في كل الأحوال، الكفر مفيد أكثر للصحّة. كنّا بحاجة لإيجاد الحذاقة التي من شأنها أن تعيد لنا الإيمان الأدبيّ بينما كان يحيطنا، من من كل الإتجاهات، ضعف الإيمان. كانت الحفلة الموسيقية لم تزل قائمة، ونحن فيها، وكان علينا الكلام عن الموسيقى. وبما أن صوت الطلقات النارية كان يعطّل على الموسيقى، كان علينا أيضًا أن نتكلّم عن حدث إطلاق النار وعن اجتياحه البذيء والعدوانيّ لعالمنا.
13
كان فيرخيليو بينييرا يقول لي دائمًا أنه من أجل أن تكون كاتبًا يجب أن تحدث لك رؤيا. ماذا كان يقصد برؤيا؟ الله أعلم. لم يفسّر حديثه أبدًا، أو بالأحرى لم يكن يعتبر تفسيره لكلامه أمرًا ضروريًا. أو ربّما هو نفسه لم يكن قادرًا على توضيح ما الذي يقصده بـ«رؤيا». فهناك أشياء يشعر فيها المرء، يشعر فقط، ولا يستطيع وصفها بالكلمات. قد يكون هذا هو السبب. لكن من الواجب أن أوضّح لكم، لأنكم لم تتعرّفوا على فيرخيليو، بأنه كان نوعًا ما سقراطًا، أي كان يفضّل أن يبقى كل شيء غامضًا إلى أن يصل محاوره إلى الحقيقة عن طريق الوضوح الذاتي. كان من المفارقة أن تصغي لشخص غير مؤمن وهو يتكلّم عن الرؤيا. أقصد شخصًا لا يؤمن في أمور لها علاقة بالله أو الآلهة، لأن فيرخيليو كان مؤمنًا كبيرًا بالأدب. إذًا، بالنسبة له، «الحقيقة السرّية» لا تأتي من عند الله أو من عند السماء، بل من مكانٍ آخر، من إيمانٍ آخر، من دينٍ آخر ومن عبادة أخرى. لم تحدث لي أي رؤيا، أو على أقل لم أنتبه لها حين حدثت، ولا فرق بين الأمرين. أمّا الآن، الآن فقط، وأنا أعيش في مدينة الأحلام هذه التي كان يعشقها بينييرا، ويعشقها العديد من الأدباء الأحباء، أعترف لكم لأوّل مرّى في حياتي بأنه، في يوم من الأيام، فعلًا، حدثت لي رؤيا. هذي الرؤيا التي سأحدثكم عنها جعلتني أعي بأنّي كاتب (على وجه الدقّة لعلّها المرة الثانية أو الثالثة التي أعترف بالأمر. لكن لا أهميّة في ذلك، نحن الكتّاب لسنا بفرسان في سباق خيل). لم أتحدّث عن هذا الموضوع في السابق لأتي خفت بأنه قد يبدو ككذبة للناس، وعلى الأرجح لن يصدّقوني. لذلك، أطلب من حضراتكم، لو تكرّمتم، أن تمنحوني الثقة. ما حصل هو كالتالي: كتبت ديوانًا عَنونته بمصطلح أخذته من عالم الرياضيات: Razón suficiente، أي «العلة الكافية». أعطيته لفيرخيليو ليقرأه، وكان ذلك في يوم الإثنين، الخامس عشر من أكتوبر. إلتقينا من جديد يوم الأربعاء، السابع عشر من أكتوبر. بخباثته المعتادة، انتظر إلى آخر الليل، وثقتي بالنفس أصبحت ميؤوسة منها، ليذكر موضوع ديواني. وأخيرًا، عند الساعة الواحدة صباحًا، قال لي بأنه قرأ ديواني، وبأن ديواني نال اعجابه. «كتابك ليس بكتاب جيّد. ترتكب فيه بعض الحماقات، وهذا طبيعي. لكنّي الآن أعرف بأني لم أضيّع الوقت معك. أعرف أنك كاتب، أو بالأحرى سوف تصبح كاتبًا. الآن بوسعي أن أموت وأنا مرتاح». توفي فيرخيليو بينييرا في اليوم التالي، يوم الخميس الثامن عشر من أكتوبر، عام 1979.
14
لنعود إلى السؤال الذي بسببه سمحت لنفسي الإنغمار في ملذات الاستطراد الكلامي. إذًا، لماذا أكتب؟ أعرف، تبقّى الكثير عليّ قوله. كما نعلم، السؤال ليس سهلًا. لم أحدثكم، على سبيل المثال، عن حبّي الأول، والذي كان حبًّا مستحيلًا بحسب الأصول. لم أحدثكم عن كل الأناس التي عرفتها منذ صغري ورأيتها تموت، مثل صديقتي مارتا، والتي ماتت في سن السابعة والعشرين، أو والدي الذي مات في السن الذي أنا فيه الآن. كذلك لم أحدثكم بما فيه الكفاية عن بينييرا… لم أحدثكم عن أمّي، التي بالكاد تعرف الكتابة والتي، في صغري، كانت تستلقي بجانبي لتقرأ لي ليالي ألف ليلة وليلة. ربّما أكتب لأني إذا لم أكتب كنت سأكون شريدًا بين ذهاب وإيّاب أبديّين أبحث فيهما عن بلدٍ ذات أنهر وجبال وثلوج أسكن فيه. أو كنت قد أبقى سجين عذابي بسبب كوني مثل الأعمى الذي يرى، بسبب معرفتي القليلة عن العالم، بسبب معرفتي المعدومة عنه. أظن، في الحصولة، أن القضية تكمن بأن الإنسان، عند عجزه عن الجواب، يروي القصص.
Published May 1, 2017
© Abilio Estévez
© Specimen 2017
Other
Languages
Your
Tools