2 poems from “Bajo los párpados de quien se aleja”
Written in Spanish by Rafael-José Díaz
QUÉ prisa les ha dado últimamente a los padres
de todos mis amigos por morirse,
como si fuera este el momento en que dejarnos a solas con nosotros mismos,
lo prometido desde nuestras cunas,
la abolición de los consejos
con que siempre iba engalanado el ceñudo futuro
y sin los cuales, en otra época,
no hubiéramos sabido qué hacer con nuestras vidas,
oh, qué prisa les ha entrado últimamente a los padres
de mis amigos por marcharse todos de golpe,
aquellos a los que conocí y aquellos
de los que sólo supe por las palabras con que los lloraron,
¿creen que es buena idea
ir a reunirse tan pronto con sus deudos,
dejar a mis amigos
en medio de la mitad partida de sus vidas,
cuando los hijos de mis amigos, sus nietos,
se van a vivir solos, viajan al extranjero
para dejar atrás sus infancias atípicas
o para sumar sus vidas a la gran oleada
de jóvenes errantes que deambulan por Europa
tocando la guitarra en las estaciones
o pintando retratos a un euro el medio metro?,
¿o será que la prisa, esa mala consejera,
les habrá sugerido que ya no hacen tanta falta,
que acaso porque se les visita menos
ya no son necesarios?, pues los padres
casi siempre suelen compararse con las madres
y tienen la falsa impresión de que su labor ha concluido,
de que hasta aquí ha llegado lo que podían enseñarnos,
mientras las madres continúan cuidándonos,
rezando cada noche una oración
que proteja a sus hijos de cualquier amenaza,
pobres, pobres padres que no saben rezar,
que ni siquiera son capaces de prepararnos un bistec
para cuando volvamos con hambre de nuestros trabajos,
pobres padres que se sienten inútiles
porque ya no escuchamos sus recomendaciones,
no compartimos sus mismos intereses
–nunca lo hicimos–
y hemos renegado de casi todo lo que creyeron útil para nosotros,
ah, qué triste la prisa que últimamente se les mete por irse
como si ya no fueran nuestros padres,
como si no los reconociéramos, más calvos,
encorvados, lentos, silenciosos,
oh padres que al marcharse dejan resonando las palabras
cansadas que prefirieron ahorrarnos,
su aroma depositado en los sillones que ocupaban por la noche,
un sinsabor difícil de entender a medio camino entre la indefensión y la responsabilidad,
la extraña sensación de ser ahora los padres de nosotros mismos,
sus voces, las respuestas que nos dieron en la infancia,
incorporadas a nuestra conciencia como un espejo roto,
oh padres enfermos de cáncer,
afectados por el párkinson,
oh padres que padecen una irreversible diabetes,
que sufren un ictus en la playa, rodeados de sus nietos,
padres que regresan al estado de neonatos
y no reconocen a sus hijos, oh padres a los que sus hijos
se ven obligados a sedar por prescripción facultativa,
padres aferrados a una última confidencia,
antes de que anochezca
y quede a oscuras la habitación del hospital
donde habrán de pasar la última noche, solos,
visitados por sus propios padres, nuestros abuelos,
que vienen a buscarlos para cerrar el ciclo,
oh padres sin una sola palabra de consuelo final para nosotros,
padres egoístas que sólo piensan en lo largo del viaje,
padres que en una cama de hospital
se convierten en la luz silenciosa
que borrará todas las sombras, cada momento incómodo,
y hará de sus rostros, de su última mirada,
el diapasón con que afinaremos a partir de entonces cada instante,
oh prisa de los padres por marcharse,
oh pedestales de sus voces ya nunca más combatidas,
luz silenciosa de su mirada última.
***
A VECES había que ir a buscar a los amantes a un pueblo lejano del norte,
y ellos se escondían detrás de la palmera de una plaza
o querían subir por la pendiente que llevaba a un antiguo convento
para ver qué había detrás,
sí, no era fácil, había que buscar en los mapas
direcciones confusamente escritas,
recorrer barrios en los que no se había estado nunca
y disipar con los últimos restos del deseo
la desazón del lugar, la impericia en la búsqueda,
pues los amantes, a veces, estaban escondidos en un bosque
o en lo que había sido un bosque,
convivían allí con neonazis y luciérnagas,
y al cruzar las avenidas completamente a oscuras
de un bosque, tiritando,
veíamos brillar también las barras de metal, fosforescencias suspendidas
¿sabía aquel amante que unas semanas después se suicidaría?,
¿en qué restaurante trabajará ahora aquel otro,
al que vi por última vez
a través de los cristales, sin atreverme a entrar,
de un bar recién inaugurado en el centro,
de quién serán ahora
sus decenas de pares de zapatos?,
a los amantes los recogía a veces en un lugar convenido
y al llegar a mi casa se desnudaban
como si fuera una condena estar allí,
y sus cuerpos crujían como si estuvieran atados
a un instrumento de tortura, y era tan sólo un abrazo
con todas mis fuerzas lo que los ahogaba,
sentíamos cómo luchaban los cuerpos
para no morir, y mordíamos las sábanas,
nos enredábamos en los decúbitos supinos
y patentábamos posturas que cualquiera
hubiera escogido para su despedida del mundo,
había amantes zafios, inteligentes, pasionales,
pulcros, aventajados, tímidos, precoces, gráciles,
amantes que en el interior de unos arbustos
se hacían los muertos para que yo supiera
lo mucho que el deseo se parece a la ausencia,
bocas que se besaban dentro del agua
y dejaban en el mar la saliva de la muerte,
bocas a las que les bastaba decir una palabra
para pulverizar las inestables torres construidas por la ternura a lo largo de los meses,
y así hasta que todos los amantes se fueron,
incluso los que lloraban en las pequeñas despedidas
y llamaban por teléfono cinco veces al día,
incluso esos acabaron yéndose, devolvieron la entrada
y algunos exigieron ser recompensados
por el tiempo perdido, como si fuera posible
recobrar los instantes, vaciarlos de vida,
devolverlos al blanco original de lo no usado,
¿sabían entonces, los amantes, en medio de la combustión,
que a la larga serían confundidos
los unos con los otros, mezclados los lugares,
desmentida la hermosa singularidad de cada cara,
fusionados los cuerpos, las partes de los cuerpos,
las pieles, las espaldas, los penes, los pezones,
confundidas, incluso, las sensaciones, confundidos los orgasmos, las penetraciones,
confundidos en un solo cadáver de placeres extintos
que, silencioso, flota en la memoria?
Published July 11, 2022
© Pre-Textos 2021
2 poems from "Bajo los párpados de quien se aleja"
Written in Spanish by Rafael-José Díaz
Translated into French by Bernard Banoun
QU’ILS ONT EU HÂTE, dernièrement, les pères
de tous mes amis, de mourir,
comme si était venu le moment de nous laisser seuls avec nous-mêmes,
promesse depuis nos berceaux,
l’abolition des conseils
dont se parait toujours un avenir sérieux
et sans lesquels, en un autre temps,
nous n’aurions su que faire de nos vies,
ô qu’ils ont eu hâte, dernièrement, les pères
de mes amis, de tous s’en aller d'un coup,
ceux que je connaissais et ceux
que je ne connus que par les mots avec lesquels on les pleura
croient-ils que c’est une bonne idée
de partir rejoindre les siens si vite,
de quitter mes amis
au milieu de la moitié brisée de leur vie,
quand les enfants de mes amis, leurs petits-enfants,
s’en vont vivre seuls, voyagent à l’étranger
pour laisser derrière eux leur enfance atypique
ou pour ajouter leurs vies à la grande vague
des jeunes errants qui parcourent l’Europe,
jouant de la guitare dans les gares
ou peignant des portraits à un euro le demi-mètre ?,
ou serait-ce que la hâte, mauvaise conseillère,
leur aura suggéré qu’on n’a plus tellement besoin d’eux,
que peut-être, parce qu’on leur rend moins souvent visite
ils ne sont déjà plus nécessaires ?, car les pères
presque toujours se comparent avec les mères
et font l’erreur de croire que leur tâche est achevée,
qu’ils nous ont enseigné tout ce qu’ils pouvaient,
tandis que les mères continuent de prendre soin de nous,
récitant chaque soir une prière
pour protéger leurs enfants de toute menace,
pauvres, pauvres pères qui ne savent pas prier,
qui ne sont même pas capables de nous préparer un steak,
à l’heure où nous rentrons du travail affamés,
pauvres pères qui se sentent inutiles
parce que nous n’écoutons plus leurs recommandations,
ne partageons pas leurs intérêts
– jamais ce ne fut le cas –,
avons désavoué presque tout ce qu’ils croyaient nous être utile,
ah, qu’elle est triste, cette hâte qu’ils ont eue dernièrement de partir
comme s’ils n’étaient déjà plus nos pères,
comme si nous ne les reconnaissions pas, eux, les cheveux plus rares,
voûtés, lents, silencieux,
ô pères qui s’en allant laissent résonner les paroles
fatiguées qu’ils préféraient nous épargner,
laissent leur odeur dans les fauteuils qu’ils occupaient la nuit,
regret difficile à comprendre, entre vulnérabilité et responsabilité,
l’étrange sensation d’être maintenant les pères de nous-mêmes,
leurs voix, les réponses que dans l’enfance ils nous ont faites,
incorporées dans notre conscience comme un miroir brisé,
ô pères malades du cancer,
atteints de parkinson,
ô pères souffrant d’un diabète irréversible,
victimes d’une attaque sur la plage, entourés de leurs petits-enfants,
pères qui régressent vers l’état de nouveau-nés
et ne reconnaissent pas leurs enfants, ô pères que les enfants
se voient obligés de sédater sur prescription médicale,
pères accrochés à une ultime confidence,
avant que vienne la nuit
et que devienne obscure la chambre d’hôpital
où ils devront passer leur dernière nuit, seuls,
visités par leurs pères à eux, nos grands-pères,
qui viennent les chercher pour refermer le cercle,
ô pères sans un seul mot de réconfort final pour nous,
pères égoïstes qui ne pensent qu’au long voyage à venir,
pères qui sur un lit d’hôpital
se changent en la lumière silencieuse
qui effacera toutes les ombres, chaque moment d’inconfort,
et fera de leurs visages, de leur dernier regard,
le diapason auquel désormais nous accorderons chaque instant,
ô hâte qui prend les pères de s’en aller,
ô socles de leurs voix plus jamais combattues,
lumière silencieuse de leur dernier regard.
***
PARFOIS il fallait aller chercher les amants dans un lointain village du nord,
et ils se cachaient sur une place derrière un palmier
ou bien ils voulaient monter la pente menant à un vieux monastère
pour voir ce qui se trouvait derrière,
non, ce n’était pas facile, il fallait chercher sur des plans
des adresses notées confusément,
parcourir des quartiers où l’on n’était jamais allé avant
et, des derniers restes de désir,
dissiper l’inquiétude du lieu, la maladresse de cette quête,
c’est que les amants, parfois, étaient cachés dans un bois
ou dans ce qui avait été un bois,
ils y côtoyaient néonazis et lucioles
et, traversant les allées complètement obscures
d’un bois, frissonnant,
nous voyions aussi briller les barres de métal, phosphorescences suspendues,
savait-il, cet amant, que quelques semaines plus tard il se suiciderait ?,
et cet autre, dans quel restaurant travaille-t-il donc désormais,
celui que je vis pour la dernière fois,
sans oser entrer, à travers les vitres
d’un bar du centre récemment inauguré,
à qui appartiennent-elles désormais,
ses dizaines de paires de souliers ?,
ces amants j’allais parfois les chercher à un endroit que nous avions fixé
et, arrivant chez moi, ils se dénudaient
comme si être là était une condamnation,
et leurs corps craquaient comme s’ils étaient attachés
à un instrument de torture, or ce qui les étouffait
n’était qu’une étreinte de toutes mes forces,
nous sentions combien les corps luttaient
pour ne pas mourir, nous mordions les draps,
sur le dos nous mêlions nos corps,
nous brevetions des positions que tout autre
aurait choisies pour quitter le monde,
ces amants étaient bruts, intelligents, passionnés,
pimpants, avantageux, timides, précoces, graciles,
amants qui au milieu de quelques arbustes
faisaient le mort pour que je comprenne
à quel point le désir ressemble à l’absence,
bouches qui se baisaient dans l’eau
laissant dans la mer la salive de la mort,
bouches qui d’un seul mot pouvaient
pulvériser les tours instables construites au fil des mois à force de tendresse,
et ainsi jusqu’à ce que s’en soient allés tous les amants,
même ceux qui pleuraient lors des petits adieux
et téléphonaient cinq fois par jour,
même eux ont fini par s’en aller, ils ont remboursé l’entrée
et certains ont exigé d’être dédommagés
du temps perdu, comme s’il était possible
de récupérer les instants, de les vider de vie,
de les rendre au blanc originel de ce qui n’a pas été utilisé,
savaient-ils, les amants, en pleine combustion,
qu’à la longue on les confondrait
les uns avec les autres et mélangerait les lieux,
que serait démentie la beauté singulière de chaque visage,
et fusionnés les corps, les parties des corps,
les peaux, les dos, les pénis, les tétons,
confondues aussi, les sensations, confondus les orgasmes, les pénétrations,
confondus en un unique cadavre de plaisirs éteints
qui, silencieux, flotte dans la mémoire ?
Published July 11, 2022
© Cheyne 2021
© Specimen 2022
2 poems from "Bajo los párpados de quien se aleja"
Written in Spanish by Rafael-José Díaz
Translated into English by Robin Munby
THESE DAYS all my friends’ fathers
are in such a rush to die,
as if now were the time to leave us to our own devices,
like they’d promised from the cradle,
abolishing words of wisdom,
their garlands on the frowning future,
without which, in times gone by,
we wouldn’t have known what to do with our lives,
oh, what a rush they’re in these days
to leave, the lot of them, and all at once,
those I got to know and those
I only heard about through words of grief,
do they really think it’s a good idea
going off so soon to their departed kin,
leaving my friends
in the fractured middles of their lives,
as my friends’ kids, their grandchildren,
all fly the nest, go travelling abroad
to leave their unconventional upbringings behind
or throw in their lot with the great wave
of itinerant youth wandering Europe
playing guitars at train stations
or painting portraits for one euro a half-metre?
or has haste, that fickle guide,
convinced them they’re no longer needed,
that since the kids don’t visit so often,
they’re of no further use? after all, fathers
almost always compare themselves to mothers
and get the wrong idea, think their work is done,
that they’ve got nothing left to teach us,
while mothers carry on caring,
reciting prayers each night
to protect their kids from harm,
poor, poor fathers, they don't even know how to pray,
don’t even know how to fry us up a steak
for when we come home hungry after work,
poor fathers, they feel redundant
because we don’t listen
to their recommendations anymore,
don’t share their interests
–we never did–
and we’ve renounced almost everything they thought would do us good,
ah, it’s such a shame the rush they’re in to get away these days,
as if they weren’t our fathers anymore,
as if we didn't recognise them, bald,
hunched, slow, silent,
oh fathers, as they head off, behind them echo the weary
words they chose to spare us,
their scent deposited on the armchairs they sat in each night,
a nebulous unease halfway between helplessness and responsibility,
the strange feeling that now we are fathers to ourselves,
their voices, the answers to our childish questions,
incorporated into our consciousness like broken mirror glass,
oh cancer-stricken fathers,
oh fathers with Parkinson’s disease,
oh fathers with chronic diabetes,
having strokes at the beach, surrounded by grandchildren,
reverting to newborns
and unable to recognise their kids, oh fathers whose kids
have to give them prescription sedatives,
fathers clinging to one last confidence
before night falls
and the hospital room is plunged into darkness,
the room where they’ll spend their final night, alone,
visited by their own fathers, our grandfathers,
who seek them out to close the cycle,
oh fathers who leave us without one last word of comfort,
selfish fathers thinking only of their journey’s length,
fathers in their hospital beds
transformed into a silent light
that will erase all shadow, every awkward moment,
and make their faces, make their dying gaze,
the tuning fork that hones our every moment from then on,
oh what a rush they’re in to get away,
oh soap-box voices railed against no more,
silent light of their dying gaze.
***
SOMETIMES we had to go and find our lovers in a distant northern village,
and they would hide behind the palm tree in the square
or else they would want to walk up the hill to an old convent
to see what lay behind,
yes, it was no mean feat, you had to scour maps
for illegible addresses,
wander through neighbourhoods you’d never set foot in
and, with the last remnants of desire, banish
the disquiet of your surroundings, the imprecision of the search,
those lovers, after all, were sometimes hidden in the forest,
or what had been a forest once,
living among neo-Nazis and fireflies,
and as we crossed the forest paths
in total darkness, quaking,
we could also see the glint of metal bars, suspended phosphorescences,
did that lover know a few weeks later he would kill himself?
and that other one I last saw
through the windows of a bar that just opened in the centre,
–I didn’t dare go inside–
which restaurant will he be working at now,
and who ended up with
all those shoes of his?
sometimes I would go to pick my lovers up at a pre-arranged location
and when they got to my house, they’d strip naked,
as if being there were a punishment,
their bodies crunching as if strapped
to a torture device, and it was only an embrace
with all my strength that smothered them,
we would feel our bodies struggle
to survive and bite down on the sheets,
entangle ourselves, supine,
and invent positions anyone would gladly choose
to bid this world farewell,
there were brutish, intelligent, passionate,
neat, outstanding, shy, precocious, graceful lovers,
lovers who played dead
in the bushes, so I would understand
how much desire resembles absence,
mouths kissing in the water
and leaving death’s saliva in the sea,
mouths that needed only utter a single word
to pulverise the unsteady towers built by months of tenderness,
and so it went till all the lovers were gone,
even the ones who would shed tears over small goodbyes
and phone five times a day,
even they left in the end, returned their tickets,
some even asking for a refund
for the wasted time, as if it were possible
to refund those moments, empty the life from them,
return them blank, unused,
did they know back then, the lovers, amid the fireworks,
that by and by they’d be mixed up
with one another, swapping places,
each face shorn of its beautiful singularity,
bodies fused, and body parts,
skins, backs, penises, nipples,
mixed up, even feelings, orgasms mixed up, penetrations,
mixed up into a single corpse of defunct pleasures,
floating, silently, in memory?
Published July 11, 2022
© Rafael-José Díaz 2022
© Specimen 2022
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